miércoles, 31 de agosto de 2011

Lejos del cielo (Far from Heaven, 2002) de Todd Haynes


Lejos del cielo consigue lo que, según algunos teóricos, el arte contemporáneo ya no debería buscar: conmover al público. En ese sentido, el cine americano podría  ser visto como una forma de expresión un tanto arcaica, ya que suele contar historias con el propósito de que uno se pueda identificar con los personajes. Precisamente, esta cinta imita -y con gran éxito- una prolija manera de narrar y transmitir sentimientos, un estilo de hacer cine que Hollywood llevó a su cumbre en los años treinta, cuarenta y cincuenta del siglo pasado. 

En efecto; aparentemente, Lejos del cielo pretende ser copia fiel, tanto estilística como temáticamente, de los melodramas de Douglas Sirk (Solo el cielo los sabe, Imitación de la vida). Sin embargo, por su naturaleza marcadamente transgresora y crítica, creemos que el filme, lejos de ser un experimento meramente formal o una imitación paródica, se propone mostrar cómo es que la enriquecida burguesía americana de la época deseaba verse. Desde el punto de vista del director -en 2002-, se trataría de una especie de "utopía" (en este caso, directamente relacionada con la época de bienestar y la  proyección  imaginaria del "sueño americano" que significó la década del cincuenta en EEUU) que vuelve a relucir con la reconstrucción del technicolor y los barrocos escenarios de los estudios donde se filmaban los míticos clásicos del cine que se toman como modelo. Lo interesante es que Lejos del cielo va más allá de la reconstrucción escenográfica o pictórica. La suya es una recreación cinematográfica integral, una que parte del ritmo narrativo, de la forma en que se mueven los actores e interactúan entre sí. 

La historia reúne los usuales temas del género. Cathy (Julianne Moore) es un ama de casa que vive una existencia ejemplar y feliz junto a Frank Whitaker, su "exitoso" marido (Dennis Quaid), y sus dos pequeños hijos. Hasta que un día descubre a su esposo besando a otro hombre. Al principio, los dos intentan superar el "problema" de la homosexualidad, que entonces se consideraba una enfermedad. Pero la creciente distancia que separa al matrimonio hace que Cathy se refugie en la amistad que entabla con un hombre de raza negra, Raymond Deagan (Dennis Haysbert). Al sufrir el rechazo de la sociedad, esta tímida relación sentimental completa el círculo de acontecimientos fatales que asfixian la existencia de Cathy.

Si Lejos del cielo es un melodrama, lo es, también, porque concentra su atención en los sentimientos de la mujer, verdadero interés de un espectáculo refinado hasta el punto de conseguir ese también característico embelesamiento de color –gracias a la fotografía de Edward Lachman-. Sin llegar a subrayarlos, la música de Elmer Bernstein se funde con los momentos que estremecen a la protagonista. Y junto a este seguimiento intimista, está la fascinante disección de la pequeña sociedad de Connecticut. La estancia luminosa que aísla cada vez más a la señora Whitaker descubre una configuración implacable y rígida, donde el racismo es tan inflexible del lado de los blancos como de los negros, donde las miradas acusadoras se multiplican hasta impedir cualquier esperanza.

Melodrama nostálgico pero también moderno, Lejos del cielo subvierte los cánones tradicionales reconstruyendo una cultura a través de una estética (algo que el director ya había hecho con el movimiento glam de los setenta en Velvet Goldmine, 1998) y presentando un doble diagnóstico. Porque no solo se trata del drama de Cathy; sino también del de Frank, su esposo. A fin de cuentas, él es víctima de su propia homosexualidad. Y, si bien la historia de Frank tiene un desarrollo secundario, Haynes la filma con una elegante y subversiva “naturalidad” contemporánea –una de la que habrían hecho gala, si hubieran podido, los mejores realizadores de Hollywood en épocas de censura. (versión modificada del texto publicado en Somos, 26 de junio de 2003)

El planeta de los simios (R)evolución (2011) de Rupert Wyatt


Mucha expectativa había causado esta precuela, destinada, al parecer, a ser una trilogía que anteceda al clásico de 1968 de Franklin J. Schaffner. El peligro mayor que corría era, quizás, el abuso de la manipulación digital y la pirotecnia de efectos especiales, en detrimento de lo que hizo tan cautivante a la película protagonizada por Charlton Heston: el drama “humano” estaba más allá del espectáculo de fantasía y los valores de producción. Pues el director inglés Rupert Wyatt parece haber aportado ese control y dirección artística que permite ver, en el evolucionado simio César, un nuevo Espartaco capaz de comunicar los sufrimientos y las amarguras más humanas que hayamos visto últimamente por parte de criaturas fantásticas. 

