Walter Black (Mel Gibson) parece perderlo todo por una depresión crónica. El tono es confesional: su voz en off recapitula los hechos a media luz, y dejando ver cierta mirada reflexiva de un entorno familiar disfuncional (el tema predilecto de las películas dirigidas por Foster). Sin embargo, el drama se cruza con extraños aires de absurdo y comedia, cuando Walter decide volver sin dejar, nunca, de hacer hablar a una marioneta -el “castor” que da el título original en inglés-, impostura “terapéutica” con la que puede retomar su empresa de juguetes, así como intentar reinsertarse en el hogar con su esposa (Foster) y su atribulado hijo adolescente (Anton Yelchin).
La película se mueve por territorios peligrosos para la verosimilitud: camina por la frontera que divide lo gracioso de lo dramático, lo teatral de lo íntimo, lo absurdo de lo real. Quizá por que, paradójicamente, a pesar de la estupenda actuación de Gibson, Walter nunca llega a ser explorado desde dentro. Podría ser una opción consciente, que prefiere un registro más observador y distante. A diferencia del hijo, que protagoniza una historia paralela quizá más lograda. Finalmente, las rutas aparentemente erráticas -como el peligro de impostura actoral, o el símil de relatos que subrayan una misma “suerte”- terminan abandonando las moralejas, y logran expresar un desgarro de fondo. La tercera cinta de Foster es engañosa. Detrás de su aparente costura genérica se esconde un drama audaz y sentido, la disección incisiva de una familia y su devenir cotidiano. (versión modificada del texto publicado en Somos, 04/09/2011)
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