El filme empieza cuando una familia se pierde en un paraje desconocido, rumbo a una mudanza. Una de las claves de la cinta está aquí, ya que Miyazaki contrasta la visión de Chihiro –la niña protagonista– con la de sus padres. Ella tiene una percepción aguda del entorno: siente miedo y fascinación ante el silbido del viento o la mirada de las estatuas que encuentra en el camino. A través de estos mínimos detalles y un tiempo dilatado, Miyazaki logra sugerir que esos campos y ese pueblo deshabitado guardan una vida secreta. Ahora bien, si Chihiro se asusta ante esos inescrutables paisajes, no sucede lo mismo con los padres, quienes muy seguros y pragmáticos no dudan en devorar un banquete encontrado en una de las tiendas del lugar. Con el crepúsculo, aparece un muchacho que le advierte a la niña sobre el peligro de quedarse. Pero es demasiado tarde, y, al volver, descubre a sus progenitores convertidos en cerdos que van a servir de alimento a los dioses.
En este punto nos encontramos ya en un universo mágico, irreal. Comienza el dominio de innumerables y multiformes fantasmas que, luego, comprendemos son los espíritus o divinidades de la naturaleza. Al romper con el “realismo”, Miyasaki nos deslumbra con una amalgama de técnicas de animación (desde la ilustración de estilo impresionista, hasta el juego con la profundidad de campo). Pero aún más admirable es la maestría de su dibujo, o la sensación que deja el contraste de los variados y bizarros aspectos de sus criaturas. Estamos ante una insólita mixtura de seres raros, hechos para evocar un sueño camaleónico que no sabemos, con precisión, si es amigable u hostil.
Gracias a las reglas que impone el surrealismo de Miyazaki, los fantasmas más enormes e imponentes esconden una bondad que se deja ver lentamente. Otros personajes, como Sin Cara, también demoran en conocerse, mutan constantemente. Tenemos por ejemplo a Haku, el fantasma con forma de un joven que protege a Chihiro y le indica los pasos que tiene que dar para romper el hechizo que condenó a sus padres. Cuando aparece como un dragón celeste, su agresivo aspecto termina siendo conmovedor, ya que, paradójicamente, nos damos cuenta que cobija a un espíritu noble y sacrificado. Para Miyazaki, la ternura es inmanente a las formas amenazantes y salvajes, así como lo grotesco puede revestir caracteres dulces y amables.
Por otro lado, hay un lado simbólico en esa –otra– comunidad empresarial de codiciosos espectros en la que está atrapada Chihiro. Organizados en torno a la marcha de un negocio, pueden ser vistos como dioses malignos, mientras que Zeniba –sabia representante del Bien– vive aislada en una cabaña del bosque. La película de Miyazaki es, a fin de cuentas, una especie de evocación nostálgica, o reclamo por la pérdida de la memoria. Una delirante odisea que enseña a recuperar una sensibilidad casi extinta: la que atiende a un universo mítico, encantado, animado, esa donde es posible una relación íntima con el entorno natural. (versión mosificada del texto publicado en Somos, 10/01/2004)
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