lunes, 26 de septiembre de 2011

Culpable o inocente (The Lincoln Lawyer, 2011) de Brad Furman


Mick Haller (Matthew McConaughey) es un abogado de Los Ángeles, y se encarga de los casos criminales más difíciles. El equipo lo completa una limosina con chofer -para aparentar una riqueza que no tiene- y su “investigador” y mejor amigo Frank Levin (William H. Macy). La película se basa en una novela del escritor de culto Michael Connelly, y significa la consolidación del director Brad Furman como uno de los más interesantes artesanos del género. Esto se debe, en primer lugar, a una puesta en escena con poca brillantina y concentrada -como el buen cine negro- en personajes ambiguos que, con cada minuto, van mudando de piel y abriendo caminos insospechados en la trama. Los tribunales se revelan como sistemas algo siniestros. Sin embargo, Furman no recarga las tintas y prefiere los diálogos precisos, el espesor narrativo y lleno de elucubraciones, así como el realismo de retratos cotidianos a partir de primeros planos y una esmerada dirección de actores.

La película termina pareciéndose a una del desaparecido Sidney Lumet -quizá no haya mejor elogio que ese-, hecha de obsesión, ansiedad y desgaste, pero, sobre todo, confeccionando una urdimbre de conflictos morales -el abogado se enfrenta a una encrucijada de la que parece no haber salida- que habla de un eclipse del sistema social y legal. Si bien algunos aspectos funcionan mejor que otros, estamos ante un filme donde palpita la calle y sufren adultos de carne y hueso, sin ningún efectismo de por medio.  (versión modificada del texto publicado en Somos 24/09/2011)

lunes, 19 de septiembre de 2011

Medianoche en París (Midnight in Paris, 2011) de Woody Allen


Algo que pocos directores pueden hacer es aunar distensión y frescura con lirismo y hondura. En ese sentido, Medianoche en París podría ser una buena carta de presentación. La cinta forma parte de un grupo reconocible de títulos allenescos: los que abren una grieta en la realidad, por donde el mundo de las ficciones y los sueños se materializa, y presta algo de esperanza a algún ingenuo que se resiste a aceptar una vida gris (La rosa púrpura de El Cairo, 1985; Balas sobre Broadway, 1994).

Con un aire de clown triste y mirada confundida, Gil (Owen Wilson) es un norteamericano no tan culto como su amigo Paul (Michael Sheen), pero auténtico en sus ganas de ser un escritor y evocar la ciudad que vivió Hemingway, Scott-Fitzgerald, Buñuel y Dalí. Gil no encaja con esa alegría superficial o pedante de la banda de turistas que lidera su novia Inez (Rachel McAdams); lo suyo es una pertenencia parisina imaginaria, ligada a una sensibilidad, a cierta marginalidad. Y eso lo encuentra con una máquina del tiempo travestida de esquina nocturna, de coche antiguo, que lo traslada a otra época. Allen filma con inusitada placidez, y quizá sea ese discurrir cotidiano, coloquial, de su cine, el que convoque con tanta resonancia íntima a este paraíso perdido. A veces el tono épico no es necesario para tocar fibras de orfandad sutiles y tristes, sino -qué paradoja- la pura comedia. Y no pidan que Hemingway sea Hemingway, ni que Cole Porter sea Cole Porter. Basta con que Woddy Allen los traiga de vuelta y los presente como a viejos amigos. (versión modificada del texto publicado en Somos, 17/09/2011)

viernes, 16 de septiembre de 2011

Entre la vida y la muerte (Kanzo sensei, 1998) de Shohei Imamura


La de Imamura es una obra prolífica que, por lo general, se asocia con el nuevo cine japonés de los sesenta (junto a otros nombres conocidos, como Nagisa Oshima, por ejemplo). Sus inicios se remontan a la década del cincuenta, cuando, bajo el influjo del cine popular creado por la industria de la época, realiza Deseos Robados (1958). Sin embargo, ya han pasado más de cuatro décadas, y, con cerca de una veintena de largos, Imamura ha legado una de las filmografías más valiosas del cine japonés. Para comprobarlo sólo hay que ver películas como La anguila (1997), o Entre la vida y la muerte.