Lo mejor de este capítulo inicial es esa extraña “película de aprendizaje” que pone en juego el cuestionamiento de la identidad del primate, y, por supuesto, el “drama carcelario” de César, que sorprende y convence con el inédito trabajo de Andy Serkis -el verdadero actor detrás del rostro dolido y tenaz del héroe. Pero son los detalles y aspectos secundarios los que terminan por redondear la calidad de esta ®evolución: la atmósfera familiar de la casa del Dr. Rodman (James Franco) y su padre (John Lithgow); el tema de la experimentación genética, la crueldad y los riesgos que implica; la “cámara subjetiva” que nos sumerge en la terrible experiencia de César; y la dinámica de encierro y libertad que se estructura de principio a fin, así como de impotencia y rebeldía.(versión modificada del texto publicado en Somos 27/08/2011)

viernes, 26 de agosto de 2011

Días de campo (2004) de Raúl Ruiz


Días de campo es una de esas películas inmensas cuyas resonancias llegan hasta lo más esencial del cine (¿Tarkovski, Buñuel?) y de la literatura (¿Proust, Borges, Rulfo?). Esto se lo debemos a Raúl Ruiz, cineasta chileno que volvió a su patria, después de más de veinte años de carrera en Francia, para ser una de sus obras más sentidas.

Ruiz se inspira muy libremente en una novela de Federico de Gana, quien vivió a fines del siglo XIX y principios del XX. El escritor es, también, el protagonista del filme (interpretado por dos actores: Marcial Edwards y Mario Montilles). Lo vemos desde el inicio, ya anciano, tomando unas copas en un bar de la ciudad, conversando con un amigo. Hasta que, de pronto, la normalidad del relato se subvierte cuando uno de los viejos pregunta, con naturalidad, "¿hace cuánto te enteraste que estabas muerto?".

En Días de campo los personajes, desaparecidos hace muchos años, irrumpen en el presente. Pero para volver al pasado. Y, con ellos, nos deslizamos a la vida cotidiana de otra época: desayunos, paseos, almuerzos, y todo lo que hacía los días de don Federico en su casa de campo, una de esas mansiones típicas de la burguesía aristocrática chilena de principios del siglo XX.

Ruiz hace hablar a los fantasmas a media luz, bañados por un claroscuro que los pone en el centro de un pozo, el pozo del tiempo. En esa especie de limbo, los personajes parecen extraviados, y se encuentran con ellos mismos, con sus recuerdos y sus diálogos característicos. Escuchamos sus coloquios como si fueran un simulacro absurdo, una repetición que tiene de homenaje y de retorno a un ritual olvidado. Los vemos hablar como si hablaran a nadie, sin mirar a quien tienen al frente. Todo es como un eco distorsionado de lo que ya pasó.

Así se hace este irrisorio teatro de espectros, cuyos parlamentos giran alrededor de los diversos acontecimientos que tuvieron lugar en la casona decimonónica: los mitos, los relatos de crímenes misteriosos, las actitudes señoriales y serviles. Y, todo, filmado con una luz mortecina, o con el misterioso brillo que da cuenta de una proyección imaginaria que viene del pasado.

Pero el secreto del filme, su corazón, es una verdad íntima, una filiación quizá más poderosa que cualquier otra. Se trata del lugar que ocupa  doña Paulita (Bélgica Castro) en la casa y en la vida del escritor. Ella, la cocinera y eterna guardiana del hogar, se convierte en una auténtica madre para Federico; ella es el espíritu que identifica a esos días de campo, es la verdadera luz de los años pasados.

Por último, habría que hablar de cómo diferentes tiempos se dan cita, en la misma estancia, a través de la aparición de diversos fantasmas. Porque los espectros surgen y desaparecen en medio de ciertos planos, o “cuadros”, que podemos identificar al interior del plano general; los personajes están separados por umbrales, sombras, recortes del espacio y encuadres dentro de otros encuadres. Es como si los espectros llevaran al tiempo en sus cuerpos y lo hacieran sensible en el plano: el tiempo mismo se materializa, como el tic tac de un reloj, en esa gotera persistente que cae en todas las habitaciones, en todas las fotografías, para recobrar y distorsionar toda la memoria, todos los recuerdos. Como si fuera un sueño eterno, dulce y brutal a la vez.  (versión modificada del texto publicado en Somos, 26 de agosto de 2006)

