El inicio es subyugante. Una tormenta cae sobre un pequeño pueblo. El día siguiente, una insólita niebla se desparrama entre las montañas. David (Thomas Jane) decide ir a un supermarket con su pequeño hijo, pero pronto cunde el pánico y las sirenas suenan, mientras alguien huye de una tupida bruma blanca que parece contener un peligro mortal para cualquier ser humano.
La niebla está en la senda de títulos casi contemplativos que eligen una zona rural como epicentro del Apocalipsis, y está más cerca de El fin de los tiempos de Shyamalan, que de la histeria neoyorquina de la poco sustancial Cloverfield. Darabont es cauto para filmar, y no necesita mover la cámara demasiado, ni saturar el metraje de efectos especiales. Su material está hecho de personajes bien caracterizados y muy americanos -el amable vendedor de la tienda (Toby Jones), una fanática religiosa (Marcia Gay Harden), un maduro hombre de color que viene de la ciudad y desconfía de los blancos del sur (Andre Braugher), etc.-.
En vez de aburrir con reiterados sobresaltos, vemos las reacciones que se suceden entre los refugiados del centro comercial: algunos airados y presas del pánico, otros más melancólicos y tristes, otros esforzados y prácticos. Pero lo más interesante quizá sean los resentimientos sociales que afloran con la nueva situación, gran desconfianza que se disemina entre los múltiples estamentos de ese país de inmigrantes que es Estados Unidos: David se enfrenta a algunos personajes de la clase trabajadora que se sienten subestimados; y el hombre de color, vecino de David, ve un complot contra él por una cuestión de raza.
Darabont hace un filme político -y metafísico- como antes lo hizo el gran George Romero con el género de horror de bajo presupuesto. En medio de una narración limpia, que se concentra en conversaciones susurrantes y escenas gore llenas de insectos gigantes -que recuerdan en algo el arte de Cronenberg-, La niebla muestra cómo las relaciones humanas dejan el estado de derecho para verse inoculadas por un desconcertante y egoísta instinto de sobrevivencia, ese donde prima el hobbesiano estado natural de “guerra de todos contra todos”.
Y lo más interesante es que el filme se propone no hacer concesiones -por lo que seguramente tuvo poca fortuna con la taquilla-: los protagonistas, incluso los que más queremos, corren una suerte infausta. Poco a poco, David se tiene que acostumbrar a la recia blancura del vacío, y a unas criaturas tan misteriosas, como asombrosas y fugaces.
Hay otras cosas que mencionar: muchos dilemas morales en juego, personajes valientes y algo cómicos que parecen salidos de algún western de Howard Hawks (Tobey Jones, Frances Sternhagen), y un acabado muy fino pero nada ostentoso, uno que juega a favor de Stephen King (autor del relato en que se basa la película) y del cine -y no en contra de ambos, como suele suceder. (Somos, 06/12/2008)
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