Desde un inicio llama la atención la naturaleza desconcertante del relato. La Segunda Guerra Mundial está llegando a su fin. Mientras, la milicia japonesa se niega a rendirse. En medio de la confusión, la pintoresca población de una pequeña isla enfrenta una epidemia mortal. Entonces, surge el Dr. Akagi (“Doctor Hígado”), quien ha reconocido, en la peste, una propagación de la hepatitis. Pronto, consigue la ayuda de una joven prostituta, un monje loco, y un morfinómano, para descubrir el remedio que sane a los enfermos.

A primera vista, el filme tiene aspecto de farsa y de comedia. Pero la duración de los planos, y la serenidad de la puesta en escena, conspiran para dar, al relato, un humor más amargo. Los acentos son más bien tragicómicos: cuando nadie parece creer en nadie, surge la empresa inverosímil de Akagi. Se trata de un héroe incomprendido, la encarnación de una esperanza delirante, quizá la única actitud afirmativa y vitalista cuando todo parece morir ante la guerra.

Imamura se concentra en la figura del médico, pero no duda en seguir la pista a sus cómplices, que se refugian en el sexo y la droga, en lo que pareciera ser una evasión que tiene mucho de confusión y egoísmo. Al contrario de lo que puedan pensar todos, Akagi es más lúcido, porque ha escogido un vicio redentor: salvar vidas. En lugar de extraviarse como  sus compañeros, el doctor se aferra a una templanza interior que, en su obstinación avasallante, no tardará en chocarse con la adversidad.


Conforme avanza la historia, una desesperación creciente conduce, al espectador, por atmósferas más oscuras. Y la rigurosa observación de Imamura le reserva, al protagonista, un recorrido que, si bien puede ser tortuoso, deja una lección: los experimentos de laboratorio no tienen sitio en el fragor de la guerra; por eso, la determinación de encontrar una cura se abandonará, para retornar a esa manera de sanar mucho más física y vital, más práctica y efectiva. Una que devuelve, al Doctor Hígado, a correr, empecinadamente, de un lugar a otro, algo que Imamura filma con alguna sonrisa y bastante ternura, una y otra vez.

Precisamente, la clave del filme se encuentra en esta angustia de Akagi, quien no solo se enfrenta a los abusos de los militares, sino, también, a las declaraciones de amor de la joven prostituta que ha decidido amarlo exclusivamente a él. Al final, rodeado por el mar y asediado por la seducción de la muchacha, un desborde de alquimia cinematográfica se prestará a la obsesión alucinada del doctor Akagi, cuando un gigantesco hígado toma forma, en el cielo, a través de una explosión decisiva -la bomba atómica-.

Entre la vida y la muerte guarda el secreto de un cine casi extinto: prefiere un andar pedestre, por el que carga las tintas con cierto registro naturalista que atiende a lo cómico y desenfadado (casi a la manera de directores americanos clásicos y “populares” como Hawks o Ford). Pero, a la vez, tiene esa exacerbación onírica que surge de su luz cálida o de algún sueño afiebrado, de alguna visión maravillosa -lo que  recuerda la imaginería poética de lo mejor de la tradición japonesa, la misma de otros grandes como Mizoguchi y Kurosawa. (versión modificada del texto publicado en Somos, 12 de abril de 2003)

martes, 13 de septiembre de 2011

Zatoichi (2003) de Takeshi Kitano


En Zatoichi, las tipologías del hampa se trasladan al Japón del siglo XIX, donde los samuráis y los ronin -diestros combatientes a sueldo- son las estrellas. Como era de esperarse, los enfrentamientos se suceden a lo largo de todo el filme a partir de las aventuras del guerrero ciego llamado Zatoichi (el mismo Kitano), de presencia habitual en las cintas japonesas de samuráis.

Pero no nos encontramos frente a una típica película de acción, ya que lo más interesante pasa por el delineamiento de los personajes secundarios. Primero, tenemos al único espadachín que puede dar la talla a Zatoichi: Hattori, quien se convierte en el arma principal del líder mafioso que aterroriza al pueblo. A pesar de ser el "villano" de la historia, se trata de una personalidad compleja y con la que podemos empatizar, ya que, gracias a extensos flashbacks, sabemos que acepta el trabajo de sicario como un acto de amor para poder costear la salud de su esposa enferma. También está ese par de peligrosas geishas que, como Hattori, irán revelando un rostro diferente a medida que las vueltas al pasado nos informan de desgracias que marcan su presente y, en general, toda su existencia. "Las apariencias son engañosas y esconden una verdad oculta", parece ser el leit motiv que organiza mucho del sentido del filme.

