1.- Matrix (1999). Andy y Larry Wachowsky cuentan una historia para las nuevas generaciones: Thomas A. Anderson (Keanu Reeves) descubre que vive en una realidad virtual creada por máquinas inteligentes. ¿Vivimos dormidos y engañados? ¿Realmente podemos confiar en nuestra percepción consciente y sensorial? Los Wachowsky habían leído algo de filosofía de la mente, pero fueron lo suficientemente ingeniosos como para hacer, de la clásica hipótesis imaginaria de Descartes, el punto de partida de una mitología futurista que nos habla del presente.
Matrix es rica en apuntes sobre la vida contemporánea. Tiene, incluso, un trasfondo subversivo: la realidad que nos hacen vivir los monstruos de acero está hecha de edificios relucientes y hombres en serie, automatizados y apresurados. El mensaje sobre la alienación masiva podría ser poco original, pero este escenario tenía un correlato estético pertinente: la apariencia ambigua (¿falsa o verdadera?) de las superficies visuales, ricas en textura, conjuradas por la verosimilitud de pequeños detalles que cruzan el plano (una paloma, el papel que vuela con el viento). Apuesta estilística plenamente justificada, porque el mundo de hoy es, también, el de la falsificación, el de la imagen reproducirle y manipulable, en fin, el de la era digital, el de de la experiencia virtual. En Matrix, las paredes se estiraban elásticamente, los personajes desafiaban la gravedad con elegancia, dándole a los efectos especiales y a la cámara lenta un uso que esperaban hacía tiempo -legitimado, ahora, por las nuevas reglas de juego. Las innovaciones cinéticas de los animes japoneses, más el universo literario y audiovisual de Massive Attack, sazonaban este perfecto producto comercial. Por fin, el mundo contemporáneo se podía ver en un espejo con mucho de cultura pop, diseño futurista, y garantías para el consumo masivo. Sólo faltó decir que Thomas, este solitario joven -prototipo de muchos que, de día, se han integrado al sistema, y ,de noche, se convierten en hackers o anarquistas cibernéticos-, era ahora Neo. Llamado a ser el héroe redentor de la humanidad, Neo sería adiestrado por un maestro, e interrogado por un misterioso oráculo. Discurso mesiánico que se terminó convirtiendo en lo más sospechoso de la saga. Desde su inicio -con un final feliz bastante cínico- la trilogía de los Wachowsky nos hablaba más de un autoindulgente (aunque divertido) ejercicio de prestidigitación, que de un drama de alcances metafísicos y bíblicos...
2.- Matrix Reoladed (2003). Precisamente, eso es lo que se pretendió con esta segunda entrega, que no conserva nada de la cuidadosa manufactura de la primera. Tras su éxito descomunal, el discurso de los Wachowsky se hizo un solemne remedo de sí mismo. El héroe pierde fragilidad, registros afectivos. El “mundo subterráneo” cobra protagonismo, y transforma la aventura de descubrimiento -y especulación- en una altisonante épica de serie B.
3.- Matrix Revolutions (2003). Ahora Neo tiene superpoderes. Pero no sólo en el mundo ilusorio, sino también en el “real”. Superhéroe lleno de misticismo, a la vieja usanza de Star Wars. El agente Smith -suerte de programa rebelde de la Matriz- se convierte en una forzada excusa que equilibra el enfrentamiento entre los hombres y las máquinas. Neo pacta con ellas para salvar a la humanidad, por lo que tiene que derrotar al virus. Todo sucede en medio de un conglomerado de efectos especiales que, la mayor parte del tiempo, nos instala en la realidad, fuera de lo virtual. Ya no nos podemos identificar con el héroe; ya no hay ambigüedad en la imagen, ni sugerentes reveses entre el escenario mental y el carnal. Y es probable que ni la muerte de Trinity -la bella y valiente amada de Neo- haya conmovido al más fanático de la saga. (Versión modificada del texto publicado en Somos, 15/11/2003)
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