jueves, 25 de agosto de 2011

Super 8 (2011) de J.J. Abrams


Si bien financiada por el cineasta al que Abrams rinde homenaje (Steven Spielberg), Super 8 no es, para nada, una copia desafortunada de sus modelos. Al contrario, la historia de esta banda de chicos que juegan a hacer cine de zombies y se topan con un caso de dimensiones apocalípticas es, también, una visión algo más crepuscular de la niñez. La camaradería entre el grupo, la sensibilidad frágil y romántica de Joel Courtney y Elle Fanning son, deliberadamente, de otra época, como también lo es el cine negro de los años cuarenta, y a la serie B de horror de George Romero –referentes principales de esa película amateur que filman los muchachos, y que termina estrellándose con la aparición del peligro. A la vez, la paranoia de la guerra fría, la distancia entre el mundo de los niños y el de los adultos, cobran una relevancia sutil.

Muchos han criticado la omisión de visibilidad de aquello que amenaza al tranquilo suburbio americano. Pero esa es la razón de ser del filme: la invocación del asombro frente a lo desconocido, algo que tiene tanto de fascinación como de perturbación por lo que atenta contra la realidad y la seguridad. Con Super 8, el asombro y lo fantástico vuelve a tener un influjo sobre familias disfuncionales, primeros romances, y la certeza de un control estatal ominoso. Aunque, como ocurrió con muchas películas de los ochenta, es probable que la hondura del cine como aventura, fabulación, ilusión -y ahora, cinefilia- sea subestimado de nuevo. (versión modificada del texto publicado en Somos 20/08/2011)

martes, 9 de agosto de 2011

La espera (2002) de Aldo Garay


Las primeras imágenes presentan las paredes herrumbrosas de una antigua quinta de los suburbios. Este escenario, representativo de la Latinoamérica más tradicional y subdesarrollada -esa que está de cara a la precariedad y el olvido- es uno de los protagonistas del filme. Al interior del vecindario, la joven Silvia (Verónica Perrota) está entregada hace muchos años al cuidado de su madre (Elena Zuasti), anciana en exceso demandante que pasa sus días postrada en cama. Finalmente, otro inquilino, un hombre mayor y solitario (Walter Reyna), es la tercera pieza clave de la historia.

Más allá de los avances de la intriga -la joven recibe unas cartas de amor anónimas-, de inmediato nos damos cuenta que estamos ante una peculiar experiencia sensorial. La Espera convoca un estado de trance hipnótico, gracias al ritmo monótono y pausado del montaje, planos abiertos de duración larga, y una cámara inmóvil. Todo esto consigue diluir la poca acción física que hay. El espacio es aprisionante; el tiempo, estático y suspendido. También hay que mencionar el uso del sonido, con los diálogos en voz baja. Finalmente, la textura del video digital -como soporte original- hace que los contornos de los objetos tiengan una definición más borrosa, y que las imágenes al interior del encuadre se hagan más etéreas y fantasmagóricas, en favor de ese estado general de inercia y a medio camino del ensueño.

Todo sirve para expresar un hecho: Silvia ha perdido su vida. Así, la veamos en la calle, o en una fiesta, permanece dentro de ese limbo donde reina la inacción y la muerte, en una dimensión donde todo es distante, pesado. Ella va a trabajar pero está ida, ausente, atrapada por la dependencia tortuosa con su progenitora, que va desde la costumbre de limpiar sus heces, hasta los chantajes y reproches que tiene que soportar. Se podría decir que el alma de la muchacha, su mente, están poseídos por un mundo espectral y mortuorio: el del maltrecho vecindario que encierra el cuerpo de la madre moribunda. Por eso, no es casual que la puesta en escena se conciba a partir de la correspondencia esencial entre el vetusto caserío y ese cuerpo inválido en el que Garay deja ver, con toda su crudeza, las marcas de la podedumbre.


Pero si el verdadero protagonista de La Espera es la antigua quinta, no sólo se debe a que impone un propio espacio y tiempo, sino a que existe un tercer personaje que poco a poco va a adquiriendo mayor importancia: el vecino que suele ayudar en el cuidado de la anciana. A pesar de que Silvia todavía tiene lucidez como para intentar huir de su condena, deberá enfrentarse a los terribles designios que se establecen -sin que ella se dé cuenta- al interior del recinto: esos dominios de sombras y pasiones ocultas son la trastienda de un sorprendente juego de comportamientos fingidos a la luz del día.

