domingo, 27 de febrero de 2011

Lazos de sangre (Winter's Bone, 2010) de Debra Granik


Una de las producciones nominadas al Oscar de espíritu más “independiente” -filmada con medios limitados, por una realizadora aún poco conocida y sin ninguna estrella visible- es este drama articulado a partir de una premisa eficaz: Ree (Jennifer Lawrence) es una adolescente que cuida, a duras penas, de su madre enferma y sus dos hermanos pequeños, hasta que un policía le informa que deberá abandonar la cabaña familiar, si es que el padre -quien había dejado la casa como garantía en un proceso judicial- no se presenta ante las autoridades.

Así empieza la odisea de quien no solo debe soportar el aprendizaje que el oscuro camino de su padre le presenta, sino, también, de quien lucha por conservar el último reducto de dignidad que le queda. A pesar de tratarse de una historia terrible, y de tocar el lado más siniestro y menesteroso de EEUU, la directora Debra Granik opta por una mirada serena, conserva una prudente distancia a la hora de filmar las escenas más cruentas o sensibles, y hace un uso extraordinario de la elipsis narrativa, de forma que, lejos de explotar la violencia, esta queda sugerida y parece amenazar, en todo momento, la vida de la protagonista. 

Con muy poco efectismo y extraordinarias actuaciones -mención especial para Lawrence, y John Hawkes como el hermano del padre desaparecido-, el mundo agreste e “infernal” del Sur vuelve a ofrecer un fascinante registro, esta vez rigurosamente invernal y exento de alientos líricos. Un realismo cinematográfico que los grandes estudios se resisten a cultivar, y que la Academia ha hecho bien en apreciar.(versión modificada del texto publicado en Somos, 26/02/2010)

viernes, 25 de febrero de 2011

Ran (1985) de Akira Kurosawa


En Ran (“Caos” en español, versión libre de El rey Lear de Shakespeare), los señores feudales del siglo XVI reinan en lo alto de las montañas. El gran señor, Hidetora Ichimonji (Tatsuya Nakadai), decide ceder el poder a sus hijos, al llegar la vejez. Sin embargo, esta decisión se tornará, rápidamente, en el desencadenante de una enorme  conflagración que, en manos del director de Los siete samurais (1954), adquiere la dimensión de una guerra de titanes.

La causa de la tragedia es la ambición por el poder. Y la mayor víctima será Ishimonji (inolvidable actuación de Nakadai), quien, luego de ser humillado por sus hijos, tendrá que deambular por su reino como si fuera un mendigo, un vagabundo que lo ha perdido todo.

Precisamente, lo más inolvidable de Ran quizá esté en esa caída casi inconmensurable, en esa trayectoria violenta que lleva de las cumbres a la tierra baja, de la divinidad a la humanidad. El Gran Señor -Ishimonji- se enfrenta a una dura tarea: dar fe de lo “imposible” -de que sus hijos podían volverse sus principales enemigos, y que su reino podía destruirse en sus narices. La huida del anciano se hace entre guerras sucias, intestinas, acompañado, tan solo, por el bufón palaciego -ya convertido en único amigo.

Esta es otra variante de un “despojamiento” que, de pronto, transforma las vidas de los personajes de Kurosawa. Como el Kenji Watanabe de Vivir (1952) -quien debe encarar una muerte próxima, que nunca imaginó-, el viejo Emperador de Ran despierta de un largo sueño, y se enfrenta al desvanecimiento de todo lo que antes era incorruptible -la tierra, el reino, la familia. ¿Por qué nadie lo ama? ¿Por qué todo lo que antes le pertenecía se vuelve contra él? Es la pregunta que se hace Ishimonji, ya medio loco, andrajoso, y delirante- arrastrando, apenas, la incredulidad de lo que aparece ante sus ojos.

Llena de visiones operáticas, dantescas, mezclando la luz de la montaña, la niebla y el fuego, Ran no solo alcanza las dimensiones cósmicas más abismales de la filmografía japonesa. El personaje que encarna Nakadai es, también, uno de los más estremecedores retratos de esa humanización radical que tanto persiguió Kurosawa, con sus películas, durante toda su vida. (versión modificada del texto publicado en Godard! N° 25)

miércoles, 23 de febrero de 2011

Permiso para matar (Brooklyn's Finest, 2009) de Antoine Fuqua


La mejor película de Fuqua, hasta la fecha, es un intenso tejido de historias desesperadas, pero, sobre todo, heridas por una conciencia hecha de dolor. Día de entrenamiento (2001) -el título más premiado y taquillero del director- prefería la observación, más que la aflicción: se llegaba a componer una especie de fenomenología del proceso de corrupción, aprendizaje que partía de una seducción “actoral”. La “actuación” debía hacer normal lo inmoral, gracioso lo injusto, un “juego de estilo” lo vicioso. Por eso mismo, la construcción de la mirada debía gravitar en torno a la performance de un intérprete magnético y virtuoso (Denzel Washington). Sin embargo, el filme no dejaba de prescindir de la culpa en función de la mirada fascinada, y, luego, del heroísmo del personaje “puro” (Ethan Hawke) -ese que nunca llega a corromperse, que está al otro lado del espejo.

En Permiso para matar, en cambio, todos son corruptos, están en proceso de serlo, o ya lo son -aunque sea “virtualmente”: el salario del joven detective Procida (Hawke, de nuevo, en una estupenda variación de su registro para Lumet en Relaciones peligrosas) no alcanza para poder dar, a su familia, una casa lo suficientemente grande y saludable. Por eso, busca la forma de robar el dinero confiscado -en los asaltos policiales- a las mafias de Brooklin. “Tango” (Don Cheadle), agente infiltrado en las pandillas de la ciudad, debe persuadir a su amigo Casanova Phillips (Wesley Snipes) -“padrino” que le salvó la vida, sale de prisión y piensa retirarse- para cometer un último negocio ilícito, con el fin de convertirlo en “chivo expiatorio”, de acuerdo a las conveniencias de los jefes del Departamento. Por último, Eddie Dugan (Richard Gere), uno de los policías más sucios, se ha quedado solo en la vida, y no deja de pensar en el suicidio, a pocos días de jubilarse. Al parecer, lo único que anhela es la compañía de una prostituta (Shannon Kane), de la que se ha enamorado.

Permiso para matar es una película que renuncia al maniqueísmo, al juego de polos puros e impuros. El personaje “modélico” -Hawke- ya inició su proceso de degradación, mientras que los otros despiertan tarde a su propia caída: una vida hecha de engaño, de negación de afectos y lealtades. Y, en medio de los círculos descendentes, Fuqua aúna, a la intensidad contenida y a veces explosiva de las actuaciones -y gracias a un magnífico montaje de líneas paralelas-, una reflexión sobre el modo en que se produce esa conquista del espíritu frente a toda una forma de ver el mundo.

