El primer filme de Oren Moverman cuenta las desventuras de dos excombatientes de Irak encargados de comunicar los decesos de la guerra, personalmente, a las familias de los fallecidos. Ben Foster interpreta al sargento Will Montgomery, quien, además de iniciarse en el triste oficio de la mano del capitán Stone (Woody Harrelson), siente una fuerte atracción por una de las viudas (Samantha Morton) a las que debe visitar.
Lejos de apuntalar a algún encubrimiento institucional de la verdad (recuérdese la magnífica En el valle de Elah, de Paul Haggis, 2007), Moverman prefiere concentrarse en la observación cercana, abundante en primeros planos, que capten la conmoción, los quiebres de la psique que logra transmitir el excelente actor Ben Foster. La conflictiva relación con su compañero sirve para marcar dos actitudes opuestas frente a la tarea que deben afrontar, pero, sobre todo, para internarnos en la realidad de unos soldados que, pese a estar fuera de acción (o por eso mismo), se sienten extraños, incapaces de lograr vínculos afectivos, y marcados por esa especie de “enfermedad” espiritual que deja la guerra, la que les impide vivir como los demás.
Si bien Will abre las puertas a la posibilidad de una liberación con una de las mujeres a las que da la desgraciada noticia, la película es fiel a una mirada casi clínica que, gracias a actuaciones tensas y concentradas, locaciones mínimas, espacios vacíos, y expectativas frustradas, logra profundizar en los meandros de una secuela íntima y social sin atmósferas melodramáticas ni gritos de protesta. (Somos, 02/04/2011)
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