La Espera no sólo es un ejemplo de cine puro que remite a un estilo muy riguroso y exigente. También es un trabajo impecable en cuanto al aprovechamiento de pocos medios y el uso del video. Quizá se podrían alzar opiniones encontradas en cuanto a la banda sonora, cuyas intervenciones pretenderían crear tensión en una película que no necesita precisamente eso. Pero, como primer largometraje de ficción, sin duda estamos ante un director de primera, y ante un filme logrado de principio a fin. (versión modificada del texto publicado en Somos, 06 de marzo de 2004)

viernes, 5 de agosto de 2011

La traición (The Yards, 1999) de James Gray


No podría hablar de La traición sin referirme primero a la mitología que la respalda: El padrino (1972) y Buenos muchachos (1990), por ejemplo, pueden ser influencias imprescindibles a primera vista. Pero la dinámica afiebrada y sobresaltada de estas magistrales sagas dedicadas a la mafia no se corresponden con la taciturna ansiedad que anima la película de Gray.

Pareciera que James Gray le ha dado la espalda a la tendencia cinematográfica norteamericana, y ha hecho un cine de otro tiempo, de una densidad agobiante que bebe de estilos impensables en esta época. En ese sentido, Nido de ratas (1954), de Elia Kazan, es la mayor inspiración de La traición ya desde la naturaleza de la historia: un joven de la clase trabajadora debe sufrir el costo de su incorporación a la mafia gangsteril que anida en su familia, hasta tener que llegar a enfrentarla en una especie de redención personal.

La observación muda que caracteriza el reingreso de Leo Handler (Mark Wahlberg) a la sociedad, se constituye, desde el principio, en el punto de vista por el que se filtra la realidad; mirada que también aporta una perspectiva crítica y desconfiada propia de un joven ex presidiario que ha regresado por una nueva oportunidad, pero que ya ha perdido la inocencia.

La manera de descubrir un universo que ha dejado de ser íntimo va de la mano con un sentimiento de no pertenencia. Así se instaura una sensación de extrañamiento que se hace patente, ejemplarmente, en la fiesta de bienvenida: la imposibilidad de integración de Leo se conduce con la melancolía que baña un cuadro familiar oscuro, resquebrajado y ruinoso, donde la alegría no es más que un modo de aparentar un estado de cosas ausente.

Lejos de esquematizaciones maniqueas, los personajes se encuentran atormentados ante la imposibilidad de escoger; tienen que tomar una decisión equivocada, o injusta, que se resume en no hacer nada, o, simplemente, en dejarse llevar. Así, Leo se deja convencer, por su amigo Willie (Joaquin Phoenix), para trabajar en la red de corrupción que sustenta el éxito del negocio familiar --se podría decir que es el entorno afectivo más inmediato el que lo jalona por este camino. De esa manera, puede redimirse ante su madre, al adquirir un estatus que, de otro modo, no podría tener. Esa es también la única posibilidad que tenía para poder escapar del anonimato en el que se encontraba.

Sin embargo, así como Leo no puede rechazar esta oferta delictiva, tampoco puede participar, de forma efectiva, en las acciones de sabotaje que le tocaba realizar, y, menos aún, cometer un crimen que solucione el problema que creó. Leo está condenado a ser sólo un observador, un espectador “fascinado” ante ese mundo ajeno y siniestro que promete darle lo que quiere, pero que lo paraliza. Y tiene que pagar un precio por eso. Por otro lado, los otros personajes solo pueden dejarse comandar por las leyes del hampa a la que pertenecen. Es así que, con el mismo enfoque,  vemos al capo de la mafia --interpretado por James Caan--, o a su fiel subalterno --interpretado por Phoenix--, ser víctimas de la misma impotencia que caracteriza un silencio con el que condenan, cada uno, a su sobrino o amigo, respectivamente.


El de Gray es un cine de la fatalidad. Todos los personajes de La traición tienen un destino trágico. Pero lo importante es que se trata de una película que puede hacer ver cómo, detrás de la inexorabilidad de los catastróficos acontecimientos, se encuentra un mecanismo social oscuro y enfermo, dirigiendo vidas que sólo pueden responder con un estado agónico de inercia. Es precisamente esa tensión, o turbación interior --que pone a los personajes frente a un conflicto moral ante el cual no pueden responder--, lo que privilegia la puesta en escena, siempre desde la profundidad de unos primeros planos que absorben el más leve gesto de Phoenix, Caan, Ellen Burstyn, Faye Dunaway, y, sobre todo, la apesadumbrada impasibilidad de Mark Wahlberg. De esta forma, el verdadero espectáculo del filme es un concierto de conversaciones y miradas subrepticias, donde se revelan o esconden las pasiones que moverán los hilos del destino.

