Premiada con el
Oscar a mejor película extranjera en 2009, La
felicidad de vivir es la cinta consagratoria del japonés Yojiro Takita,
quien ya había probado un amplio espectro de géneros (desde comedias románticas
hasta fantasías épicas). Sin embargo, el título que le conseguiría el éxito
mundial sería esta historia sobre un joven desempleado que se ve envuelto en un
trabajo “deshonroso”.
Luego de perder su
trabajo como cellista en una orquesta sinfónica, Daigo Kobayashi (Masahiro
Motoki) consigue la complicidad de su esposa para viajar a su pueblo natal --la
provincia rural de Yamagata-- y buscar empleo. Allí se encontrará con un anuncio
de lo que parece ser una agencia de viajes. Ya entrevistado por el Sr. Sasaki, dueño
de la empresa (Tsutomu Yamazaki), Daigo se dará cuenta de se enfrenta a una labor
que tiene que ver con otro tipo de “partidas”: el amortajamiento de cadáveres en vistas a las ceremonias fúnebres tradicionales de Japón.
El iniciado en estas peculiares labores tiene que enfrentar un doble aprendizaje. Por un lado, debe encarar la burla
pública por su nuevo oficio, mientras --gracias a la figura de Sasaki-- aprecia la mística de amortajar muertos. Por otro lado, la reconciliación del protagonista consigo mismo
debe pasar por lo más difícil: perdonar a su padre --quien abandonó la familia
cuando Daigo aún era muy niño, y desapareció para siempre--.
A través de una
fotografía entre gris y otoñal, de fuerte carga evocativa y nostálgica, así como
de una narración transparente y cadenciosa, vemos a Daigo entablar una relación
casi filial con Sasaki, caballero de pocas palabras y aire cínico en apariencia,
cuya sabiduría es captada por el joven a través de una observación entre
fascinada y curiosa. Aquí se hace evidente que el director Takita no se ha
dejado entrampar por ese cine de arrastre verbal --tantas veces impulsado por
Hollywood, y ciego a actuaciones sutiles como las de Yamazaki, de una expresión
gestual elegante y casi al desgaire--.
La felicidad de vivir tiene una
unidad de sentido muy compacta. En el fondo, se trata de una película sobre el
perdón y la tolerancia --ilustrada, con mucho de humor negro, por la familia, que
acepta al hijo transexual póstumamente, en medio del ritual fúnebre--. Pero
también es un filme que se debate entre la tentación de ceder a la fórmula
sentimental más plana, y la exploración de un aprendizaje complejo. Por ejemplo,
ver a Daigo ejecutando una sonata triste en la noche de Navidad, o, peor aún,
ejecutándola en una montaña de Yamagata, son estrategias que sobran. Sin
embargo, la apuesta por la modulación fina de detalles y asociaciones, y el
perfil original de algunos personajes es, felizmente, la tendencia mayor.
Imposible no
recordar al ya citado Sasaki (Yamazaki fue también actor de Kagemusha, Barbarroja y El infierno del
odio, todas de Kurosawa) o a la secretaria y única empleada de la Funeraria , mujer
sensible y atractiva, pero de una alegría quebrada que esconde un secreto del
pasado --secreto que Daigo, en un inicio, no puede perdonar--. Con ellos se forma
una especie de “familia alternativa” de solitarios que han perdido sus
parientes, probablemente lo más interesante del filme, junto con la secuencia
final, hecha a partir de la memoria, símbolos visuales, y un clímax mudo.
Es en ese momento que el filme --serenamente melancólico, a
pesar de sus desbordes sentimentales-- adquiere una coherencia nada simplista ni
complaciente, y conquista su peldaño cinematográfico definitivo. (Versión modificada del texto publicado en Somos, 21/08/10)