miércoles, 23 de febrero de 2011

Permiso para matar (Brooklyn's Finest, 2009) de Antoine Fuqua


La mejor película de Fuqua, hasta la fecha, es un intenso tejido de historias desesperadas, pero, sobre todo, heridas por una conciencia hecha de dolor. Día de entrenamiento (2001) -el título más premiado y taquillero del director- prefería la observación, más que la aflicción: se llegaba a componer una especie de fenomenología del proceso de corrupción, aprendizaje que partía de una seducción “actoral”. La “actuación” debía hacer normal lo inmoral, gracioso lo injusto, un “juego de estilo” lo vicioso. Por eso mismo, la construcción de la mirada debía gravitar en torno a la performance de un intérprete magnético y virtuoso (Denzel Washington). Sin embargo, el filme no dejaba de prescindir de la culpa en función de la mirada fascinada, y, luego, del heroísmo del personaje “puro” (Ethan Hawke) -ese que nunca llega a corromperse, que está al otro lado del espejo.

En Permiso para matar, en cambio, todos son corruptos, están en proceso de serlo, o ya lo son -aunque sea “virtualmente”: el salario del joven detective Procida (Hawke, de nuevo, en una estupenda variación de su registro para Lumet en Relaciones peligrosas) no alcanza para poder dar, a su familia, una casa lo suficientemente grande y saludable. Por eso, busca la forma de robar el dinero confiscado -en los asaltos policiales- a las mafias de Brooklin. “Tango” (Don Cheadle), agente infiltrado en las pandillas de la ciudad, debe persuadir a su amigo Casanova Phillips (Wesley Snipes) -“padrino” que le salvó la vida, sale de prisión y piensa retirarse- para cometer un último negocio ilícito, con el fin de convertirlo en “chivo expiatorio”, de acuerdo a las conveniencias de los jefes del Departamento. Por último, Eddie Dugan (Richard Gere), uno de los policías más sucios, se ha quedado solo en la vida, y no deja de pensar en el suicidio, a pocos días de jubilarse. Al parecer, lo único que anhela es la compañía de una prostituta (Shannon Kane), de la que se ha enamorado.

Permiso para matar es una película que renuncia al maniqueísmo, al juego de polos puros e impuros. El personaje “modélico” -Hawke- ya inició su proceso de degradación, mientras que los otros despiertan tarde a su propia caída: una vida hecha de engaño, de negación de afectos y lealtades. Y, en medio de los círculos descendentes, Fuqua aúna, a la intensidad contenida y a veces explosiva de las actuaciones -y gracias a un magnífico montaje de líneas paralelas-, una reflexión sobre el modo en que se produce esa conquista del espíritu frente a toda una forma de ver el mundo.

Los colores cálidos, saturados, están en consonancia con la incandescencia de los barrios bajos -nos recuerdan a estilistas de la violencia como Scorsese o De Palma-, así como las cámaras flotantes siguen a las criaturas en su perpetua inmersión por las noches de Brooklin, completado este envolvente y angustiante descenso que, lo sabemos más que nunca, no tiene salida. Será, apenas, la suerte del viejo Eddie -ese corrupto del que todos se burlan, y en el que ya nadie cree-, la que regale algún soplo de dignidad.

Con algunos de los mejores duelos verbales del año -entre ellos la reaparición fulgurante de Ellen Barkin como una intimidante autoridad del gobierno en su “tete a tete” con Cheadle-, su ritmo adictivo, y su dilatado desarrollo de protagonismo coral, Permiso para matar reclama el lugar que seguro le robará, en la “Historia del cine”, otras cintas de vidas cruzadas (Amores perros, o Crash) con más efectismo que complejidad y hondura. (En Godard! N°26, diciembre 2010)

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