Esta es la flor rara, el título oscuro. El filme rocoso. El de la aridez, el de la niebla. El que hace, del gris, el color dominante. El que habla de una belleza fea y convulsa, sobre la demencia y la locura. Una película maldita. Más aún cuando se trata de una gran película de David Lean -otra de las majestuosas obras maestras que realizó en sus últimos años-, pero también de aquella que lo llevaría a más de una década de silencio tras el tremendo desastre de crítica y público que tuvo que soportar.
La hija de Ryan sigue fascinando por varias razones. Primero, porque esta vez tenemos al frente a dos héroes muy frágiles: una mujer joven, y un retardado mental. Ambos viven en un pueblo costero muy pobre de Irlanda, en una geografía seca, árida y yerma, donde no hay lugar para el amor. Sin embargo, Rosy Ryan (Sarah Miles) se enfrentará, primero, a sí misma, y luego, a su pueblo, por el amor de otro ser fronterizo: un soldado británico que ha encallado, herido de guerra, y que es presa de una mente atormentada y quebrada.
Por su parte, Michael (John Mills), el loco del villorrio, está enamorado de Rosy. Y ella, casada con el sacerdote Charles (Robert Mitchum), enloquece por el soldado lunar y enfermo que ha aparecido como un fantasma. Luego, la heroína es vapuleada, despreciada, acusada por un gentío de miserables “puritanos” que han encontrado, por fin, una forma de aparentar una dignidad que no tienen.
¿Dónde está la dignidad? En medio de la ignominia, de la humillación. Los protagonistas, enamorados, perdidos, tienen rostros idos, y buscan la vida en medio de la muerte. Se trabaja con el vacío, la ausencia de color en el color. Por eso, este quizá sea el filme más audaz del director de Breve encuentro, y, también, uno de los más bellos. La ternura de Rosy -y de Michael-, su apariencia enajenada, su rostro humillado cuando ya han pasado los insultos y castigos, guardan una santidad que hace recordar a Dreyer (Juana de Arco, Gertrud), o a un cine místico de impronta austera y desgarrada. Más aún teniendo en cuenta que La hija de Ryan contiene, también, los momentos de pasión y erotismo más ardientes de la obra de Lean. Solo eso bastaría para hablar de la medida de su grandeza. (Versión modificada del texto publicado en Godard! Nº 16)
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