viernes, 29 de abril de 2011

Dos hombres contra el Oeste (Wild Rovers, 1971) de Blake Edwards

 
La pandilla salvaje (1969), y Dos hombres contra el oeste -estrenada dos años después-, son películas muy diferentes. Quizá no hayan directores más diferentes que Peckinpah y Edwards. Mientras uno dinamitaba el género con un realismo salvaje, el otro volvía a avistar, sin ostentación alguna, esas superficies rojas y no exentas de belleza del Monument Valley -aunque ya se veían demasiado lejos, demasiado teñidas por la luz turbia de un intenso atardecer. Y es que algo más profundo comunicaba a los dos filmes. Algo que quizá sabía William Holden, actor que encarnó a los perdedores más elegantes del cine americano -quizá nos quedemos con el Hal Carter de Picnic (1955)-, el que fue testigo de los ocasos más soberbios de Hollywood, desde el de Gloria Swanson en Sunset Bulevard (1950), hasta el de Fedora (1978), desde el de La pandilla salvaje, hasta el de Dos hombres contra el Oeste.

Aquí, Holden es Ross Bodine, viejo cowboy que trabaja en el rancho de Walter Buckman (Karl Malden), junto al joven Frank Post (Ryan O’Neal), que se suma a las labores. Harto de una existencia dura y poco prometedora -sus vidas no valen mucho, y están en permanente peligro debido a la acechanza de los cuatreros-, el impulsivo Frank propone, a su compañero de trabajo, robar el banco del pueblo, y tener una vida feliz en México. Así se establece el camino de un western tanto más crepuscular y moderno cuanto que ha trocado a los hombres rudos por antihéroes algo torpes, por una pareja más cómica que mítica, por un vaquero pacífico que busca una última oportunidad, y un muchacho que se resiste a abandonar el cachorro encontrado en la casa del banquero secuestrado (James Olson).

Hay algo de fronterizo en el muchacho impulsivo, y hay algo de desencantado en el Bodine de Holden. Pero ambos han comprendido que más vale emprender una audacia que resignarse a una vida miserable. Esta es una última fechoría, un robo de jubilación, como el de la pandilla de Peckinpah. En efecto: los colonos de antaño son la clase trabajadora de hoy. Ya no es posible el sueño americano. Sin embargo, lo épico se convierte, con Edwards, en una crónica delirante y agridulce. Su tersura melancólica envuelve hasta la violencia más improbable e irrisoria: recordemos ese ataque de un leopardo en medio del fragor del robo. La secuencia -en cámaras lenta- de caza de un caballo salvaje, y su posterior educación, con Ryan O’Neal dando brincos detrás del viejo domador, es una de las más líricas del Oeste, uno de esos momentos de alegría compartida que anteceden a la muerte, y que la cámara de Edwards valoraba como ningún otro. (En Godard! N° 27, marzo 2011)

jueves, 28 de abril de 2011

El fin de los tiempos (The Happening, 2008) de M. Night Shyamalan


Algo pasa con el mundo. No es casualidad que mientras más calentamiento global y más desabastecimiento de alimentos, las películas  apocalípticas proliferen  fecundas en cartelera. El interés por estas producciones lleva bastantes años, y ha hecho que Hollywood brinde títulos tan estimables como Exterminio (Danny Boyle, 2002), Soy leyenda (Francis Lawrence, 2007), El diario de los muertos (George Romero, 2007), e incluso otros más anecdóticos pero no menos sintomáticos como Cloverfield (Matt Reeves, 2008) o El día después de mañana (Roland Emmerich, 2004).

Pues bien, ahora le toca el turno a M. Night Shyamalan (autor de El sexto sentido, 1999, y otras populares cintas como Señales, 2002), justo cuando su carrera  pasaba por un mal momento -luego del fracaso de La dama en el agua, 2006-. El argumento es sencillo: un extraño síndrome ataca a los habitantes de América, cuando dan un paseo por los parques de sus ciudades. Al parecer, los paseantes entran en estado de desorientación. Víctimas de lo se conjetura es una “neurotoxina”,  pierden su instinto natural de sobrevivencia, y cometen una especie de suicidio colectivo. Este fenómeno empieza a repetirse cada vez más, mientras la pareja protagonista (Mark Wahlberg y Zooey Deschanel) huye de la zona de desastre.

