miércoles, 31 de agosto de 2011

Lejos del cielo (Far from Heaven, 2002) de Todd Haynes


Lejos del cielo consigue lo que, según algunos teóricos, el arte contemporáneo ya no debería buscar: conmover al público. En ese sentido, el cine americano podría  ser visto como una forma de expresión un tanto arcaica, ya que suele contar historias con el propósito de que uno se pueda identificar con los personajes. Precisamente, esta cinta imita -y con gran éxito- una prolija manera de narrar y transmitir sentimientos, un estilo de hacer cine que Hollywood llevó a su cumbre en los años treinta, cuarenta y cincuenta del siglo pasado. 

En efecto; aparentemente, Lejos del cielo pretende ser copia fiel, tanto estilística como temáticamente, de los melodramas de Douglas Sirk (Solo el cielo los sabe, Imitación de la vida). Sin embargo, por su naturaleza marcadamente transgresora y crítica, creemos que el filme, lejos de ser un experimento meramente formal o una imitación paródica, se propone mostrar cómo es que la enriquecida burguesía americana de la época deseaba verse. Desde el punto de vista del director -en 2002-, se trataría de una especie de "utopía" (en este caso, directamente relacionada con la época de bienestar y la  proyección  imaginaria del "sueño americano" que significó la década del cincuenta en EEUU) que vuelve a relucir con la reconstrucción del technicolor y los barrocos escenarios de los estudios donde se filmaban los míticos clásicos del cine que se toman como modelo. Lo interesante es que Lejos del cielo va más allá de la reconstrucción escenográfica o pictórica. La suya es una recreación cinematográfica integral, una que parte del ritmo narrativo, de la forma en que se mueven los actores e interactúan entre sí. 

La historia reúne los usuales temas del género. Cathy (Julianne Moore) es un ama de casa que vive una existencia ejemplar y feliz junto a Frank Whitaker, su "exitoso" marido (Dennis Quaid), y sus dos pequeños hijos. Hasta que un día descubre a su esposo besando a otro hombre. Al principio, los dos intentan superar el "problema" de la homosexualidad, que entonces se consideraba una enfermedad. Pero la creciente distancia que separa al matrimonio hace que Cathy se refugie en la amistad que entabla con un hombre de raza negra, Raymond Deagan (Dennis Haysbert). Al sufrir el rechazo de la sociedad, esta tímida relación sentimental completa el círculo de acontecimientos fatales que asfixian la existencia de Cathy.

Si Lejos del cielo es un melodrama, lo es, también, porque concentra su atención en los sentimientos de la mujer, verdadero interés de un espectáculo refinado hasta el punto de conseguir ese también característico embelesamiento de color –gracias a la fotografía de Edward Lachman-. Sin llegar a subrayarlos, la música de Elmer Bernstein se funde con los momentos que estremecen a la protagonista. Y junto a este seguimiento intimista, está la fascinante disección de la pequeña sociedad de Connecticut. La estancia luminosa que aísla cada vez más a la señora Whitaker descubre una configuración implacable y rígida, donde el racismo es tan inflexible del lado de los blancos como de los negros, donde las miradas acusadoras se multiplican hasta impedir cualquier esperanza.

Melodrama nostálgico pero también moderno, Lejos del cielo subvierte los cánones tradicionales reconstruyendo una cultura a través de una estética (algo que el director ya había hecho con el movimiento glam de los setenta en Velvet Goldmine, 1998) y presentando un doble diagnóstico. Porque no solo se trata del drama de Cathy; sino también del de Frank, su esposo. A fin de cuentas, él es víctima de su propia homosexualidad. Y, si bien la historia de Frank tiene un desarrollo secundario, Haynes la filma con una elegante y subversiva “naturalidad” contemporánea –una de la que habrían hecho gala, si hubieran podido, los mejores realizadores de Hollywood en épocas de censura. (versión modificada del texto publicado en Somos, 26 de junio de 2003)

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