Está presente, además, otra característica de todo el cine de Kitano: el hecho de que los personajes vivan bajo el signo de una perenne resignación, siempre por algún trauma o desgracia insalvable. Por lo general, a un denso primer plano de un rostro pensativo e impasible le sigue un largo flashback. Este último no sólo funciona como una rememoración. También tiene una cualidad hipnótica, ya que estas secuencias se suelen presentar en cámara lenta, como visiones alucinadas y delirantes del horror (muy cercanas al estilizamiento de la violencia usado, últimamente, por Tarantino, fan confeso de Kitano).

Zatoichi está filmada con un peculiar sentido de la composición y el montaje: el espacio se ha recortado de manera abstracta, más cerca del artificio y  la representación onírica que del realismo. La sensación de movimiento constante que da la narración tradicional del cine americano se deja de lado por el estatismo de lo fragmentario. La violencia es como un destello seco y cortante, al igual que las visiones imaginarias o remembranzas -que, por lo general, profundizan ese halo de consternación que rodea a los personajes.

Todo esto resulta muy tanático y es afín a la interpretación lacónica de Kitano. Pero la amenaza de lo pasmoso y mortuorio está remontada por una vitalidad poderosa. Ahí están el humor, el slapstick, y los gags, que tienen un parecido de familia a los de Tati, Chaplin, o Keaton. Pero, sobre todo, tenemos un optimismo que va aparejado con extraños números musicales -subrepticias coreografías y trepidantes ritmos están presentes en toda la cinta-, hasta que llegamos al clímax de un zapateo prodigioso. Zatoichi vuelve a corroborar la maestría de uno de los mejores cineastas de hoy. (versión modificada del texto publicado en Somos, 09 de abril de 2005)

domingo, 11 de septiembre de 2011

Amador (2010) de Fernando León de Aranoa


Magaly Solier es Marcela, inmigrante que busca trabajo en España. Su futuro incierto, su posible embarazo, y su relación de pareja, son algunas interrogantes que parecen confundirla. Hasta que es contratada como “cuidadora” de Amador, anciano al que le queda poco tiempo de vida. Esta es la premisa argumental de la última película de León de Aranoa, cineasta abocado al mundo de las minorías y clases segregadas. Una línea de trabajo que le ha ganado tantos admiradores como detractores. Sin embargo, lejos de ser un producto retórico, literario, o panfletario, Amador es una cinta de visiones, observaciones, detalles visuales y sonoros. Todo en función a la  interioridad contenida de un personaje casi mudo -extraordinaria Magaly Solier- que va construyendo un mundo de interpretaciones y ansiosas elucubraciones sobre una realidad precaria y cambiante. Es interesante, también, cómo se va tejiendo una red de paradojas, ironías, y apuntes de humor que conviven con el dolor, en una cinta que se cuida bien de no exacerbar el morbo ni el sentimentalismo. Los pasos en falso quizá recaigan en algunos elementos simbolistas -el cielo, las nubes-, o en un lado reconfortante hacia el final, pero no cabe duda de que se trata de un relato de múltiples aristas psicológicas, y de un cine donde lo que se muestra y se sugiere convive a través de un personaje inolvidable. (En Somos, 12/09/2011)

jueves, 8 de septiembre de 2011

Tierra de los muertos (Land of the Dead, 2005) de George Romero


Este no es cualquier filme de terror. Lo dirige George A. Romero, veterano realizador que en 1968 se dio a conocer gracias a La noche de lo muertos vivientes, primer largometraje hecho entre amigos y con un presupuesto exiguo. Esa película inició una célebre saga que cuenta con títulos no menos prestigiosos (como El amanecer de los muertos, de 1978) y que, con esta cuarta entrega, marca el esperado retorno de Romero tras las cámaras.

Los hombres se han apertrechado en una ciudad cercada por murallas que impiden la invasión de los zombis. Sin embargo, un desquiciado magnate, Kaufman (Dennis Hopper), es el que tiene el poder. El territorio se ha dividido en dos: los ricos que viven cómodamente al interior de un lujoso rascacielos, y afuera, en las calles, el resto de gente que se debe contentar con una existencia miserable y expuesta a los juegos, vicios y mafias que Kaufman ha instituido para tenerlos bajo control.