Desde un principio, es evidente que no estamos ante un fastuoso despliegue de efectos especiales. Shyamalan se enfrentaba a un presupuesto ajustado y se veía obligado a demostrar lo buen cineasta que  puede ser con pocos medios y bastante imaginación. Y es así que su estilo límpido –deudor de Hitchcock y Spielberg- se detiene a filmar árboles y bosques bañados por el paso de un viento suave pero persistente, mientras la música de James Newton Howard, su habitual colaborador, aporta una sutil cuota de ansiedad.


El fin de los tiempos no es una película de horror. Menos de acción. Los mecanismos del suspenso y las “sorprendentes” vueltas de tuerca se dejan de lado para favorecer un cine más próximo a la contemplación, a los afectos, y la evaluación de los vínculos humanos que surgen frente a la desesperación y la orfandad. Lejos de mostrar solidaridad y unión ante el desastre, abundan escenas, algunas muy duras, en las que Wahlberg se enfrenta a la indiferencia y la locura de los demás -como esos hombres que no temen disparar al más indefenso para rechazar todo contacto humano, y una solitaria anciana que resulta ser aún más atemorizante en su mezcla de amabilidad y desquiciamiento-.

Nada en el filme resulta caprichoso o hecho al desgaire. Sus imágenes son realmente fascinantes. Sobre todo, porque aquello que parece exterminar a los hombres se propaga, por el espacio, de una forma totalmente invisible. Solo podemos ver la brisa que hace mover las frondosas y verdes copas de los árboles, o la ondulante hierba de los bosques. La belleza natural se vuelve entonces creadora de un fenómeno que devuelve, a la vida, ese misterio tan suyo que, por lo general, estamos obstinados a no ver. ¿Qué hay que ver en la imagen? Pues la misma transparencia, así como el viento o el movimiento de las plantas, verdaderos protagonistas de este bello filme donde el amor de la pareja luce tan “infantil” como el asombro que late en cada toma.(versión corregida del texto publicado en Somos 21/06/2008)

miércoles, 27 de abril de 2011

Bafici 2011: Attenberg (Tsangari) y Mercado de futuros (Álvarez)

Terminamos nuestro adelanto sobre el Bafici 2011 con la continuación del  repaso -iniciado con el comentario de Tilva Ros y Las marimbas del infierno- de algunas de las películas que formaron parte de la competencia internacional en la última edición del festival. La ganadora fue el documental Qu’ils reposent en revolte (des figures des guerres), de Sylvain George (2010), un abordaje de la inmigración ilegal en Francia. La crónica completa del Festival aparecerá en la próxima edición de la revista Godard!

Attenberg (Athina Rachel Tsangari, 2010)

Interesante exploración de tres personajes no sabemos si extraños, desadaptados, díscolos o excéntricos: un padre y su joven hija, más la amiga de esta, conforman una pequeña sociedad en la ciudad griega de Attenberg -especie de suburbio de clase media que Tsangari filma sin amor, casi como denunciando su falta de alma, de vida, de movimiento. Pero lo importante quizá no esté en la abulia, vacío, o desinterés que procura el espacio social –que parece no existir, o en todo caso ha sido negado-, sino en el comportamiento de los personajes. El filme se inicia con una coreográfica puesta en práctica de un beso entre las amigas -menos lésbico y más lúdico cuanto más rígido y metódico-, que puede verse, también, como una forma de prueba descreída de dos mujeres ajenas a las convenciones de género, a las formas consuetudinarias de seducción y tentativa sexual. Las protagonistas de este filme, más bien, están en un estado “salvaje” o “asexual” -o quieren estarlo, imitando, cuando pueden, a los animales de un documental que pasa la televisión; ensayando gritos guturales en la cama; o sincronizando bailes, paso por paso, llenos de una mecanicidad propia del que no sabe bailar, o no sabe cómo “sexualizar” su propio cuerpo.