Los colores cálidos, saturados, están en consonancia con la incandescencia de los barrios bajos -nos recuerdan a estilistas de la violencia como Scorsese o De Palma-, así como las cámaras flotantes siguen a las criaturas en su perpetua inmersión por las noches de Brooklin, completado este envolvente y angustiante descenso que, lo sabemos más que nunca, no tiene salida. Será, apenas, la suerte del viejo Eddie -ese corrupto del que todos se burlan, y en el que ya nadie cree-, la que regale algún soplo de dignidad.

Con algunos de los mejores duelos verbales del año -entre ellos la reaparición fulgurante de Ellen Barkin como una intimidante autoridad del gobierno en su “tete a tete” con Cheadle-, su ritmo adictivo, y su dilatado desarrollo de protagonismo coral, Permiso para matar reclama el lugar que seguro le robará, en la “Historia del cine”, otras cintas de vidas cruzadas (Amores perros, o Crash) con más efectismo que complejidad y hondura. (En Godard! N°26, diciembre 2010)

martes, 22 de febrero de 2011

Armando Robles: Nuestro clásico más moderno


Recuerdo, claramente, que, cuando vi Espejismo -en los años pre-godard!-, no me gustó. Según recuerdo, tampoco había entusiasmado a Claudio (Cordero), quien ya era mi socio cinéfilo por entonces. Convencido de que, definitivamente, no comulgaba con la poética -que reconocía, a pesar de todo, personal y arriesgada, y de una factura técnica irreprochable- del autor, llegué a apuntar -en una nota al pie de página de un ensayo donde evaluaba las distintas tendencias cinematográficas nacionales- que el cine de Robles “parecía aludir torpemente a Resnais, Antonioni, Bergman o Tarkovsky”.

Pasaron los años y, cuando en
godard! decidimos hacer una evaluación de las películas más significativas hechas en Perú, Claudio pudo conseguir una copia de La muralla verde. De las cintas que descubrimos y revisitamos, y que catalogamos como “las películas peruanas que importan”, La muralla verde fue la única que nos sorprendió y entusiasmó de verdad. Desde entonces, el segundo largo de ficción de Robles se convirtió, de acuerdo a nuestro canon, en el mejor de la historia del cine peruano.

En ese momento, en que el cine de Robles parecía olvidado, nuestra elección causó un efecto que nos sorprende hasta el día de hoy. Y es que no son pocos los que, secretamente, admiraban algunas películas de Robles, o, sencillamente, tenían una idea diferente de la que prodigaban los críticos de las viejas generaciones. El homenaje que le hicimos, en julio del 2005, reuniendo a colaboradores y amigos, en el Centro Cultural de España (hay que decirlo, el único reconocimiento que le hicieron, en vida, críticos de cine peruanos), a propósito de nuestra elección de
La muralla verde como la mejor película del cine nacional, fue solo el inicio de una revaloración que se hacía esperar.

Primera lección: nunca debes hacer extensivo el parecer de una película a todo el cine de un autor. Y, habría que añadir, menos aún a una obra tan arriesgada, ambiciosa, e inconforme consigo misma. Y es que Robles quizá sea el cineasta peruano que más haya experimentado con las posibilidades del cine, hasta el final de su carrera (a
Imposible amor, su última película -fallida, para mi gusto-, se le puede tildar de lo que sea -incluso, de solemne o ampulosa- , pero es difícil que se le acuse de formulista o conservadora). Hablamos de una filmografía que no puede medirse, siempre, con las mismas expectativas, y que no puede ser encasillada de acuerdo a un “sistema” que algunos pretenden advertir para desestimar, de golpe, todos sus títulos.


Luego del impacto que significó, para nosotros, La muralla…, ya no solo discrepábamos frente a la apreciación -muy complaciente, para nuestro gusto- de la mayoría de críticos locales en relación a estrenos nacionales que considerábamos desastrosos. También nos pusimos en guardia frente a lo que se había escrito sobre el pasado del cine nacional, y, especialmente, lo que se había escrito acerca de Robles.

La verdad es que a nuestras manos había llegado una apreciación que rayaba con la indiferencia -sino, marcadamente negativa o mezquina- hacia todo el cine de Armando, por parte de quienes ejercían la crítica en los medios más reconocidos, o habían escrito libros de historia del cine peruano. De la revista “La gran ilusión”, solo encontramos una breve reseña, algo irónica y conmiserativa, donde Emilio Bustamante, repasando toda la obra del director -para ser precisos, hasta Sonata Soledad, su penúltima película-, concluía que Robles “(…) tal vez sea recordado en el futuro por lo que hubiera podido hacer y no por lo que hizo. (…)” ¹. Por otro lado, en el único libro de historia del cine peruano existente -escrito por Ricardo Bedoya-, la evaluación arrojaba resultados todavía menos alentadores, ya que solo se encuentra la descripción de lo que para el crítico es un cine formalista y reducido a “una suma de artificios técnicos, refractaria a la ‘realidad’ inmediata del entorno natural”
².

Hubo, entonces, dos escollos que debíamos evitar. Primero, la opinión especializada, de viejo cuño -que ha desanimado, a muchas generaciones de cinéfilos, a revisar la obra de Robles-. Segundo, el hecho de que era muy difícil -ahora lo es menos- conseguir copias de las películas, por no decir casi imposible. Hasta hace poco, antes de que fuera encontrada en la Filmoteca de Moscú (en 2005),
En la selva no hay estrellas -primer largo de ficción del autor, estrenado en 1967 y previo a La muralla verde-, por ejemplo, se consideraba perdida para siempre.

A mediados de esta década, felizmente, la obra fílmica de Armando -quien, por otra parte, es un espléndido escritor- ha concitado un nuevo interés. Gran parte de esta revalorización se debe, precisamente, al descubrimiento de la copia de
En la selva... La razón es simple: a pesar de su edad (es una película de 1967), se trata -y no solo para quien escribe estas líneas- de un logro mayor de Robles y del cine peruano, que ha conservado su magia intacta. Esta opera prima de ficción no solo es la más accesible en términos narrativos -rasgo que no es preferible en sí mismo-; también muestra un universo y un lenguaje fílmico consolidado. Con su conjunción de clasicismo, modernidad y calado humano, En la selva…. pone en -serios- aprietos a la mayor parte del cine peruano que se ha hecho en las últimas décadas.

El cine de Armando Robles se convierte, entonces, en algo nuevo, por descubrir. No solo podemos decir que es el cine “de autor” fundacional en el Perú, ni el de solvencia profesional y técnica más antiguo del país. Más importante, aún: es el que reta con más independencia y ambición artística al espectador, o el más polémico y, a veces, el más hermético. Además, es uno de los más reconocidos en el extranjero. Y este último punto también debería ser materia de análisis, ya que la crítica extranjera mostró, en su momento, el entusiasmo que nunca tuvieron los críticos nacionales.