Uno de los aspectos más interesantes de la cinta es la forma en que se presentan las jerarquías sociales. El mismo Romero ha declarado que ha querido aludir a un mundo cada vez más contrastado, más polarizado. Y a eso apunta la descripción -de intuiciones muy actuales- de esa patética clase alta que pretende ignorar lo que pasa afuera y se encierra en su edificio de cristal, donde nadie más pueden ingresar.

Si los zombis de Romero son inquietantes es porque representan a los marginales y desposeídos, a los excluidos y olvidados que ahora salen de sus tumbas. Eso está muy claro: los walkers provienen de los suburbios pueblerinos y están liderados por un enorme hombre de raza negra vestido con un mandil de mecánico (Eugene Clark). Ellos son la contrapartida perfecta de esa sociedad burguesa que se ha replegado alrededor de la única torre que todavía goza de luz eléctrica y que puede brillar en la noche.

Estos zombis son despojos, predadores, autómatas primitivos. Sin embargo, también los vemos "evolucionar". Empiezan a comunicarse y a tener un espíritu de grupo del que adolecemos nosotros, sus presas: una cultura sofisticada pero incapaz de sobreponerse a las crisis, y que no hace más que acelerar su propia decadencia. En efecto, toda la trama desarrolla una serie de intrigas intestinas y traiciones mutuas que terminan enfrentando al despiadado Kaufman con el codicioso Cholo (John Leguizamo), un mercenario al que no le importa el futuro de la ciudad. Al final será sólo Riley (Simon Baker), otro aventurero que trabaja para el temible villano, el que aún conserve sentimientos nobles como para proteger a un grupo de antihéroes decididos a pelear por una comunidad en medio del caos. (versión modificada del texto publicado en Somos, 24 de setiembre de 2005)

martes, 6 de septiembre de 2011

Johnny Guitar (1954) de Nicholas Ray


A diferencia de muchas de las obras maestras “enfermas” de Ray, Jhonny Guitar es una de sus ficciones más sólidas y complejas. Y es que nada parece faltar en este retrato torturado de Vienna (Joan Crawford), dama crepuscular y vulnerable en su soledad, aunque capaz de enfrentarse a una jauría de cowboys sin una sola arma, con un carácter indómito. 

Cáracter, o la apariencia de una personalidad inquebrantable. Eso es lo que parece faltar, lo que parecen querer demostrar, a toda costa, los anti-héroes de Ray. Porque en sus películas siempre se miran, como en un espejo, una figura paterna y una filial que busca aceptación a pesar de, o precisamente por, sus propias heridas y fragilidades. Acá el rol que, luego, ocuparía el Plato (Sal Mineo) de Rebelde sin causa (1955), lo encarna el menudo Turkey Ralston (Ben Cooper) como un pistolero novato e inestable, en busca de una identidad y moral de la que todavía carece. Es un personaje satélite, pero no menos fundamental, como casi todos los de esta historia enloquecida que gira alrededor de la venganza de Emma Small, otra mujer temeraria, literalmente infernal (a la que Ray coronó con sus más hermosas secuencias de fuego y destrucción), y brillantemente interpretada por Mercedes McCambridge

Tienen razón, entonces, los que están tentados de decir que Johnny Guitar no es un western. No lo es, desde el momento en que se centra en un duelo entre mujeres, dos personajes que se han adueñado de cierta masculinidad, y que parecen encarnar lo más fascinante del Oeste con un temperamento que pone, a la sombra, a unos vaqueros que ya han perdido el influjo de antes. La cinta pronto se convierte en un hervidero de retorcimientos psicológicos y muertes trágicas que ponen a prueba a los dos bandos liderados, respectivamente, por Crawford y McCambridge. Sterling Hayden, por su parte, es el forajido, el antiguo amor que, a diferencia del resto, parece haber salido de una película de John Ford -si no fuera porque pretende disfrazarse con una guitarra.

