En Ran (“Caos” en español, versión libre de El rey Lear de Shakespeare), los señores feudales del siglo XVI reinan en lo alto de las montañas. El gran señor, Hidetora Ichimonji (Tatsuya Nakadai), decide ceder el poder a sus hijos, al llegar la vejez. Sin embargo, esta decisión se tornará, rápidamente, en el desencadenante de una enorme conflagración que, en manos del director de Los siete samurais (1954), adquiere la dimensión de una guerra de titanes.
La causa de la tragedia es la ambición por el poder. Y la mayor víctima será Ishimonji (inolvidable actuación de Nakadai), quien, luego de ser humillado por sus hijos, tendrá que deambular por su reino como si fuera un mendigo, un vagabundo que lo ha perdido todo.
Precisamente, lo más inolvidable de Ran quizá esté en esa caída casi inconmensurable, en esa trayectoria violenta que lleva de las cumbres a la tierra baja, de la divinidad a la humanidad. El Gran Señor -Ishimonji- se enfrenta a una dura tarea: dar fe de lo “imposible” -de que sus hijos podían volverse sus principales enemigos, y que su reino podía destruirse en sus narices. La huida del anciano se hace entre guerras sucias, intestinas, acompañado, tan solo, por el bufón palaciego -ya convertido en único amigo.
Esta es otra variante de un “despojamiento” que, de pronto, transforma las vidas de los personajes de Kurosawa. Como el Kenji Watanabe de Vivir (1952) -quien debe encarar una muerte próxima, que nunca imaginó-, el viejo Emperador de Ran despierta de un largo sueño, y se enfrenta al desvanecimiento de todo lo que antes era incorruptible -la tierra, el reino, la familia. ¿Por qué nadie lo ama? ¿Por qué todo lo que antes le pertenecía se vuelve contra él? Es la pregunta que se hace Ishimonji, ya medio loco, andrajoso, y delirante- arrastrando, apenas, la incredulidad de lo que aparece ante sus ojos.
Llena de visiones operáticas, dantescas, mezclando la luz de la montaña, la niebla y el fuego, Ran no solo alcanza las dimensiones cósmicas más abismales de la filmografía japonesa. El personaje que encarna Nakadai es, también, uno de los más estremecedores retratos de esa humanización radical que tanto persiguió Kurosawa, con sus películas, durante toda su vida. (versión modificada del texto publicado en Godard! N° 25)
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