 
Pocos saben que el cine de Robles fue el primero en tener culto y encendidos elogios entre algunos de los críticos de más prestigio, a nivel internacional, de los últimos tiempos, como Roger Ebert o Pauline Kael (los primeros defensores de La muralla verde). Muchos no saben que En la selva no hay estrellas ganó el Primer Premio del Festival Internacional de Moscú, que La muralla… ganó 18 premios internacionales y, junto con Espejismo, ganó el Hugo de Oro (premio principal) del Festival de Chicago, y que esta última también se convierte en la única representante peruana en haber sido nominada al Globo de Oro a mejor película en lengua no inglesa. No sorprende tampoco que el cortometraje El cementerio de los elefantes, una de sus cintas más perfectas, ganara, también, el Hugo de Plata en el Festival de Chicago.

No todo el reconocimiento extranjero es anglosajón. En 2008, Sergio Wolf -director del Festival de Cine Independiente de Buenos Aires (BAFICI), el más prestigioso de Latinoamérica- encuentra, gracias a nuestra elección de
La muralla verde como “la mejor película de la historia del cine peruano”, una copia perdida del filme en los laboratorios Alex de Buenos Aires. Finalmente, la copia fue proyectada en el BAFICI como parte del ciclo “Malditos Latinos”, dedicado a clásicos latinoamericanos a revisitar.

Las verdaderas páginas del cine de Robles están por escribirse. Se ha obviado lo esencial. Por lo menos, para quienes creemos que muchas de sus películas nos proponen preguntas originales, un poder de conmoción inédito en el cine peruano. Hasta ahora no ha podido encontrarse ese hilo conductor que nos hace hablar de protagonistas abocados a un doble enfrentamiento: el que tienen con su medio -un país, una estructura cultural o socio-política del que se sienten ajenos- y consigo mismos -su pasado, su memoria, siempre viva y agobiante.


El de Armando Robles fue un cine de la Imagen-tiempo, para usar el concepto de Deleuze: un cine donde las capas del pasado o de la memoria se superponen, hasta crear circuitos complejos donde lo imaginario y lo real juegan a hacerse indiscernibles³ (como en tantos cineastas de la modernidad, de
Persona de Bergman, hasta El año pasado en Marienbad de Resnais, de El espejo de Tarkovsky, hasta Zabriskie Point de Antonioni, pasando por el Ocho y medio de Fellini).

Por supuesto, lejos de imitar, Robles buscó su propio camino, su propio lenguaje, en esa comprensión del cine como un arte que podía hacer, del tiempo, una manifestación del pensamiento, materia visible, flujo dramático que confunde lo subjetivo y lo objetivo, el atestado y la fantasía. En esa experiencia del tiempo, en esta historia sin puerto que nos reconcilie con el mundo o con una “verdad”, en este desarraigo netamente moderno -donde lo más difícil es “creer” en la vida- encontramos al aventurero en busca de oro de En la selva…, al colono de La muralla…. y a la pareja desconcertada que se detiene en su propio reflejo, en el segundo episodio de Sonata Soledad.

En este especial, queremos formular la pregunta por un cine osado, ambicioso, personal, e inflexible frente a cualquier exigencia que no fuera la del propio autor. Creemos que algunos de los mejores episodios del cine contemporáneo pasan por aquí, y muy pocos se han dado cuenta. Dejemos hablar a las imágenes, la invitación está hecha.(En Godard! Nº25, setiembre 2010)

----------------------------------------------------------------
¹ Cfr. el “Diccionario de realizadores peruanos de largometraje”, en La gran Ilusión N° 2. Primer semestre de 1994. Lima: Universidad de Lima, pp. 117-118.

² Cfr. Bedoya, Ricardo, “El cine sonoro en el Perú”, Lima: Fondo Editorial de la Universidad de Lima, 2009, pp. 157-162 y 169-172. Se puede decir que, de acuerdo a los escritos del historiador R. Bedoya, del cine de Robles no resalta mucho más que “(…) su afición por los juegos de artificio audiovisual, expresados en la rutina de extraer del flujo de la ficción algunos componentes visuales y sonoros para remarcarlos y hacer de ellos el objeto de alguna proeza técnica (…)”. En su libro, todo el apartado dedicado a Robles insiste en esta característica “formalista” o “efectista”. De acuerdo a Bedoya, el director: “(…) tomaba los datos de la realidad peruana como pretextos para el ejercicio de estilo, basado en la narración acronológica (…) lograda con técnicas cercanas al clip publicitario”. Este juicio y comprensión -respetable, por supuesto, como cualquier opinión- de todo el cine de Robles es, en realidad, un juicio más o menos compartido entre los miembros del grupo de críticos que conformaron la revista “Hablemos de cine”, “La gran ilusión”, y, ahora, “Ventana Indiscreta”. Por eso no extraña que, en la última edición de Ventana Indiscreta (N° 4, Segundo Semestre del 2010, pp. 32-33), y a propósito de una entrevista a Desiderio Blanco -líder y principal impulsor de la perspectiva crítica de “Hablemos de cine”- se publique un largo ensayo de Blanco sobre Espejismo, donde, a partir del análisis de esta película, se concluye lo siguiente: “Robles Godoy está consiguiendo crear un estilo con sus defectos. Los errores de planteamiento y de realización de sus dos películas anteriores (…) se repiten en Espejismo y se hacen más evidentes porque la pérdida de significado llega a su culminación. Espejismo es una película cerrada al vacío, completamente inane, hueca e insignificante.” Y más adelante: “(…) nada nuevo ha ocurrido en Espejismo que no se hubiera producido ya en La muralla verde o En la selva no hay estrellas. Lo que sucede ahora es que los personajes se han quedado más vacíos aún de contenido.(…)”.

³ Cfr. Deleuze, Gilles. “La imagen-tiempo”. Barcelona: Paidós, 1987. Véase, en especial, los capítulos 4, 5, y 7. Creemos que son útiles, para el análisis del cine de Robles, las consideraciones de Deleuze sobre el cine de Resnais. Para una introducción a la teoría del cine de Deleuze, puede verse el libro de Paola Marrati (Gilles Deleuze. Cine y filosofía, Buenos Aires: Nueva visión, 2004) y los apartados dedicados a Deleuze por Ismail Xavier en su libro “El discurso cinematográfico” (Buenos Aires: Manantial, 2008) -específicamente, los capítulos finales, “Apéndice” y “Las aventuras del dispositivo (1974-2004)”, pp,229-283-. También creemos, por último, con Deleuze, que el acercamiento semiológico -originado en el estructuralismo y el modelo de la lingüística-, en especial el defendido por Christian Metz, Desiderio Blanco, y la escuela de “Hablemos de cine”, es, precisamente, especialmente inútil para abordar el cine de Armando Robles. Véase la crítica de Deleuze a Metz –y, por extensión, a la metodología empleada por Blanco- en “La imagen-tiempo”, op. cit., pp. 43-50.

lunes, 21 de febrero de 2011

El asesinato de Jesse James (The Assassination of Jesse James by The Coward Robert Ford, 2007) de Andrew Dominik


Andrew Dominik es un realizador australiano que apenas contaba con un largo (la celebrada Chopper, 2000) cuando pasa a dirigir este fresco sobre Jesse James, legendario forajido de fines del siglo XIX, héroe popular y emblema del espíritu rebelde que caracterizaría la figura del cowboy americano. 

