Días de campo es una de esas películas inmensas cuyas resonancias llegan hasta lo más esencial del cine (¿Tarkovski, Buñuel?) y de la literatura (¿Proust, Borges, Rulfo?). Esto se lo debemos a Raúl Ruiz, cineasta chileno que volvió a su patria, después de más de veinte años de carrera en Francia, para ser una de sus obras más sentidas.
Ruiz se inspira muy libremente en una novela de Federico de Gana, quien vivió a fines del siglo XIX y principios del XX. El escritor es, también, el protagonista del filme (interpretado por dos actores: Marcial Edwards y Mario Montilles). Lo vemos desde el inicio, ya anciano, tomando unas copas en un bar de la ciudad, conversando con un amigo. Hasta que, de pronto, la normalidad del relato se subvierte cuando uno de los viejos pregunta, con naturalidad, "¿hace cuánto te enteraste que estabas muerto?".
En Días de campo los personajes, desaparecidos hace muchos años, irrumpen en el presente. Pero para volver al pasado. Y, con ellos, nos deslizamos a la vida cotidiana de otra época: desayunos, paseos, almuerzos, y todo lo que hacía los días de don Federico en su casa de campo, una de esas mansiones típicas de la burguesía aristocrática chilena de principios del siglo XX.
Ruiz hace hablar a los fantasmas a media luz, bañados por un claroscuro que los pone en el centro de un pozo, el pozo del tiempo. En esa especie de limbo, los personajes parecen extraviados, y se encuentran con ellos mismos, con sus recuerdos y sus diálogos característicos. Escuchamos sus coloquios como si fueran un simulacro absurdo, una repetición que tiene de homenaje y de retorno a un ritual olvidado. Los vemos hablar como si hablaran a nadie, sin mirar a quien tienen al frente. Todo es como un eco distorsionado de lo que ya pasó.
Así se hace este irrisorio teatro de espectros, cuyos parlamentos giran alrededor de los diversos acontecimientos que tuvieron lugar en la casona decimonónica: los mitos, los relatos de crímenes misteriosos, las actitudes señoriales y serviles. Y, todo, filmado con una luz mortecina, o con el misterioso brillo que da cuenta de una proyección imaginaria que viene del pasado.
Pero el secreto del filme, su corazón, es una verdad íntima, una filiación quizá más poderosa que cualquier otra. Se trata del lugar que ocupa doña Paulita (Bélgica Castro) en la casa y en la vida del escritor. Ella, la cocinera y eterna guardiana del hogar, se convierte en una auténtica madre para Federico; ella es el espíritu que identifica a esos días de campo, es la verdadera luz de los años pasados.
Por último, habría que hablar de cómo diferentes tiempos se dan cita, en la misma estancia, a través de la aparición de diversos fantasmas. Porque los espectros surgen y desaparecen en medio de ciertos planos, o “cuadros”, que podemos identificar al interior del plano general; los personajes están separados por umbrales, sombras, recortes del espacio y encuadres dentro de otros encuadres. Es como si los espectros llevaran al tiempo en sus cuerpos y lo hacieran sensible en el plano: el tiempo mismo se materializa, como el tic tac de un reloj, en esa gotera persistente que cae en todas las habitaciones, en todas las fotografías, para recobrar y distorsionar toda la memoria, todos los recuerdos. Como si fuera un sueño eterno, dulce y brutal a la vez. (versión modificada del texto publicado en Somos, 26 de agosto de 2006)
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