Desde el punto de vista del estilo, la de Gray es una imagen dilatada, y a su vez sacudida por ráfagas de oscuridad o sombras que mantienen, crepitante, una sensación de incertidumbre. Por ejemplo, está la escena de la terminal del metro en la que Leo ve, como un destello distante, el crimen que está cometiendo Willie; o la escena del hospital en la que es obligado, sin éxito, a cometer un asesinato. Estamos ante una poética cinematográfica donde la carga dramática se concentra en el descubrimiento o la tensión de la mirada. Por otro lado, una letárgica síntesis narrativa nos distancia de la acción física. Con esos largos alejamientos o acercamientos aéreos de la cámara, un efecto nostálgico hace aún más pronunciada esa atmósfera de pérdida, de lánguida tristeza que hace de todo tiempo y espacio, en La traición, una pertenencia del pasado.

En efecto, toda la testificación que hace finalmente Leo para acusar ante la justicia a la red de corrupción que ligaba a las autoridades, a la policía y a la mafia, está contada por su voz en off --a través de un rápido repaso que sólo sirve para acabar con una farsa de la que ya no se quiere ser parte. A diferencia de Nido de ratas, donde el final se propone como el arribo a una gloriosa redención, en La traición el héroe termina como empezó, en la vía de la exclusión y de la soledad absoluta, caminos que sólo pueden acentuarse luego del fracasado intento por integrarse a un sistema, y a una familia, que ya no serán más una nueva ilusión. (Versión modificada del texto publicado en godard! N° 2, setiembre de 2001)

jueves, 4 de agosto de 2011

Festival de Lima 2011: El casamiento

A continuación un breve comentario sobre algunas películas del Festival de Cine de Lima. Las tres cintas (El casamiento, Un mundo misterioso, La vida útil) a las que les dedicamos unas líneas fueron presentadas previamente en el BAFICI 2011 (nuestra crónica completa del BAFICI en godard! N° 28).

 


El casamiento (Aldo Garay, 2011)

El Casamiento confirma al uruguayo Aldo Garay como uno de los mejores cineastas latinoamericanos de hoy. Esta es la crónica de Ignacio, anciano menesteroso de las afueras de Montevideo, quien está a punto de contraer matrimonio con la pareja con la que ha convivido por veinte años -Julia Brian, antiguo travesti que oficializó su cambio de género mucho antes de conocer a Ignacio- . El director de La espera (2002) devuelve a la escritura documental una gran capacidad de calidez y lirismo sin trampas. Lejos de toda moda contemplativa, o de todo gesto exhibicionista, Garay hace a sus personajes con una penetración muda y calma en un entorno, un clima, un hogar, unos cuerpos y andares que hacen los días de los novios. No hay ánimo de reivindicación ni escándalo, solo respeto y observación de una felicidad hecha de a dos, una humanidad frágil donde el sentido de vivir está en el cuidado del otro: el plano de los ancianos durmiendo basta por sí solo para expresar el secreto del filme.

Festival de Lima 2011: Un mundo misterioso (2010) de Rodrigo Moreno

 

Proyecto hermético aunque fascinante a su manera: Un mundo misterioso (2010), de Rodrigo Moreno (El custodio, 2006) es una apropiación personal de la escritura de Antonioni, por parte de un director que ya había dado muestras de su afán de exploración de las debilidades existenciales que sustentan las vidas contemporáneas. Su protagonista, esta vez, es un alter-ego (Esteban Bibliardi) que un día es “terminado” por su novia. Este punto de partida nos lleva a una poética del devenir y el absurdo, muy en la órbita de Blow Up (1966), por ejemplo, aunque sin probables crímenes que puedan proveer de una dimensión más compleja a la cinta. El reparo que quizá pueda hacérsele a esta hipnótica odisea -donde las tramas se insinúan y se desmadejan con la misma fuerza temporal con la que se tensan los planos- es que la aparente pasividad o desinterés del personaje puede ser una excusa para un viaje que está al borde del ejercicio de estilo. Sin embargo, estamos seguros que este extraño paseo -con mucho de onírico e incisivo en su aparente vaciamiento- está destinado a permanecer y ser redescubierto.