Sin embargo, lo de Dominik no es la acción al viejo estilo, ni una revisión crepuscular del género -como fue el caso de Los imperdonables de Clint Eastwood-. El asesinato de Jesse James es, más bien, heredera del cine contemplativo de Terrence Malick (La delgada línea roja); exploración fílmica que, con una fotografía exultante, hace el estudio poético de una geografía y un puñado de personajes –fronterizos y condenados a suertes luctuosas y paradójicas-. 

Pero, ¿cómo filmar un mito? La película -basada en una novela de Ron Hansen- está contada desde los ojos de Robert Ford (Cassey Affleck), chico de 19 años que fue parte de la banda de James (Brad Pitt). Su título original (“El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford”) desestima cualquier pretensión por crear alguna intriga o “suspenso”, puesto que sabemos, desde un principio, quién morirá y quién será el asesino. Sin embargo, además de hacer una declaración de principios en cuanto a los fines del cine, el título pone en primer plano a un personaje denostado por la Historia y reúne todas las características de un Judas: discípulo y fervoroso admirador, a la vez traidor y victimario.


Pero este Robert Ford es más complejo, la película lo convierte en protagonista absoluto. Ford, el chico que debiera merecer el odio del público, es interpretado por un Casey Affleck que parece haber nacido para dar vida a este adolescente torpe e ingenuo, ambicioso e idólatra hasta lo irrisorio, afectado por risas falsas y quebradizas,  aires de dignidad que solo sirven para merecer la burla de los compañeros.

Por otro lado, Brad Pitt sorprende como un hombre paranoico que lucha por librarse de su propia leyenda, pero que sucumbe indefectiblemente ante ella: sonámbulo que ensaya raptos de histeria y violencia, no puede confiar en nadie, y carga con una soledad exasperante. Dominik confecciona, cuidadosamente, los hilos invisibles que se tienden entre la pareja estelar -el héroe fascinante frente al tonto patético, el vaquero temible frente al perdedor desencajado-, personajes que se vampirizan mutuamente -el primero utiliza al segundo como servidor, mientras el último estudia a su modelo para eventualmente convertirse en él-, y terminarán siendo ultimados el uno por el otro.

El asesinato de Jesse James no solo fascina por la hilvanación del drama en medio de la observación de comportamientos y caracteres. Se trata también de un filme que presenta, a las tierras sureñas, como un paraíso luminoso, en contraste con la oscuridad de los personajes. Por último, mencionaremos su estética de visiones pasadas por filtros que distorsionan la imagen, para proporcionarnos una calidad hipnótica de evocación y sueño  -jugando a otro nivel con el contraste entre realidad y mito, humanidad caída y paisaje celestial. (versión modificada del texto publicado en Somos, 12/04/2008)

domingo, 20 de febrero de 2011

Temple de acero (True Grit, 2010) de Joel y Ethan Coen


Reuben J. “Rooster” Cogburn (Bridges) es uno de los más temidos alguaciles del Oeste. Lo ha contratado la temperamental púber Mattie Ross (Steinfeld), que quiere cobrar venganza. Su objetivo: el indómito bandolero Tom Chaney (Brolin). Teniendo como ilustre precedente a la cinta de Henry Hathaway, de 1969, los hermanos Coen vuelven al género “rey” con su mirada corrosiva, hasta irónica, y no por ello ajena a la ternura, a un lirismo que, sin maniqueísmos de por medio, llega a ser conmovedor y reflexivo.

Con un estilizamiento que nos aleja del realismo crudo de otros directores, y nos acerca a atmósferas casi surreales -recordemos clásicos como Barton Fink o Fargo-, el western  deja de ser un mundo épico e idealizado, y se convierte en aventura de aprendizaje. En ella, los personajes se hacen entrañables en virtud del absurdo y de sus defectos -como el torpe y orgulloso “ranger” Labeuf (Damon), quien se une a la pareja protagónica, y aporta al filme mucho de su extrañeza y excentricidad. 

Sin embargo, no se piense que estamos ante una comedia. Lo magnífico de Temple de acero tiene que ver con su mezcla de humor y lados oscuros, con la recreación onírica de una geografía cinematográfica, con su desmitificación del héroe y del villano. En ese sentido, la interpretación de Bridges, como el alguacil borracho, inmenso, y, sobre todo, frío para no tener dudas de qué acción tomar en cada momento del viaje, es fundamental. Las películas memorables suelen tener a un actor tan decisivo como la mirada del director. Esta es una de ellas. (Somos, 19/01/2011)

viernes, 18 de febrero de 2011

Katie Tippel (1975) de Paul Verhoeven


Katie Tippel está lejos de ser uno de los títulos más populares o prestigiosos de Verhoeven. Lo que no impide, para nada, que la declaremos, desde estas páginas, como una rotunda obra maestra que está a la espera de ser descubierta. Estamos ante la lucha por la sobrevivencia de la hija (de nuevo la magnífica Monique van den Ven) de una familia muy pobre que, apenas establecida en la Ámsterdam del siglo XIX, tiene que afrontar la hambruna que asoló a la naciente burguesía holandesa. Basándose en la novela de Neel Doff, el director de Total Recall hizo su obra definitiva sobre la mujer, sobre “su” mujer: como luego sucedería con la Rachel Steinn de La lista negra (2006), Katie es resistente hasta lo imposible, es vejada y usada, se disfraza y se transforma, es humillada de la forma más cruel, y tiene que usar su sexualidad para salvarse -y para conseguir esa ansiada y esquiva libertad que para el director no solo es espiritual sino también muy real, muy concreta y muy física.

Se nota que Verhoeven ama a Tippel, y que muestra, en grandes planos frontales, toda la dimensión de su lucha: ella se quema las manos en la lavandería donde trabaja, pelea como una fiera por un mendrugo, acepta la prostitución de su hermana, y, luego, es inducida al negocio por voluntad de su propia madre. Los traumas de Katie se suceden uno tras otro, así como unas aventuras en las que el riesgo es lo único que parece prometer la salvación. Esta crónica de calles y estancias herrumbrosas, negras y fétidas, de pasos por los hospicios y la tuberculosis, da un giro interesante cuando la protagonista conoce a unos jóvenes bohemios y adinerados. El humor, los sentimientos y afectos que parecerían negados para siempre a Katie, abren surcos inéditos en el filme, así como una aparente solución a los problemas. Sin embargo, Verhoeven no es ciego a las diferencias de clase, ni a la inocencia de Tippel, quien seguirá descubriendo los complejos y duros entramados de la vida.