Tsangari filma con encuadres frontales y simétricos que, desde el punto de vista formal, hacen recordar la geometría visual de Kubrick o del Godard de El desprecio. Suele partir de una toma panorámica para acercarse a sus objetivos, pone en foco el vacío como entorno, y la quietud como atmósfera a ser violentada por la expresión de sus protagonistas -“animalización” que, de alguna forma, parece más un ensayo, la pretensión de libertad de un alma angustiada, más que una efectiva y completa “liberación”.

Con todo esto, Tsangari inquieta, es hábil para relacionar a sus personajes -que prueban diversas combinaciones entre ellos: la filial, la cómplice, la traidora, la incestuosa-, pero no tanto para evidenciar alguna forma profunda de dolor. La impresión que se tiene es la de la exhibición de un inusual espectáculo de la desadaptación, más que un análisis de los afectos o la inmersión en lo que de descarnado y conmovedor pudo tener ese análisis. La primera visión de Attenberg nos deja interesados -pero con una sensación incompleta, de superficie, al límite de la autoindulgencia.

Mercado de futuros (Mercedes Álvarez, 2010)

Una de las joyas del festival es este nuevo trabajo de Álvarez, quien ya había deslumbrado con esa verdadera arqueología de la imagen que fue El cielo gira (2005). Esta vez, Álvarez vuelve con un particular y muy profundo estudio de la experiencia del tiempo, que para ella –y en ello recae parte de la grandeza de su cine- nunca es uno meramente individual, sino también colectivo, epocal.

Las imágenes iniciales muestran una vieja casona que es abandonada, una mudanza. Luego vemos los libros apolillados -la cámara se centra en la biblioteca- y objetos a ser vendidos en un mercado donde son repartidos por el suelo, en un rincón de Barcelona algo ajeno a lo que tiene al lado: un rascacielos alberga una feria internacional de compañías inmobiliarias donde se vende toda clase de casas o departamentos bajo el rótulo de la oportunidad de inversión soñada: el espacio del futuro.

Lo de Álvarez no es el gesto nostálgico, o la fruición melancólica convertida en tópico. Por el contrario, si este es un cine filosófico, habrá que buscar preguntas no tan fáciles de formular con palabras. En primer lugar, los objetos: exhibidos en la tierra, sobre una alfombra, en ese “rastro” o mercado de baratijas. Son las cosas “usadas”, desechadas, llenas de huellas, de grietas, hechas de desgaste, de tiempo. Los protagonistas de este filme no son tanto los hombres, como los objetos y los espacios. A ese espacio frugal del “rastro” -asentado en los linderos de las vías de un tren, en las esquinas no pavimentadas que aún sobreviven a la  modernización de la ciudad- se contrapone ese edificio metálico, fundido con la geometría perfecta del vidrio, superficies duras y compactas que invisibilizan la huella o la grieta, superficies que parecen engañar al ojo y proyectar una textura ajena a la erosión del devenir.

Lo más cómico y, quizás, triste, vendrá después, con la inmersión de la cámara en los recintos corporativos, donde todo es virtual: las ventas, la especulación financiera, y la materialización de la virtualidad en las maquetas de las viviendas de verano que se venden en la feria. En esos muñecos -que habitan casas de cartón y plástico-, en esas ciudades de juguete que lucen sus colores brillantes, su consistencia frágil y algo incorpórea, se hace concreta una “imagen mental”, pero también una disposición del espíritu: lo único real es lo que se ofrece al capital como ganancia, como inversión, como producto de valor en la oferta venidera, “actualizable” pero no “actual”. Las vidas están entonces retratadas por ese arte de la miniaturización que es también mercancía a ser imaginada, vendida o comprada: una disposición hacia el futuro. Este es un pensamiento y una vida a la que solo le interesa lo que será rentabilizado, habitado en el no-tiempo, en la abolición de la conservación, el olvido del pasado, de lo viejo, lo “estático”.


