jueves, 6 de enero de 2011

The Appointment (1969) de Sidney Lumet


The Appointment es extraña por varias razones. Por estar filmada en Roma; porque la protagonizan Omar Shariff y Anuk Aimé; porque estamos lejos las coordenadas políticas que suelen encontrarse en la obra del director; y, finalmente, porque no se trata de una historia de amor, ni tampoco de una historia romántica, como se hubiera pensado a primera vista.

En efecto, The Appointment no es una historia de amor, como tampoco es Vértigo de Hitchcock, o Identificación de una mujer de Antonioni. Las tres conforman una  cautivante “trilogía de la obsesión”. Y la obsesión, en este caso, es la de un soltero maduro que nunca se ha enamorado. La pregunta es la siguiente: ¿se podrá enamorar alguna vez? Anouk Aimé es la indicada para abrir esa posibilidad, ya que su belleza y misterio mesmerizan sin remedio al prudente abogado que interpreta Shariff

Pero el misterio de la mujer es complejo y cruel. Como la Madeleine de Vértigo, o la Mavi de Identificación de una mujer, la Carla de The Appointment, bella y melancólica, aristocrática y sexual, tiene una doble vida, o, por lo menos, eso es lo que parece, y hay que averiguar. Hasta que llega un punto en el que el conocimiento de la vida oculta de Carla se hace un tormento, y, también, una condición de posibilidad de la obsesión. 


El tema del amor, y de su imposibilidad para dos descreídos, vuelve, una y otra vez ¿Qué quiere conquistar Shariff? ¿el amor de una mujer que nunca ha amado a nadie? ¿quiere amar, por primera vez en su vida, a alguien que ya no puede enamorarse de nadie? ¿o solo desea poseer a una mujer que parece inasible, que nadie puede tener, porque siempre tendrá otra vida infame que hay que investigar? 

El director de El veredicto filma una Roma tan bella y triste como Carla, mientras Shariff conquista a la mujer para poseer y para saber, no para amar. El hombre nunca deja de perseguir un misterio, una imagen de la que siempre desconfía. Ese será su crimen. Y, como en toda la obra de Lumet, la condena es personal, íntima -más dolorosa y terrible que cualquier otra-.  (Godard! Nº 17, setiembre 2008)

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