Festival de Lima 2011: La vida útil (2010) de Federico Veiroj


Aún recuerdo la expectativa que nos causó la muy elogiosa presentación que le hizo el director del último Festival de Cine Independiente de Buenos Aires, Sergio Wolf, esperanza que no pudo ser respaldada por la historia del crítico Jorge Jellinek -quien se llevó el premio a mejor actor. A pesar de una primera parte interesante -por sobria y llena de latencias-, la cinta naufraga al caer en la tentación de apelar a un sentimentalismo cinéfilo bastante obvio y complaciente. Jellinek, haciendo de sí mismo, se rebela ante la toma de su Cineteca, se sale de la película “seria”, y cumple con una escapada de fantasía que amalgama referencias al western, los Godards de los sesentas, los musicales clásicos de Kelly o Astaire, y un listado de evocaciones (que van del cine mudo hasta el expresionismo alemán) que provocarán, en  un cierto sector de la crítica, extasiadas decodificaciones históricas -tan eruditas como banales y efectistas-. Todo termina entonces en un juego de estilo, un infantilismo “esnob” en el que algunos creen ver cierta poesía menor o alguna deslumbrante complicidad metafílmica. En lo que respecta a nosotros, en esta segunda parte solo pudimos descifrar una forzada suma de secuencias -tan calculadas como unidimensionales en su epidérmica complacencia culterana.

El viaje de Chihiro (Hayao Miyazaki, 2001)


El filme empieza cuando una familia se pierde en un paraje desconocido, rumbo a una mudanza. Una de las claves de la cinta está aquí, ya que Miyazaki contrasta la visión de Chihiro la niña protagonista con la  de sus padres. Ella tiene una percepción aguda del entorno: siente miedo y fascinación ante el silbido del viento o la mirada de las estatuas que encuentra en el camino. A través de estos mínimos detalles y un tiempo dilatado, Miyazaki logra sugerir que esos campos y ese pueblo deshabitado guardan una vida secreta. Ahora bien, si Chihiro se asusta ante esos inescrutables paisajes, no sucede lo mismo con los padres, quienes muy seguros y pragmáticos no dudan en devorar un banquete encontrado en una de las tiendas del lugar. Con el crepúsculo, aparece un muchacho que le advierte a la niña sobre el peligro de quedarse. Pero es demasiado tarde, y, al volver, descubre a sus progenitores convertidos en cerdos que van a servir de alimento a los dioses.

En este punto nos encontramos ya en un universo mágico, irreal. Comienza el dominio de innumerables y multiformes fantasmas que, luego, comprendemos son los espíritus o divinidades de la naturaleza. Al romper con el “realismo”, Miyasaki nos deslumbra con una amalgama de técnicas de animación (desde la ilustración de estilo impresionista, hasta el juego con la profundidad de campo). Pero aún más admirable es la maestría de su dibujo, o la sensación que deja el contraste de los variados y bizarros aspectos de sus criaturas. Estamos ante una insólita mixtura de seres raros, hechos para evocar un sueño camaleónico que no sabemos, con precisión, si es amigable u hostil.

Gracias a las reglas que impone el surrealismo de Miyazaki, los  fantasmas más enormes e imponentes esconden una bondad que se deja ver lentamente. Otros personajes, como Sin Cara, también demoran en conocerse, mutan constantemente. Tenemos por ejemplo a Haku, el fantasma con forma de un joven que protege a Chihiro y le indica los pasos que tiene que dar para romper el hechizo que condenó a sus padres. Cuando aparece como un dragón celeste, su agresivo aspecto termina siendo conmovedor, ya que, paradójicamente, nos damos cuenta que cobija a un espíritu noble y sacrificado. Para Miyazaki, la ternura es inmanente a las formas amenazantes y salvajes, así como lo grotesco puede revestir caracteres dulces y amables.

Por otro lado, hay un lado simbólico en esa –otracomunidad empresarial de codiciosos espectros en la que está atrapada Chihiro. Organizados en torno a la marcha de un negocio, pueden ser vistos como dioses malignos, mientras que Zeniba sabia representante del Bien vive aislada en una cabaña del bosque. La película de Miyazaki es, a fin de cuentas, una especie de evocación nostálgica, o reclamo por la pérdida de la memoria. Una delirante odisea que enseña a recuperar una sensibilidad casi extinta: la que atiende a un universo mítico, encantado, animado, esa donde es posible una relación íntima con el entorno natural. (versión mosificada del texto publicado en Somos, 10/01/2004)