La comedia se completa con la filmación de esa comunidad corporativa azotada por las consignas de los líderes o “gurús” de las “sociedades del futuro”, de las “corporaciones sobrevivientes”, donde el éxito recae en la capacidad de predestinar, de avizorar, de adivinar, de adelantarse a los cambios. La mentalidad del capitalista, el inversor, o el gestor, será entonces una forma de adivinar las virtualidades, de profetizar el futuro -de vivir en él-, para “ganar” la partida del mundo. Luego, un público de ejecutivos mira extasiado, con sus lentes 3D, esos viodeoclips entre apocalípticos y mesiánicos que instan a ser del futuro, y nada más que del futuro. Los ambientes de esta convención son asépticos, forrados en plástico y atmósferas intangibles, todo lo contrario al cielo abierto, el desorden,  la exposición solar y sensorial del pequeño mercado de trastos y objetos desechados, olvidados, signos del pasado y lo que pierde "valor".

Álvarez  mimetiza su estilo de forma sutil. Geometriza el espacio cuando se trata de la Bolsa y de la feria empresarial. Procura encuadres cerrados de las autopistas, de forma que solo queden estructuras metálicas luminosas surcando un espacio oscuro y recto. Y se borra, también, el ruido de ambiente: queda la pura forma en serie, moderna, inorgánica, silenciosa. Y allí es cuando pensamos que, quizá, el ruido del mercado popular -la confusión de voces, la textura sonora abierta a un ambiente silvestre que es un “rastro” antiguo- es el único que nos proporcione algo de “vida”. 

Y en efecto, el documental no solo enfrenta dos espacios (uno esquinado, que ha crecido como un último reducto de hierba salvaje sobre el pavimento, frente a los edificios de nueva generación donde se realiza el otro), sino también dos personajes. Uno es múltiple, encarnado por los ilusionistas de maquetas y capos del management; el otro es tan solo uno, el menos poderoso y rico, casi el indigente: en el mercadillo, vemos a un viejo barbudo sentado al frente de su kiosko. Los paseantes se le acercan para preguntarle por algunos repuestos, piezas sobrantes, objetos usados sin más, pero al anciano no parece interesarle demasiado la venta. Suele decir: “sí tengo, por allá está, pero me da flojera buscar”. Otra comedia, pero una alegre. Todas las cosas confundidas, polvorientas, marcadas por la edad -como las desvencijadas muñecas que parecen dar réplica a los maniquís miniaturizados de las maquetas del futuro- son custodiadas por un “caballero” en paz, anónimo y señor del paso de los años, de la contemplación pura. El viejo no está consumido por la angustia, ni siquiera la angustia propia de su oficio: la de vender. Es que el viejo ya no vende, parece decir Álvarez, solo está representando un papel en el mundo, y su custodia de la acumulación de trastos se vuelve otra cosa. ¿Qué cosa? Es la pregunta que nos deja este filme casi mudo, que parece diluir todo lo sólido, y que parece convertir en alegría la agonía del pasado, así como en angustia la euforia del futuro.

lunes, 25 de abril de 2011

Carancho (2010) de Pablo Trapero


Ricardo Darín es Sosa, abogado especializado en accidentes de tránsito. Su trabajo radica en asegurar a humildes víctimas para un estudio jurídico corrupto. Trapero, uno de los más importantes cineastas argentinos de hoy, se inspira en el “cine negro”. De acuerdo al género, Sosa es un antihéroe típico: desengañado y cínico, pero en el fondo romántico, enfrentado a una sociedad podrida, hecha de mentira y desconfianza.

Razones no faltan para comprender por qué el espíritu del “film noir” está en la base. Sosa es un personaje nocturno, que en medio de su rutinaria resignación conoce a la enfermera Luján (Martina Gusman). Esta se convierte en la segunda articulación dramática, donde sobrevuelan las ilusiones de Sosa, y su última oportunidad de abandonar la soledad. Hasta ahí, la inspiración en el género, porque Carancho también es fiel a una poética personal, la de Trapero, experto en confeccionar agitadas cartografías de los subterfugios más cruentos de Buenos Aires, donde lo delincuencial se hermana con lo institucional, y donde la injusticia pone a los personajes en dilemas por los que la vida pende de un hilo, de los que no se puede escapar. 

