Mick Haller (Matthew McConaughey) es un abogado de Los Ángeles, y se encarga de los casos criminales más difíciles. El equipo lo completa una limosina con chofer -para aparentar una riqueza que no tiene- y su “investigador” y mejor amigo Frank Levin (William H. Macy). La película se basa en una novela del escritor de culto Michael Connelly, y significa la consolidación del director Brad Furman como uno de los más interesantes artesanos del género. Esto se debe, en primer lugar, a una puesta en escena con poca brillantina y concentrada -como el buen cine negro- en personajes ambiguos que, con cada minuto, van mudando de piel y abriendo caminos insospechados en la trama. Los tribunales se revelan como sistemas algo siniestros. Sin embargo, Furman no recarga las tintas y prefiere los diálogos precisos, el espesor narrativo y lleno de elucubraciones, así como el realismo de retratos cotidianos a partir de primeros planos y una esmerada dirección de actores.
La película termina pareciéndose a una del desaparecido Sidney Lumet -quizá no haya mejor elogio que ese-, hecha de obsesión, ansiedad y desgaste, pero, sobre todo, confeccionando una urdimbre de conflictos morales -el abogado se enfrenta a una encrucijada de la que parece no haber salida- que habla de un eclipse del sistema social y legal. Si bien algunos aspectos funcionan mejor que otros, estamos ante un filme donde palpita la calle y sufren adultos de carne y hueso, sin ningún efectismo de por medio. (versión modificada del texto publicado en Somos 24/09/2011)
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