Guédiguian pertenece a esa clase de cineastas que filman con poco presupuesto, con su grupo de amigos, casi en familia -sus filmes suelen estar protagonizados por su esposa, la formidable Ariane Ascaride- y, siempre, en el barrio obrero de L‘Estaque, en Marsella, su pueblo natal. Las suyas son películas sobre personajes que forma parte de su vida, y de un humanismo militante que se aleja lo más que puede de todo intento de maquillar la realidad.
La historia de Amor en Marsella nos presenta a un director de cine y un escritor (Jackes Piellier y Denis Podalydes, cada uno el respectivo alter ego de Robert Guédiguian y Jean-Luis Milesi). Ellos redactan un guión sobre las vidas de diversos personajes -una madre soltera, un par de obreros, un abuelo y su nieto, un joven inmigrante negro- que, por razones del azar y el destino, conviven, todos, en una casa que también funciona como taller mecánico. Lo interesante es que, gracias al montaje, se intercalan los momentos en que vemos al cineasta, y a su colaborador, discutiendo sobre el rumbo que va llevar la historia que están escribiendo, con las subsiguientes secuencias en las que cobran vida estas escenas, para ellos solo fantaseadas, pero que nosotros sí podemos ver en pantalla.
Sin embargo, lo novedoso de Amor en Marsella no está en su estructura narrativa, que propicia algunos apuntes absurdos o humorísticos que el público agradecerá. Su verdadero encanto es más sutil: a pesar de la naturaleza explícitamente ficticia de los personajes -imaginados por el director y su amigo-, estos llegan a cobrar vida propia. Los vemos con sus arrugas, sus complejos, sus defectos, y la cámara se empapa del clima de L’Estaque, de sus tardes soleadas y el escenario precario de esa gran familia que, a pesar de todo, sobrevive con determinación y alegría.
Finalmente, los protagonistas de la historia se enfrentan a unos empresarios abusivos que no quieren pagarles lo que deben, algo que podría dejarlos en la calle. Y si los pobres se arman de valor, y pueden triunfar sobre los ricos, es porque el alter ego de Guédiguian (Jackes Pillier) ha decidido romper las reglas de lo verosímil, y permitirse escribir la película que él quiere, el final ideal con el que soñamos.
Pero Amor en Marsella no es una fábula rosa. En el fondo, trata de un director irreverente que decide borrar las escenas "que venden" (sexo, violencia, sangre, balas), y hace lo que nadie haría en estos tiempos: contar una historia sobre gente humilde e imperfecta que trabaja en equipo, donde los derechos de las minorías triunfan sobre los abusos de los poderosos. Lo que le importa a Guédiguian es la actitud, aunque eso implique darle la espalda al éxito. Una postura vitalista y romántica como refrenda el título original de la cinta -¡Al Ataque!-, y que no tiene nada que ver con la ingenuidad, la condescendencia, o el panfleto que algunos quisieran ver. (Somos, 8/01/2005)
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