Por otro lado, pareciera que el papel fuera creado para Darín, cuyos modos cansinos, elegantes, melancólicos, cubren una mirada que se enciende cuando se topa con una frontera moral infranqueable, pese a la miseria que lo rodea. Carancho es un filme duro, que respira angustia y orfandad, cuyas calles lacerantes no dejan de asfixiar a sus anonadados personajes. (versión modificada del texto publicado en Somos 23/04/2011)

viernes, 22 de abril de 2011

Ágora (2009) de Alejandro Amenábar


Amenábar vuelve con un drama histórico que pretende recrear los últimos años de vida de Hypatia (Rachel Weizs), filósofa y astrónoma a la que le tocó vivir el fin de una época -comienzos del siglo V en Alejandría-, donde el auge del cristianismo amenazaba la existencia de filósofos agnósticos y cultores del saber griego antiguo -considerados, por las sectas del nuevo dogma, como una militancia pagana a ser exterminada.  

No estamos frente a una película a la manera de los “péplum” de Hollywood, donde abundan la acción heroica, duelos y batallas campales, espectáculos a gran escala. Con un tono intimista, sosegado, de influjos líricos, Ágora se propone, más bien, como una articulación de intrigas políticas, romances imposibles, y el itinerario de un personaje adelantado a su tiempo, condenado por su condición marginal. 

Lo mejor está en la actuación de Weisz y la revolucionaria figura que encarna: mujer bella y sabia, o símbolo a ser destruido por los nuevos jefes religiosos, su búsqueda de la verdad del universo puede emparentarse, en la obra del cineasta español, con la peligrosa indagación del estudiante de Tesis (1996), o la resistencia personal del Ramón Sampedro/Javier Bardem de Mar adentro (2004). Si bien abundan diálogos y atmósferas interesantes, las imágenes, luminosas y oníricas, resienten el poco tiempo dedicado al desarrollo de los personajes secundarios. Finalmente, se trata de un mundo antiguo que se hace “ilustrativo” de forma sofisticada y sutil, pero poco conmovedora o profunda. (versión modificada del texto publicado en Somos 16/04/2011)

lunes, 11 de abril de 2011

BAFICI 2011: Las marimbas del infierno (2010) de Julio Hernández

Gasolina, ópera prima de 2008 del guatemalteco Julio Hernández, contaba la vida de un grupo de adolescentes de clase media de Guatemala. Pero lo que llamaba la atención era el melancólico estilizamiento de la mirada, que prefería la distancia, encuadres con mucho de vacío y nocturnidad, lejanía que potenciaba el no-futuro de un territorio suburbano y una generación perdida en alguna dimensión desconocida de Latinoamérica. Estos méritos de composición y tempo no podían, sin embargo, encubrir del todo una ficción endeble, un registro más que una narración, un "mostraje" que resentía su calidad de representación apenas lograda, en fin, lo de Hernández parecía, por momentos, un ejercicio de estilo, más que un drama logrado.

Las marimbas del infierno, su segunda película, es todo un triunfo, desde su primera secuencia-prólogo. Don Alfonso (Alfonso Tunché) es un músico de mediana edad. Lo vemos relatar, a quien suponemos es el director del filme -siempre en off- el drama de su vida y el vínculo esencial con su herramienta de trabajo: la "marimba", especie de xilofón de madera e instrumento musical original de Guatemala. Don Alfonso se ha separado de su banda, y cuenta sus desventuras tras haber sido extorsionado alguna vez por una pandilla. Más tarde, veremos que también debe enfrentarse a las represalias de sus ex-compañeros de banda, que pretenden quitarle su marimba, lo único que tiene -vive solo, lejos de su familia- y que ama tanto o más que a su propia vida. La secuencia termina, y empieza la película propiamente dicha, donde el  documental pierde sus contornos y parece mutar hacia ese "género" tan contemporáneo y algo indefinible, en el que ya no se presentan entrevistas sino una ficcionalización de personajes auténticos que pasan a ser filmados en su día a día. 

