Reuben J. “Rooster” Cogburn (Bridges) es uno de los más temidos alguaciles del Oeste. Lo ha contratado la temperamental púber Mattie Ross (Steinfeld), que quiere cobrar venganza. Su objetivo: el indómito bandolero Tom Chaney (Brolin). Teniendo como ilustre precedente a la cinta de Henry Hathaway, de 1969, los hermanos Coen vuelven al género “rey” con su mirada corrosiva, hasta irónica, y no por ello ajena a la ternura, a un lirismo que, sin maniqueísmos de por medio, llega a ser conmovedor y reflexivo.
Con un estilizamiento que nos aleja del realismo crudo de otros directores, y nos acerca a atmósferas casi surreales -recordemos clásicos como Barton Fink o Fargo-, el western deja de ser un mundo épico e idealizado, y se convierte en aventura de aprendizaje. En ella, los personajes se hacen entrañables en virtud del absurdo y de sus defectos -como el torpe y orgulloso “ranger” Labeuf (Damon), quien se une a la pareja protagónica, y aporta al filme mucho de su extrañeza y excentricidad.
Sin embargo, no se piense que estamos ante una comedia. Lo magnífico de Temple de acero tiene que ver con su mezcla de humor y lados oscuros, con la recreación onírica de una geografía cinematográfica, con su desmitificación del héroe y del villano. En ese sentido, la interpretación de Bridges, como el alguacil borracho, inmenso, y, sobre todo, frío para no tener dudas de qué acción tomar en cada momento del viaje, es fundamental. Las películas memorables suelen tener a un actor tan decisivo como la mirada del director. Esta es una de ellas. (Somos, 19/01/2011)
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