La cámara de Verhoeven se desliza con tersura y con un inusual aliento lírico. Y, a la vez, no deja de ser apremiante y desesperante en su forma de mostrar excrementos, cuerpos, o rostros grotescos. Simplemente, el autor a conseguido una escritura y una habilidad narrativa llena de plenitud, a la vez que se ha metido en la piel de una mujer como nunca antes. En Delicias Turcas (1973) se trató de un héroe masculino, el definitivo. En Katie Tippel le tocó el turno a una heroína, la definitiva, y quizás se trate de la mejor película de Verhoheven. (versión modificada del texto publicado en Godard! Nº15, marzo 2008)

jueves, 17 de febrero de 2011

La hija de Ryan (1970) de David Lean


Esta es la flor rara, el título oscuro. El filme rocoso. El de la aridez, el de la niebla. El que hace, del gris, el color dominante. El que habla de una belleza fea y convulsa, sobre la demencia y la locura. Una película maldita. Más aún cuando se trata de una gran película de David Lean -otra de las majestuosas obras maestras que realizó en sus últimos años-, pero también de aquella que lo llevaría a más de una década de silencio tras el tremendo desastre de crítica y público que tuvo que soportar.

La hija de Ryan sigue fascinando por varias razones. Primero, porque esta vez tenemos al frente a dos héroes muy frágiles: una mujer joven, y un retardado mental. Ambos viven en un pueblo costero muy pobre de Irlanda, en una geografía seca, árida y yerma, donde no hay lugar para el amor. Sin embargo, Rosy Ryan (Sarah Miles) se enfrentará, primero, a sí misma, y luego, a su pueblo, por el amor de otro ser fronterizo: un soldado británico que ha encallado, herido de guerra, y que es presa de una mente atormentada y quebrada.


Por su parte, Michael (John Mills), el loco del villorrio, está enamorado de Rosy. Y ella, casada con el sacerdote Charles (Robert Mitchum), enloquece por el soldado lunar y enfermo que ha aparecido como un fantasma. Luego, la heroína es vapuleada, despreciada, acusada por un gentío de miserables “puritanos” que han encontrado, por fin, una forma de aparentar una dignidad que no tienen.

¿Dónde está la dignidad? En medio de la ignominia, de la humillación. Los protagonistas, enamorados, perdidos, tienen rostros idos, y buscan la vida en medio de la muerte. Se trabaja con el vacío, la ausencia de color en el color. Por eso, este quizá sea el filme más audaz del director de Breve encuentro, y, también, uno de los más bellos. La ternura de Rosy -y de Michael-, su apariencia enajenada, su rostro humillado cuando ya han pasado los insultos y castigos, guardan una santidad que hace recordar a Dreyer (Juana de Arco, Gertrud), o a un cine místico de impronta austera y desgarrada. Más aún teniendo en cuenta que La hija de Ryan contiene, también, los momentos de pasión y erotismo más ardientes de la obra de Lean. Solo eso bastaría para hablar de la medida de su grandeza. (Versión modificada del texto publicado en Godard! Nº 16)

domingo, 13 de febrero de 2011

El cisne negro (2010) de Darren Aronofsky

 

Al igual que Mickey Rourke en El luchador -la anterior cinta de Aronofsky- , el de Natalie Portman es un tour de force interpretativo. Sin embargo, si la cruzada de Rourke se hacía en las calles de la clase trabajadora, El cisne negro está hecho, casi exclusivamente, en interiores. Y si la historia de la bailarina neoyorquina es claustrofóbica, no se debe solo a esa pequeña habitación resguardada por una madre posesiva, sino a una cámara que nunca deja a su heroína, y que da forma a un encierro mental lleno de alucinaciones, desequilibrios nerviosos, paranoia, desesperación.

Por esto último, la cinta está a caballo del drama psicológico y el cine de terror. Un espiral descendente hacia los infiernos de la competencia, el martirio y la obsesión. Y es que la ballerina accede a un reto cruel: debe negar su expresión natural, armoniosa y virginal, para interpretar la voluptuosidad y desenfreno del “cisne negro”, como se lo pide el maestro LeRoy (Vincent Cassel). En el fondo, se trata, también, de un relato operático y casi expresionista, filmado con un realismo crispado y pesadillesco -que, a veces, está a punto de ser algo reiterativo o subrayado-, donde se pone en tensión una identidad angustiada por su propia sexualidad. Reto paradójico porque, de alguna manera, es el reflejo de otra conversión, esta vez lograda por Aronofsky con  Portman -alguna vez figura de la belleza inmaculada y dulce-, al transformarla en una verdadera actriz, en una mujer exenta de glamour y “bajo la influencia” de una desgarradora violencia interior, como hubiera dicho John Cassavetes. (Somos, 12/02/2011)

Imparable (2010) de Tony Scott


¿Qué sucede cuando un tren de carga se descontrola por el descuido de un operario despistado? A Tony Scott le basta esta sencilla anécdota para elevar el thriller de acción a una categoría superior. Celebrada, incluso, por los críticos más severos del director, Imparable rechaza la abundancia de efectos especiales y las explosiones reiteradas.

Y es que los héroes de Scott no son fortachones glamorosos de proezas fantásticas, sino representantes de la clase trabajadora que, de pronto, tienen que afrontar la posibilidad de arriesgarlo todo -incluso, enfrentándose a las órdenes de las más altas esferas del poder, a los intereses económicos de las clases dirigentes. Aquí, Will (Chris Pine), llega para reemplazar a Frank (Denzel Washington) -en medio de una política de despidos que es parte de la crisis actual-, pero debe aprender de él, y poner a prueba una resistencia más psicológica que física.

La dinámica de montaje logra un magnífico paralelo de ámbitos cotidianos -la familia de los protagonistas; otro tren atiborrado de niños; la tribulación de la jefa (Rosario Dawson) del sistema ferroviario- en función del trayecto de ese monstruo lleno de químicos letales que, como se ha dicho con certeza, parece una bestia desbocada y con vida propia. También es de destacar una observación a distancia que privilegia, de forma realista y épica, la fragilidad del hombre frente a su invención. Roger Ebert ha citado a la mítica El maquinista de La General, de Buster Keaton, para hablar de este filme como de otra cúspide de la lucha entre el hombre, la máquina y el movimiento. Totalmente de acuerdo. (Somos, 5/02/2011)

"¿Sabes qué es estar desesperado?": Algunos apuntes sobre el cine de John Cassavetes

 
No es la primera vez que escribo sobre John Cassavetes. Tampoco será la última. Nunca será suficiente tratándose de él. Y eso se dice cuando uno no vuelve a ser el mismo después de haber estado bajo su influjo,… algo difícil de definir, quizá imposible. Algo que se aleja totalmente de lo mítico o lo ficticio,  películas que han abolido la distancia entre el espectador y la imagen, que no nos ponen a salvo en un mundo de representaciones -porque ya no las hay-, pero, también, algo que excede la cotidianidad, que parte de ella para llevarnos a algo que podemos calificar como extraordinario, casi épico.

Con pocos uno siente una deuda, una entrega tan grande. Los que estamos marcados por Cassavetes sabemos a qué nos referimos cuando hablamos de nuestra deuda con él. Algo que es, a la vez, lo más difícil de explicar y, sin embargo, también, la cualidad más inmediata que define su cine: su potencia. ¿Potencia neo beatnik acaso? ¿nuevo vitalismo de las clases medias exentas de glamour, de los individuos marginales? ¿inmanencia de un salvaje neorrealismo americano? ¿el cine como sismógrafo del rostro, el cuerpo y los afectos? ¿ficción extraída de los pedazos de un documental nervioso? ¿registro peligroso del amor en su versión menos sensual o sexual? ¿cámara reveladora de un realismo alucinado, de la desesperación y fiebre más cotidianas? ¿ópera entre cómica y melodramática de ciudadanos atravesados por la locura y la ternura menos probables?

