viernes, 29 de abril de 2011

Dos hombres contra el Oeste (Wild Rovers, 1971) de Blake Edwards

 
La pandilla salvaje (1969), y Dos hombres contra el oeste -estrenada dos años después-, son películas muy diferentes. Quizá no hayan directores más diferentes que Peckinpah y Edwards. Mientras uno dinamitaba el género con un realismo salvaje, el otro volvía a avistar, sin ostentación alguna, esas superficies rojas y no exentas de belleza del Monument Valley -aunque ya se veían demasiado lejos, demasiado teñidas por la luz turbia de un intenso atardecer. Y es que algo más profundo comunicaba a los dos filmes. Algo que quizá sabía William Holden, actor que encarnó a los perdedores más elegantes del cine americano -quizá nos quedemos con el Hal Carter de Picnic (1955)-, el que fue testigo de los ocasos más soberbios de Hollywood, desde el de Gloria Swanson en Sunset Bulevard (1950), hasta el de Fedora (1978), desde el de La pandilla salvaje, hasta el de Dos hombres contra el Oeste.

Aquí, Holden es Ross Bodine, viejo cowboy que trabaja en el rancho de Walter Buckman (Karl Malden), junto al joven Frank Post (Ryan O’Neal), que se suma a las labores. Harto de una existencia dura y poco prometedora -sus vidas no valen mucho, y están en permanente peligro debido a la acechanza de los cuatreros-, el impulsivo Frank propone, a su compañero de trabajo, robar el banco del pueblo, y tener una vida feliz en México. Así se establece el camino de un western tanto más crepuscular y moderno cuanto que ha trocado a los hombres rudos por antihéroes algo torpes, por una pareja más cómica que mítica, por un vaquero pacífico que busca una última oportunidad, y un muchacho que se resiste a abandonar el cachorro encontrado en la casa del banquero secuestrado (James Olson).

Hay algo de fronterizo en el muchacho impulsivo, y hay algo de desencantado en el Bodine de Holden. Pero ambos han comprendido que más vale emprender una audacia que resignarse a una vida miserable. Esta es una última fechoría, un robo de jubilación, como el de la pandilla de Peckinpah. En efecto: los colonos de antaño son la clase trabajadora de hoy. Ya no es posible el sueño americano. Sin embargo, lo épico se convierte, con Edwards, en una crónica delirante y agridulce. Su tersura melancólica envuelve hasta la violencia más improbable e irrisoria: recordemos ese ataque de un leopardo en medio del fragor del robo. La secuencia -en cámaras lenta- de caza de un caballo salvaje, y su posterior educación, con Ryan O’Neal dando brincos detrás del viejo domador, es una de las más líricas del Oeste, uno de esos momentos de alegría compartida que anteceden a la muerte, y que la cámara de Edwards valoraba como ningún otro. (En Godard! N° 27, marzo 2011)

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