Si bien financiada por el cineasta al que Abrams rinde homenaje (Steven Spielberg), Super 8 no es, para nada, una copia desafortunada de sus modelos. Al contrario, la historia de esta banda de chicos que juegan a hacer cine de zombies y se topan con un caso de dimensiones apocalípticas es, también, una visión algo más crepuscular de la niñez. La camaradería entre el grupo, la sensibilidad frágil y romántica de Joel Courtney y Elle Fanning son, deliberadamente, de otra época, como también lo es el cine negro de los años cuarenta, y a la serie B de horror de George Romero –referentes principales de esa película amateur que filman los muchachos, y que termina estrellándose con la aparición del peligro. A la vez, la paranoia de la guerra fría, la distancia entre el mundo de los niños y el de los adultos, cobran una relevancia sutil.
Muchos han criticado la omisión de visibilidad de aquello que amenaza al tranquilo suburbio americano. Pero esa es la razón de ser del filme: la invocación del asombro frente a lo desconocido, algo que tiene tanto de fascinación como de perturbación por lo que atenta contra la realidad y la seguridad. Con Super 8, el asombro y lo fantástico vuelve a tener un influjo sobre familias disfuncionales, primeros romances, y la certeza de un control estatal ominoso. Aunque, como ocurrió con muchas películas de los ochenta, es probable que la hondura del cine como aventura, fabulación, ilusión -y ahora, cinefilia- sea subestimado de nuevo. (versión modificada del texto publicado en Somos 20/08/2011)
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