 
Son preguntas vanas, intentos por asediar una obra para la cual no tenemos herramientas de sujeción, y que no podemos juzgar con las reglas habituales. Pero entonces, ¿cómo acercarse a estas imágenes, aparentemente, nada “espectaculares”, precarias o prosaicas según como se miren?

Cassavetes inventó nuevas formas de hacer y de mirar. Podría decirse que la suya es una de las pocas re-invenciones casi absolutas de la gramática fílmica, quizá la principal después de Griffith y Welles. En Europa, eso ya lo había probado Bresson al abolir la codificación “behaviourista” o psicologista sedimentada en la tradición y así empezar de cero. Rossellini también probó la tabula rasa y cambió el cine para siempre. En Latinoamérica, Glauber Rocha nos enfrenta al vértigo de un nuevo inicio. Todos fundadores -con continuidad o sin ella- que dijeron esto no sirve, emprendamos otro camino desde otras reglas de juego, así sea esta una búsqueda dolorosa y condenada de antemano a la incomprensión y el fracaso (Cassavetes debe ser, con Melville, el segundo genio universal americano más despreciado e ignorado por la crítica y el público de su país).

 
¿Qué cambió Cassavetes? Podría decirse que él fue el primero en desconfiar del equilibrio narrativo basado en el no-rompimiento del eje, la historia, la intriga y el espacio -“un cine donde los personajes no deban venir de la historia o de la intriga, sino donde la historia sea segregada por los personajes”-. Todo se disolvía alrededor de los personajes, de sus actitudes o gestos[1] como perpetua agonía o lucha que va de la potencia a la impotencia, y viceversa. El escenario de esa lucha es el cuerpo y el rostro, con todas sus expresiones: cansancios (El asesinato de un corredor de apuestas chino), desfallecimientos (Corrientes de amor), histerias (Una mujer bajo la influencia), teatralizaciones (Rostros), alardes gimnásticos (Así habla el amor), muecas, risas locas (Rostros), desmayos (Noche de estreno), petrificaciones (Un hombre en apuros), ofuscamientos (El asesinato…)…

Quizá el ejemplo más paradigmático de esta lucha que se hace en la dinámica  potencia-impotencia sea la Gena Rowlands/Myrtle Gordon de Noche de estreno (1978), diva del teatro enfrentada a su soledad y envejecimiento, que ha llegado al punto en que tiene que arrastrarse por el piso para llegar al estreno de la obra. La pregunta detrás de todo el filme es esa: ¿puede Myrtle Gordon, o no puede? Sin embargo, una vez allí, el cuerpo de Myrtle -que se debate entre el agotamiento, la alucinación y la embriaguez- parece cobrar una energía inusitada porque ha llegado a lo único real en su vida, el único punto de apoyo sólido: la escena teatral [2], la posibilidad de la vida como creación. Entonces, el delirio de la escena teatral sublima el otro delirio, el de una vida que cae en el vacío. Pero no hay noche de estreno si no hay actriz-estrella y no hay lucha,… y por eso ella va, cayéndose al piso, golpeándose, yendo a tientas, mientras Ben Gazzara, quien funge de productor, insta a todos a dejarla sola, para que ella se pare por sí misma y libre la pelea contra la muerte que será aplaudida por su público.


Thierry Jousse habla de un action filming, en analogía con el action painting de Pollock. Pero Cassavetes no es abstracto, sino carnal y figurativo (cine del cuerpo); concreción que no es sinónimo de rigidez. La filmación se vuelve un revelador que se confunde entre las personas, entre los flujos que las atraviesan y Jousse supo nombrar bien: alcohol, amor, alucinación [3] ¿Cómo revelar? A través de una toma fija, un primer plano demasiado cercano de dos cuerpos que caen dormidos luego de una conversación banal interminable, como sucede con las parejas de Maridos (1970), ya en Londres, cuando los compinches suben a sus cuartos de hotel con mujeres improbables, entre risas y más teatralización, para llegar a un punto muerto donde lo que queda es un desvanecimiento hermanado como colofón de la embriaguez –que, para Cassavetes, es una forma del amor-. Pero la revelación también la puede hacer el zoom, un disparo hacia rostros desencajados; especie de balazo sin previo aviso que pueda salvar al espectador de una impúdica captura emocional que es, a la vez, terriblemente física. Como ejemplo, otro milagroso hallazgo de Maridos, cuando la pandilla, en plena francachela antes del viaje, no para de insistir hasta hacer cantar a una de las mujeres que en un principio se resistía.

  
Pero, en Cassavetes, las actitudes también llegan a una especie de parálisis, un aturdimiento frente a acontecimientos que sobrepasan a los personajes. Uno de los más emblemáticos es el joven mestizo de Sombras (1958-1959), enfrentado a la imposibilidad de decidir entre dos mundos, y aventado a la calle atestada, en la noche, donde parece diluirse [4]. Otro personaje en ese estado de indecisión es el Cosmo Vitelli (Ben Gazzara) de El Asesinato…(1976-1978) Al haber perdido demasiado dinero en apuestas, lo único que le queda es estar a merced de la mafia, que lo obliga a ajusticiar al corredor de apuestas chino. Nada le pertenece a Cosmo, ni su propia vida, ni los acontecimientos luctuosos en los que se ve envuelto y frente a los que luce extrañado, frente a los cuales no puede reaccionar. Su vida no le pertenece más, es un “hombre muerto”, pero él se comporta como si todo siguiera, como si todo continuara. Con la mirada ida, auturdida, Cosmo está a cargo de un espectáculo de strip tease de medio pelo -que se monta en el club nocturno que regenta-. Y así vuelve el leit motiv cassavetiano: hablar frente al micrófono en el club, presentar a Mr. Sophistication, hacer los monólogos, y abrir el show, motivar a las chicas en el camerino y cantar con ellas, es decir, la vida como espectáculo que hay que sacar adelante, una escena cuyas fronteras no son tan claras… Pero Cosmo disfruta todo esto en un estado de flotación, algo melancólico, luego de haber tenido que enfrentarse a una serie de cosas -el mundo del crimen- que se tienen que hacer, dada la amenaza de la mafia, y que se vivieron sin convicción, como si no fueran reales. Por eso, hablamos de una realidad alucinada, donde los acontecimientos son tan extraños como la adolescente -ya muerta en un accidente- que se le aparecía a Myrtle Gordon cuando caía en las garras del vacío, frente a la acechanza de la muerte….


