domingo, 9 de enero de 2011

La vida soñada de los ángeles (Eric Zonca, 1998)

 

La vida soñada de los Ángeles mantiene en vilo al espectador, primero, por un estilo de base que tiene sus orígenes en el de John Cassavetes, y que se hace como seguimiento electrizante a las afecciones imprevistas del cuerpo y el rostro de los personajes[1]. Un cine donde el actor es rey, lo que prueban las interpretaciones de Elodie Bouchez (lsa) y Natasha Regnier (Marie). Segundo, por la formación, ya de raigambre netamente europea –y quizá inspirada por Lars Von Trier, cineasta en cuyos últimos filmes[2] también resuenan las vibraciones cassavetianas- de un curso místico de la historia; curso que se decanta en una suspensión espiritual, una por la que, luego, aparece un “milagro”. 

Comunidad alternativa y cuestiones de clase

Isa es una chica sin hogar y sin rumbo fijo, y, al conseguir trabajo en un taller textil, conoce a Marie, una joven que decide ocupar un departamento vacío -aprovechándose de la súbita muerte de los dueños, en un accidente de tráfico. Isa se va a convivir con Marie, y se hacen amigas inseparables, como de Fredo y Charlie, guardianes de una discoteca. Hasta este punto, nos encontramos con uno de los temas cassavetianos por excelencia: la formación de una "familia alternativa" de los que no tienen familia[3]

La naturaleza de “familia” de este grupo se confirma porque, a pesar de que forman dos parejas, e incluso de que Marie se haya acostado con Charlie, tanto ellos, como Isa y Fredo, se tratan como hermanos. Charlie y Fredo asumen roles protectores respecto de sus “hermanas”, a quienes les dan dinero y trabajo a pesar de no estar comprometidos -como parejas- con ellas. Se trata de una relación ambivalente, de la que ellas mismas se sorprenden.


Es también esta primera parte la que, además de la amistad, resalta un factor clave del cine de Zonca: la conciencia y la denuncia de la clase excluida -que se traduce, alegremente, en burla y sarcasmo, cuando Isa y Marie se divierten en un centro comercial, persiguiendo a todo tipo de yuppies jóvenes, caminando detrás de ellos en un juego travieso y cómico, tomándoles el pelo, e insinuándoles, con la mayor ironía, una posible relación con ellos.

Pero la comunidad no tardará en romperse: Marie se involucra con el dueño de la discoteca (intervención decisiva de Gregorie Colín) donde trabajan Fredo y Charlie. Se trata del sujeto emblemático de una clase adinerada, a la que ella no pertenece: un amor imposible, que él entiende como tal desde el principio, reduciéndolo a una escapada sexual. Ella, en cambio, se ve atrapada, y turbada. La suya es una experiencia tan instintiva y sexual, como vertiginosa y absorbente; una relación destructiva que ella no puede controlar, o entender (es significativo que se mire al espejo -especie de interrogación sobre su identidad- antes de ir, por primera vez, a buscarlo).

El curso místico

Pero el curso de Isa es otro. Ella encuentra un diario de la hija de la pareja que vivía, antes, en el departamento que ocupa con Marie. Esta muchacha -única sobreviviente del accidente en el que murieron sus padres- se encuentra en estado de coma. Isa se interesa por la chica, y decide continuar la escritura del diario. Es su forma de establecer una vigilia “espiritual”, gesto que se complementa con las visitas que hará luego al hospital. Allí se comunica, apenas, tocando la mano de la muchacha. Por todo esto, la parte final de la película se convierte en el clímax de una doble crisis en ascenso, y reúne el término de las dos relaciones de Isa: la que tiene con Marie, y la que tiene con la muchacha que está en coma.

Isa se ve forzada a dejar a Marie por el estado imposible de tratar en el que se ha sumido esta, ante el abandono del amante. A la vez, le comunican que la joven en coma, a la que visita, está muriendo. Isa se refugia, significativamente, en una capilla. Aquí se aprecia el único, y largo, tiempo “muerto” de un plano entero, estático, uno que concentra, a su vez, toda la atención posible: vemos a Isa, a la luz de una vela, en medio de la oscuridad, llorar y sufrir ante la posible pérdida de sus dos “amigas”.


Pero su figura representa, sobre todo, la resistencia, la plegaria. Al día siguiente, se da un verdadero milagro: la muchacha ha vencido el estado de coma. Isa puede verla ahora, conocerla realmente. Pero prefiere no hacerlo, como si el término de la vigilia espiritual, en la salvación, debiera acabar, también, con la relación. Ante lo que se ríe, como con conciencia de lo insólita, o absurda, que resulta su decisión. Luego, Isa vuelve, para reconciliarse con Marie. Pero ya es muy tarde: alcanza a verla tirarse por la ventana. 

Ha ocurrido una trágica paradoja: se ha salvado una vida, pero se ha perdido otra. También podría decirse que la salvación de la muchacha termina con la relación “anónima”, así como la muerte acaba con la relación “personal”. El final no puede ser más triste para Isa: sólo queda la soledad, y la condena que le impone su clase trabajadora. Ella debe de asumir su condición de excluida, su incorporación al trabajo despersonalizado y mecanizado de una fábrica, especie de prisión tras la salvación y la pérdida.

Cine del cuerpo y precariedad

Pero el rasgo distintivo de La vida soñada de los ángeles quizás sea la extrema precariedad del registro. Este adquiere una fuerza inversamente proporcional a su densidad (a menos estabilidad o densidad, más fuerza). Y si se habla de “precariedad del registro”, es en el sentido de que el efecto del montaje nos remite a una imagen en vilo, a punto de ser cortada, existente a condición de seguir al cuerpo, de revelar una actitud, una postura. Equilibrio precario que se traduce, también, en los primeros planos a los rostros -hechos desde una perspectiva imprecisa, siempre a fuerza de registrar con inmediatez o realismo, a fuerza de ponernos “en vilo” de nuevo. Precariedad que también es existencial, de fondo, de los personajes, también frágiles en su errancia e identidad.

Y, como en Contra viento y marea de Von Trier, pero con una modulación más delicada y tranquila (más propia de lo ordinario o cotidiano), la precariedad recrudece por el frío y la melancolía. Más allá del clima de la ficción, el frío de la ciudad de Lille se transmite, principalmente, por la fotografía pálida, el grano de la imagen; o el sonido, atento a la respiración, al crepitar de los objetos, a la lejanía de los gritos de los niños de un colegio vecino. Estamos en el terreno de lo íntimo, de lo espiritual del diario, del silencio susurrado, secamente, por la escritura de Isa. Momentos de recogimiento íntimo, registrados con la misma precariedad con que se registra el movimiento electrizante de los cuerpos. (versión modificada y ampliada del texto publicado en el diario Cambio, 15/04/1999)


[1] Sobre el “cine del cuerpo” de John Cassavetes, véase Deleuze, Gilles. La imagen-tiempo. Barcelona, Paidós, 1986, p. 255-256.
[2] Nos referimos a la trilogía conformada por Contra viento y marea (1996), Los idiotas (1998), y Bailando en la oscuridad (2000).
[3] Sobre el tema de “la comunidad”, en el cine de Cassavetes, véase la extraordinaria exégesis de Thierry Jousse: John Cassavetes. Madrid, Cátedra, 1992, p. 60-63.

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