Henri Husson (Michel Piccoli) vuelve a transitar por las mismas calles de aquella vez, muchos años antes, cuando cortejaba a Séverine Serizy (antes Catherine Deneuve, ahora Bulle Ogier). La estatua de algún antiguo soldado a caballo, en el centro de la misma plaza que filmó Buñuel, retiene la atención de Oliveira. Fetiche, o monumento que resiste el paso del tiempo. No hay mejor manera de volver a una historia "maldita", que remitiéndonos a unos objetos que nadie ve, pero que parecen atestiguarlo todo (en ese sentido, no es nada arbitrario ese primer plano al ojo del caballo). Luego, el restaurante al lado del hotel, donde se esconde Severine -ya viuda, silenciosa, igual de misteriosa, a quien vemos muy poco-. Allí, Henri conversa con el barman (Ricardo Trepa), para contarle su historia. Una pareja de prostitutas de alta sociedad, una joven, y la que parece ser su apoderada -ya mayor-, tratan de llamar su atención. Él devuelve los llamados con cortesía y ternura, para seguir, afable y feliz, enfrascado en su conversación. Hasta que llega el momento de buscar a la protagonista del relato. El propósito: una cena, a la medianoche, para contarle lo que le dijo a su esposo paralítico -si es que le dijo algo-, sobre la vida oculta de ella -confesión que pareció acontecer, mucho tiempo atrás, en el final de Belle de jour (1967). Una cita que parece esquiva, e imposible, pero que Henri conseguirá, con suerte.
La cena está hecha con pocos planos, con un silencio magnífico a la hora de comer, con velas, y un fondo oscuro y eterno, profundo. Una indefinible tristeza se desprende de la bella Ogier, que sentimos desconfiada, y con un modo muy personal de expresar su dignidad y fragilidad. Henri, por su parte, parece haber esperado toda su vida ese momento, y disfruta cada segundo. Pero, ¿le dirá lo que le dijo a su esposo, o no?, ¿compartirá ese secreto?, ¿Séverine estará dispuesta a escucharlo todo? Son preguntas que rondan y que serán aplacadas por un acto súbito, por una desesperada decisión de la mujer. Henri permanecerá en la penumbra, mientras ve cómo se asoma un gallo por la puerta que Séverine dejó abierta, animal bañado por la luz amarilla de los pasillos del antiguo hotel. La imagen surrealista nos anuncia que la noche ha acabado, que ya no es tiempo para secretos. El primer plano de una estatuilla del salón -que remeda al monumento de la plaza- pone el punto final a Belle toujours, obra maestra que rinde homenaje a otra. (Godard! Nº 18, diciembre 2008)
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