Por último, si la de Cassavetes es una poética existencial americana a contracorriente, es porque se trata del testimonio cinematográfico más blindado ante el maquillaje y el paternalismo, y, por lo mismo, menos maniqueo y más próximo a las clases trabajadoras estadounidenses del siglo pasado. Ahí está el Moskowitz (Seymour Cassel) de Así habla el amor (1971), parqueador de carros con más calado humano y clase que cualquier buen burgués de las películas mainstream norteamericanas. Ahí está también el Peter Falk de Una Mujer Bajo la Influencia (1975), obrero que debe lograr retener a su mujer -que está al borde de un delirio absoluto- y que en ningún momento luce por debajo de la muy elevada entereza y capacidad que demanda la tarea. Pero tampoco se trata de idealizar: él es un hombre sin glamour que también “estalla”. A pocos personajes uno los puede querer tanto por sus defectos y por sus locuras, y pocos más febriles y torpes como estos, que, a la vez, se resisten a claudicar y luchan por estar vivos. Ellos luchan por el amor, incluso a pesar suyo.

Quizá sea la pregunta que hace un personaje menos recurrido, la Gena Rowlands/Gloria Swenson de Gloria (1980), mientras atraviesa la ciudad de Nueva York con el niño al que protege -como si fuera suyo-, la que mejor sirva para resumirlo todo. Una manera de entender la vida, el amor: “¿sabes qué es estar desesperado?” (Versión modificada del texto publicado en Godard! Nº 19, 2009)


{1} El tema de las “actitudes” del cuerpo, en el cine de Cassavetes, ameritó el interés de Gilles Deleuze en "La imagen-tiempo". El filósofo francés partía de las “actitudes” para llegar al concepto de “gestus” (algo así como “coordinación recíproca de actitudes”, o “desarrollo de actitudes que operan una teatralización”), tomado a su vez de Brecht. Pero a Deleuze no le interesa tanto el “gestus” en función a la “lucha”, o a la dinámica potencia-impotencia del cuerpo, sino en función a la relación fílmica con el espacio y, sobre todo, el tiempo. Véase Deleuze, G. La imagen-tiempo. Barcelona: Paidós, 1986, p. 255. 
[2]  Véase Jousse, Thierry. "John Cassavetes". Madrid: Cátedra, 1992, p. 32.
{3} Véase Jousse, Thierry. "John Cassavetes". Madrid: Cátedra, 1992, p. 121-134.
{4} Véase Deleuze, G. “La imagen-tiempo”. Madrid: Paidós, 1986, p. 256. En relación a “Sombras”, Deleuze, más que un aturdimiento o parálisis, ve un “gestus social” mestizo, suya suerte es la del aislamiento y la imposibilidad de encajar en cualquier “gestus ”, ya sea el del mundo de los blancos, o el de los negros.

sábado, 12 de febrero de 2011

Identidad sustituta (2009) de Jonathan Mostow

 
Bruce Willis vuelve una vez más como héroe americano de espíritu sencillo y pragmático. Es Tom Greer, policía de un mundo que remeda al actual, solo que llevando al extremo algunos vicios de moda. En vez de la adicción a Facebook, celulares y juegos de computadora -donde se viven vidas virtuales-, estos ciudadanos permanecen echados en sus dormitorios, mientras controlan la vida de unos robots que los sustituyen en las labores diarias (idea que surgió al comprobarse que un gran porcentaje de adictos a los videojuegos había abandonado sus trabajos y se había divorciado -había abandonado el mundo “real”).  

Pues bien, ideas no faltan en esta distopía próxima y amenazante. El vaticinio es que el individualismo contemporáneo no solo acabará con cualquier rezago de vínculo comunitario, sino con lo único que quedaba: la participación de nuestro cuerpo, de nuestro rostro, en el mundo. Esta verdad es la que se luce, con un diseño bastante fino -y eso no tiene que ver tanto con los efectos especiales, sino con la dirección de actores-, en este thriller de apuntes existenciales.

Pero para tener una buena película no basta una imagen de robots yendo a centros de belleza, o una secuencia de acción espectacular -que hay, y muy buenas. En ese sentido, y más allá de una intriga algo manida -y de una narración apresurada que pasa muy rápido la lista de preguntas metafísicas planteadas, para las que habría que darse unos minutos más-, la película trabaja lo suficiente, por lo menos, en el perfil, evolución y  sentimientos de su héroe, Tom Greer, aprendizaje que encaja bien en el estilo de la fábula moral.


En efecto, Greer hace un aprendizaje que resume al de cualquiera que empieza a ver con ojos críticos la rutina en la que vive, para luego darse cuenta de que la modernidad está enajenando a sus miembros, privándolos de tiempo, de vínculos básicos que se necesitan para dar sentido a la vida y ser libres. En este caso, la evolución del detective también pasa por este conflicto: debido a un crimen misterioso, se descubre un complot que pone en riesgo la sobrevivencia de los robots. Por otro lado, es la existencia de los replicantes la que priva a Greer del contacto con su esposa y su propia familia. ¿Qué debe hacer Greer, entonces? ¿Salvar el orden imperante del peligro de un atentado terrorista, o preferir la abolición de ese sistema que le ha quitado su vida?

Identidad sustituta no solo es una interesante puesta en imágenes de un futuro cercano -cercanía que se acentúa al instalarnos en Boston, ciudad ejemplar en cuanto a la combinación de arquitecturas señoriales y modernas-, sino que, en la tradición de películas como Blade Runner -salvando las distancias- o Total Recall, está muy lejos de ser una ruleta rusa más de Hollywood. A partir de la experiencia que compartimos con el protagonista -confundido en relación a su propio rol como policía, y “extrañado” en un mundo en el que vivió con una supuesta comodidad que no admitía dudas- el realizador Jonathan Mostow llega a incursionar en el dominio del asombro y los afectos. Es verdad, también, que por el material con el que se contaba, y a partir de su extraordinaria primera hora, se podía esperar mucho más de ella; que el villano (tener a James Cromwell no es poca cosa) está algo desaprovechado, y que la resolución es bastante convencional. Pero, valgan verdades, ¿cuántos thrillers futuristas pueden ser tan suspicaces, incisivos y políticos como este? (versión modificada del texto publicado en Somos 19/12/2009)


miércoles, 2 de febrero de 2011

Ciclo: Igualdad y fraternidad entre documental y ficción


Lunes 7 de Febrero: 

Las playas de Agnès de Agnès Varda (Francia. 2008, 110’). 

“Yo juego el rol de una pequeña viejita, gordita y habladora, que da cuenta de su vida. Y, sin embargo, son los otros quienes me interesan de verdad y a quienes quiero filmar. Los otros, que me intrigan, me motivan, me interpelan, me desconciertan, me fascinan… Ahora, para hablar de mí, pensaba: Si se abriera a la gente, se encontrarían paisajes. Si me abrieran a mí, encontrarían playas...”

Lunes 14 de Febrero:

Juego de escena de Eduardo Coutinho (Brasil. 2007, 100’). 

"El problema para ellas era que cuando yo les hablaba o les hacía preguntas, ellas nunca podían llegar a saber lo que yo quería de ellas, porque no hago previos, es decir que no hay juzgamiento, solamente acepto. El principio es que yo acepto, porque lo que me interesa es saber cuáles son las razones del otro, no las mías. Las mías no me interesan, yo estoy fuera. Uno tiene que estar vacío para ser llenado por el otro.”