La re-presentación se vuelve juego, ensayo libre que pretende devolver, en calidad de ficción, una aventura entre real e imaginada de personajes no-ficticios. El "guion", por su parte, se centra en un proyecto inverosímil de Don Alfonso: como ya no lo contratan en los restaurantes turísticos, el músico se anima a seguir los consejos de "Chiquilín" (Victor Hugo Monterroso), pendenciero de la calle que lo relaciona con Blacko (Blacko González), viejo metalero y líder de una secta evangalista.

Solo basta describir un poco a los personajes, y al delirante proyecto que emprenden -la formación de una banda de metal que incorpore a una marimba acústica como instrumento-, para entender de que estamos ante una comedia más que frente a un drama. A veces, el cine se basta de un hecho improbable, inverosímil, para darle a la realidad plana y vacía un vuelco hacia la fabulación, hacia la aventura, hacia la expectativa por lo que pueda pasar. Y mejor aún si estamos ante estos tres "exiliados" de la vida, tanto más extraordinarios cuanto más serios son. Hernández, lejos de mirar con autosuficiencia, o distanciarse demasiado, se acerca, muestra las lágrimas de Chiquilín en un momento inesperado, deja fuera de campo la violencia, filma con el sistema que le conocemos -planos fijos, colores pasteles y cálidos, encuadres que colocan a los rostros y los cuerpos en una porción inferior o esquinada, acompañándolos de tan solo un color o una superficie vacía-, y se aleja de los vanos "realismos sucios" o del "efectismo de reportaje". 

El destino de la cinta tiene que ver, entonces, con el humor desmadrado de los ensayos de "Las marimbas del infierno", con los aires de "star" de Blacko, con las risas nerviosas e indefinibles de Chiquilín, y, sobre todo, con esa serena convicción de Don Alfonso por la cual toda orfandad es bienvenida si la condición es no  separarse, nunca, de su instrumento musical. La miseria existe, la pobreza y el abandono en un mundo sin posibilidades también, pero eso no parece importarle a estos tres entusiastas, a los que ningún drama parece capaz de doblegar. El mundo de Hernández está hecho de una sutil ficcionalización que ya no necesita estirar la angustia. El poder narcótico de sus rosados y amarillos convierten la miseria en sueño, las vidas clandestinas en exaltaciones vitales, a los metaleros en héroes quijotescos, y a Don Alfonso en un personaje perdido de algún western moderno.

domingo, 10 de abril de 2011

Pase libre (2011) de Peter y Bobby Farrelly


Como Luis Buñuel, los Farrelly suelen entrelazar las fantasías de sus personajes, motivadas por pulsiones incontrolables, con una “realidad” adversa desde un punto de vista práctico. En fin, suelen poner de manifiesto cómo el deseo, o los influjos emotivos, transforman cualquier realidad “objetiva” (recordemos, sino, cómo los sentimientos transforman la apariencia física de la novia de Jack Black en Amor Ciego, 2001). Y, como Jerry Lewis, celebran la torpeza de antihéroes que son, también, desadaptados, siempre en peligro de fracasar en sus propósitos, ya que no son capaces de seguir el juego de las reglas sociales.

Sin embargo, los Farrelly también comparten otro rasgo con Lewis. Aludiendo al desdoblamiento del protagonista de esa obra maestra que es El profesor chiflado (1963), el Rick (Owen Wilson) de Pase libre es un padre de familia que fantasea, junto con su amigo Fred (Jason Sudeikis), con una vida sexual libre de la supuesta represión que viven como hombres casados. Hasta que se presenta, para ambos, la oportunidad de tener el permiso de sus esposas y así tener un día de "libertad". Aunque una solo aparente, ya que la fantasía no tarda en revelarse como tal, frente a los objetivos demasiado conscientes de Rick y Fred. 