El de Johnny Guitar es un Oeste de interiores luminosos y exteriores nocturnos, donde la ley ha fracasado ante el poder de una mujer tan rica como desposeída de lo que sí tiene la desarraigada Vienna. Espacios abandonados, fugas desesperadas, lirismo sobrecogedor, todo eso hace a una película de la que Ray y Crawford siempre renegaron, pero que conservó, como ninguna de su autor, ese sublime equilibrio entre desgarrados estallidos de color y una angustiante ebullición interior. (En: godard! N° 28, julio 2011)

El gran pez (Big Fish, 2003) de Tim Burton

 

A diferencia de las otras cintas de Burton, el Gran Pez no se instala, de plano, en un mundo fantástico. El filme parte de una realidad normal y mundana, en medio de los últimos días del viejo Edward Bloom (Albert Finney), hombre encantador que no para de relatar, a su familia, historias extraordinarias o exageradas sino literalmente increíbles de su vida. Es entonces que Will (Billy Crudup), el hijo de Edward, frustrado ante la sensación de no conocer realmente a su padre, decide averiguar qué tanto de verdad esconden esos relatos repletos de hechos inverosímiles que siempre oyó de él. Y aquí se encuentra el conflicto central. A Will le cuesta entablar una auténtica comunicación afectiva con su padre. Desconfía de él, de sus largas ausencias, y sus historias que lucen engañosas, cuando no abiertamente mentirosas, de principio a fin. En ese sentido, esta se convertirá en una película de aprendizaje y reconciliación.

A través de una serie de vueltas al pasado, Burton va reconstruyendo la vida de Ed Bloom. Lo original es que los hechos, que se presentan "fantásticamente", no sólo dan cuenta humorística del grado de “subjetivización” a la que llega el personaje al relatar sus historias. También nos hacen ver la cuota de invención con la que constituimos toda realidad, en el sentido de que el espacio y el tiempo dan la impresión de ser “maleables”: están bajo la influencia del estado de percepción del protagonista.

Un ejemplo: el tiempo se congela, literalmente, cuando Ed ve, por primera vez, al amor de su vida (Alison Lohman). De igual modo, vemos, con Bloom, que, a veces, el escenario donde se encuentra se hace peligroso quizá, diríamos, por una predisposición mental y sensorial, o por la forma en la que la memoria ha constituido esa particular experiencia—, lo que se materializa, de nuevo literalmente, cuando los árboles del bosque cobran vida y están a punto de asfixiarlo. Con todas estas secuencias, El gran pez demuestra que la verdad de Ed Bloom se encuentra en su propia forma de experimentar las cosas, y, a la vez, de querer recordarlas. Y es que los sucesos solo pueden cobrar sentido al ser interpretados por la memoria. De esta forma, el protagonista también da, a sus "hazañas", una cualidad enaltecedora, legendaria, indesligable de su más íntima personalidad. 

Finalmente, los hechos “objetivos” no pueden ser conocidos por nadie. Y, diremos con Burton, no tiene mucho sentido buscarlos, si lo que queremos es acercarnos al carácter y la ética de un hombre. Como en su momento hizo con el peor director de la historia del cine, Ed Wood Jr, Burton pretende hacer un retrato de Ed Bloom. El autor de Beetlejuice (1988) no quiere hablar de hombres famosos y exitosos, sino de estos marginales de ambición desmedida, enemigos de las leyes de la razón y el sentido común. Y si los dos "Ed" Wood y Bloom convierten una realidad anodina o irrisoria en un relato asombroso, las películas de Burton pueden verse como un homenaje a la nobleza de esos espíritus desbordados, locos de la sociedad, verdaderos héroes de la modernidad. Y, al igual que en Ed Wood (1994), tenemos una galería de enanos, siameses, gigantes, y freaks de apariencia monstruosa, que forman la comunidad de amigos del Bloom.

Por último, habría que anotar que, a pesar de los colores cálidos y la luz del sol que bañan la película, Burton tampoco ha dejado de lado los claroscuros y el imaginario gótico con que filma a criaturas llenas  de un aire mítico, así como de una melancolía consustancial a la remembranza. La secuencia final no sólo constituye uno de los más bellos momentos de su obra. También reconcilia el pasado con el presente, la leyenda con la realidad, la verdad con la mentira, en fin… se convierte en resumen y recogimiento estético del filme. (versión modificada del texto publicado en Somos, 01 de mayo de 2004)