Lunes 21 de Febrero: 

Z32, de Avi Mograbi (Israel. 2008, 81’).

El soldado dice: "Tengo miedo de que alguna persona a cuyo padre maté me reconozca por la calle". Así que Mograbi se pone una careta digital, con la que el soldado le confiesa a su novia: "Cuando estaba atacando, me veía desde fuera corriendo y actuando como un robot. Entonces sonreía por el subidón de adrenalina. Me decían que disparara a cualquiera que supusiera una amenaza, lo que es cualquiera de más de 5 años". 

Lunes 28 de Febrero: 

Ghiro ghiro tondo, de Yervant Gianikian y Angela Ricci Lucchi (Italia, 2000, 62').

Muchos de los juguetes son una especie de “réplica” de niños, colocados en fila como si se tratasen de cuerpos sin vida; otros tienen marcas que parecen heridas. El juguete supone la paradoja de la elaboración de un objeto destinado a dar felicidad a un niño al mismo tiempo que se fabrican imitando armas cuyo efecto devastador se hace presente incluso en los mismos juguetes. 

Imágenes de la prisión,
de Harun Farocki (Alemania. 2000, 60’).  


Las Sociedades de Control tal vez hagan desaparecer, en un futuro lejano, a la cárcel como edificación cerrada. Esto, de ninguna manera, implica que el sistema capitalista resigne su vocación de encierro. Y esto, señalaba Foucault, no es ninguna abstracción. ¿El proletario, el obrero, el trabajador, como quiera que llamemos a aquél que esta alienado en un sistema de producción, no está acaso preso de otros mecanismos?

Cineclub de la Universidad Peruana Cayetano de Heredia.- Lunes. 7 de la noche. Av. Armendáriz 445, Miraflores. Entrada Libre.

Nota: Los textos fueron proporcionados por nuestros amigos, los críticos Mario Castro Cobos y César Guerra Linares, programadores del cine club.

El escritor oculto (2010) de Roman Polanski



En este thriller el protagonista (Ewan McGregor) no tiene nombre, nunca se pronuncia. Es un escritor a sueldo a quien le gusta referirse a sí mismo como “el fantasma”, en alusión a su condición oculta de “negro” literario, de “ghostwriter”. Y es que él es, también, una figura sin presencia en la Historia. Todo lo contrario a su cliente, Adam Lang (Pierce Brosnan), Primer Ministro británico cuya vida guarda más de un secreto por descubrir.

Del ciudadano anónimo al hombre público y poderoso, una de las virtudes del filme y una de las menos ostensibles también quizá recaiga en la soltura con que Polanski ha a dirigido a sus actores un rasgo distintivo de su cine, a fin de cuentas. Frescura que contribuye a ese deslizamiento constante de apuntes cómicos solo falta recordar una de las primeras secuencias: la deliciosa reunión de McGregor con los jefes de la editorial que hacen aparecer como inofensiva, y próxima, una experiencia que, poco a poco, se va haciendo más oscura. Aspecto siniestro que empieza con la alusión a la sospechosa muerte del anterior “fantasma”, hasta las conexiones del ministro con un control político que viene de otro país.

A primera vista, la huida del exterminio nazi del músico Szpilman (Adrien Brody, en El pianista, 2002) no tiene mucho que ver con las andanzas de nuestro escritor. Pero ese es un error, si se mira solo superficialmente. Polanski es un maestro del cine porque domina, como nadie, el arte de la elusión visual, la muestra parcial, el “fuera de campo”. Se trata de ver y no ver, de sugerir una presencia maligna que escapa al campo de observación, de sugerir la omnipresencia del Mal. 

Como le sucedía a la Sra. Woodhouse (Mia Farrow) en el edificio poseído de El bebé de Rosemary (1968), o al mismo Szpilman, en el departamento abandonado donde podía escuchar las matanzas pero no verlas completamente, McGregor está atrapado en el islote del político británico, donde todas las presencias (desde la secretaria, hasta los menudos sirvientes orientales) parecen esconder una función vigilante y delatora.

Estamos, pues, dentro de una poética del “engaño”, donde un protagonista, del que no sabemos mucho la mayoría de héroes polanskianos parecen tener una cualidad “transparente” o infantil, casi exenta de cualquier turbación o pasado que los haga un tema en sí mismo, desde la Mia Farrow de El bebé de Rosemary, hasta el Hugh Grant de Luna de hiel (1992), pierde la inocencia, y se enfrenta a la soledad radical.



Sin embargo, es la soledad la que hace surgir una necesidad de establecer vínculos decisivos en la aventura de descubrimiento de un subsuelo infecto y luctuoso: el héroe, atrapado en una red de “actuaciones” interesadas, parece acceder a cierto rostro “humano” del corrupto. Y más que el personaje del político, habría que mencionar el de Ruth Lang (Olivia Williams), su mujer, quien, como el Fagin (Ben Kingsley) de Oliver Twist (2005) uno de los filmes más bellos del director polaco, resume una mezcla de seducción, cariño, y manipulación, respecto al protagonista. Lo extraordinario es que Polanski nos acerca, realmente, a una duda esencial: ¿qué afecto sincero llegó a desprenderse de Ruth Lang, del viejo Fagin, o del Oscar (Peter Coyote) de Luna de hiel? ¿cuál es la verdadera naturaleza de ese vínculo o complicidad? ¿qué reducto de humanidad conoció “el fantasma”?

Finalmente, con este escritor a sueldo también reconocemos a personajes no solo “transparentes”, sino también vulnerables, muy a menudo entre lo último de la pirámide social. Como a Spilzman, al que le quitan todo, su nombre, su ropa, y se convierte en menos que nada, en nadie. Son víctimas sin ninguna cuota de poder: lo que les queda es sobrevivir. Es lo que pasa, por último, con Oliver (Barney Clark), niño de la calle engañado y utilizado por los hampones de los barrios bajos del Londres del siglo XIX. 

Esta vez, Polanski ha vuelto a filmar una Inglaterra neblinosa. Pero Oliver ha crecido. Ahora, escribe la biografía de un ciudadano “ejemplar”. Y lo que no sabe es que los embaucadores y falsarios ya no serán los usureros, los vividores de las cloacas de la ciudad, sino los hombres más poderosos del mundo, los gobernantes de cuello y corbata, coludidos en un plan que va más allá de las fronteras. El escribidor trata de creer en lo que ve. Aunque todo, a pesar de su aire familiar, se vea tan extraño como esas paredes de vidrio, transparentes, por las que observa al ministro hacer sus ejercicios diarios. En efecto, todo parece translúcido en esta estancia, en ese puerto sin habitantes, pero todo es opaco, imprevisible, y trágico. De la metafísica a la política, con una clara alusión a Tony Blair y algo más, El escritor oculto no deja de ser una exaltación de los poderes más sutiles del cine.(En Godard! Nº 27, marzo 2011)