Más allá de su humor fresco y exquisitamente sucio, los Farrelly crean un nuevo tipo de héroe: los de personalidades múltiples, presos de sus pulsiones, sueños, y paranoias. Y en esta especie de delirante y escatológica “suprarrealidad” ponen de manifiesto, mejor que muchos cineastas “serios”, tanto el relativismo de las percepciones como la tiranía del inconsciente. (versión modificada del texto publicado en Somos 09/04/2011)

sábado, 9 de abril de 2011

Sidney Lumet (1924-2011)

Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente (BAFICI) 2011: Tilva Ros

Empezamos un breve repaso por uno de los festivales más interesantes del mundo. La oferta de este año es una de las mejores que alguna vez haya tenido el BAFICI. Aunque, habría que decir, y como suele ocurrir, lo mejor quizás no se encuentre en la competencia oficial, sino en las muestras paralelas. Empezamos con la competencia internacional.


Tilva Ros (Serbia, 2010, Nikola Lezaic)

Un grupo de sakaters -varados en la abulia de unos balcanes que aún no salen del trauma dejado por su sangrienta historia contemporáea- rechazan cualquier intergración a su sociedad. El escape del guión oficial que les propone su supuesto paso a la adultez -punto irrenunciable para cualquier película sobre la adolescencia- se hace a travéz de un itinerario ritual basado en la autolaceración del cuerpo, en el dolor y la tortura, entendida como una forma superior de placer. La premisa es sugerente, pero la cámara documentalista de Lezaic no supera el guiño provocador (que nos hace recordar al vano esteticismo de Larry Clark), la insistencia en la contemplación de los actos más exteriores de la violencia y la autopunición sádica. Podría decirse que hay un exceso de autoindulgencia por parte de una mirada anonadada por la captación de las pruebas de resistencia -que se asemejan a las de la tradición militar, aunque aquí mezcladas con un espíritu de celebración decadente al estilo de Jackass-, más no muy interesada por penetrar en las relaciones que articulan los personajes, o en ofrecer algo más que el testimonio "light" de un grupo humano que se siente muy real. Lo mejor, precisamente, son los "no-actores" protagonistas (especialmente, Marko Todorovic), siempre en el límite de espontaneidad e indiscernibilidad que ofrece la teatralización del que se interpreta a sí mismo.

jueves, 7 de abril de 2011

El mensajero (2009) de Oren Moverman


El primer filme de Oren Moverman cuenta las desventuras de dos excombatientes de Irak encargados de comunicar los decesos de la guerra, personalmente, a las familias de los fallecidos. Ben Foster interpreta al sargento Will Montgomery, quien, además de iniciarse en el triste oficio de la mano del capitán Stone (Woody Harrelson), siente una fuerte atracción por una de las viudas (Samantha Morton) a las que debe visitar. 

Lejos de apuntalar a algún encubrimiento institucional de la verdad (recuérdese la magnífica En el valle de Elah, de Paul Haggis, 2007), Moverman prefiere concentrarse en la observación cercana, abundante en primeros planos, que capten la conmoción, los quiebres de la psique que logra transmitir el excelente actor Ben Foster. La conflictiva relación con su compañero sirve para marcar dos actitudes opuestas frente a la tarea que deben afrontar, pero, sobre todo, para internarnos en la realidad de unos soldados que, pese a estar fuera de acción (o por eso mismo), se sienten extraños, incapaces de lograr vínculos afectivos, y marcados por esa especie de “enfermedad” espiritual que deja la guerra, la que les impide vivir como los demás. 

Si bien Will abre las puertas a la posibilidad de una liberación con una de las mujeres a las que da la desgraciada noticia, la película es fiel a una mirada casi clínica que, gracias a actuaciones tensas y concentradas, locaciones mínimas, espacios vacíos, y expectativas frustradas, logra profundizar en los meandros de una secuela íntima y social sin atmósferas melodramáticas ni gritos de protesta. (Somos, 02/04/2011)