viernes, 21 de enero de 2011

Duelo de gigantes (1976) de Arthur Penn


Es verdad que ver, en un mismo plano, a Jack Nicholson y Marlon Brando -en su mejor momento- es, de por sí, un privilegio. Nicholson es Tom Logan, forajido irreverente que solo quiere robar trenes "limpiamente", y vivir sin molestias con la banda liderada por el viejo Calvin (Harry Dean Stanton). Y cuando pensábamos que filme le pertenecía a Logan, aparece Brando como Lee Clayton, temido sicario contratado por el terrateniente David Braxton (John McLiam), con el objetivo de encontrar a la pandilla de Calvin. De personalidad dandy y teatral, Clayton es la encarnación del “monstruo” que está más allá del bien y del mal (figura que adquirirá aún mayor tenebrismo en el Kurtz de Apocalipsis Now).

Pero, con todo y el lucimiento de sus estrellas, la película nunca corre el riesgo de perder su personalidad. Penn no solo rompe los corsés de la dramaturgia de la mano de sus protagonistas. También oxigena el relato con preciosos momentos de relajo -allí están las charlas de camaradería llenas de  secundarios memorables (Frederic Forrest, Dean Stanton)-, y con diversas líneas de fuga que nos llevan a un territorio envolvente, aunque fragmentado y difuso -al que accedemos, también, por el voyeurismo de Clayton, en su descubrimiento del amorío de Logan con la hija de Braxton.


Sin embargo, el tema en el que menos se ha advertido es el más significativo: el lugar que ocupa el viejo terrateniente, a fin de cuentas quien articula el “duelo” entre Logan y Clayton. Este es, probablemente, el único personaje cuyo estilo podríamos emparentar con el de los westerns clásicos, y su trayectoria se caracteriza porque cada una de sus apariciones acrecienta su lenta pérdida de control y autoridad, una impotente contemplación del acabamiento de las antiguas formas -incluida su propia figura, por supuesto. Su hija (Kathlyn Lloyd) entrega, desesperadamente, su virginidad a Logan, el bárbaro; y la contratación de Clayton está lejos de darle el respeto del pueblo, por el pérfido amaneramiento, excesiva perfumería, e insolencia que encarna Brando. Ya nadie obedece al Sr. Braxton, pero lo peor no es eso: es la amputación tanto de los modelos tradicionales, como de una dinastía aristocrática que él encarnaba. El imponente terrateniente, finalmente, se extraviará en su propia locura, mientras los nuevos salvajes se dan caza.

Y si todo esto no es suficiente para convencer a alguien de ver esta película, aunque sea debería hacerlo para ver a Brando vestido de mujer. Un buen consejo que tomamos de Andrés Caicedo, quien no dejó de admirar este western de colinas pálidas y agrestes, si bien identificado con la ética del género (mundo arcaico hecho de violencia a campo abierto, de tribunales populares, de abismales honras y lealtades), a la vez libre e intenso en su descubrimiento de nuevas fronteras y posibilidades. (Godard! N° 26, diciembre 2010)

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