Y la nave va es la película de Fellini más enferma de autoconciencia y melancolía, y, de alguna manera, engloba su universo desde una madurez completa y con una intención terminal. Quizá por eso tiene un halo extraño en el conjunto de su obra. Desde su prólogo, se descubre un propósito reflexivo y meta cinematográfico. A la manera de un rápido resumen de la evolución formal del cine, asistimos a la proyección primero muda, luego musicalizada y sonorizada, y por último a color, de la partida de un gran navío.
Como no podía ser de otra manera, se trata del viaje de un grupo decadente. De cuando en cuando, y como en una crónica, los personajes y sucesos son comentados por un perspicaz narrador (alter ego del autor de Roma), que se dirige al espectador frontalmente, mirando hacia la cámara. Con un regordete príncipe prusiano, y un rinoceronte enfermo, músicos y cantantes se encuentran en la nave para esparcir, en el mar griego, las cenizas de una gloriosa diva de la ópera. Fellini contrasta la pomposidad de sus personajes, como siempre, con situaciones cómicas: véase la competencia operística que entablan los maquinistas de las calderas. Sin embargo, la verdadera fiesta empieza cuando el barco es abordado por náufragos serbios y gitanos. El anárquico contingente encerrado en un mismo espacio -tema que Fellini encaró explícitamente en Ensayo de Orquesta- ahora se pone en escena con resonancias históricas. El ejemplo más ilustrativo es el estallido "accidental" del enfrentamiento naval, cuando se hace entrega forzosa de los serbios a otro barco, príncipe prusiano de por medio (¿en alusión a la Primera Guerra Mundial?). Habría que añadir que este tempestuoso combate se presenta como conclusión natural de la aventura, de la vida y la película.
Fellini fue y será siempre el cineasta de Cinecittá, esa gran casa o universo de juguete que él podía armar y desarmar a su gusto. La esencia de su poética descansaba en la singular materialidad de sus escenarios -y su manera de filmarlos-, unos paisajes o entornos que casi siempre escondieron, o lucieron sin más, una artificialidad cómplice, ingenua y extrañamente onírica. Algo que él comprendía muy bien, y que aquí se exhibe más enfáticamente que nunca con cielos, nubes y mares de plástico, con barcos como gigantescas maquetas de colores pálidos, tonos grises o superficies renegridas. Pero eso no es todo. Luego, al mostrar sus cámaras, reflectores y máquinas, Fellini hace evidente, de una manera especialmente impúdica, la condición ilusoria de lo que se agita ante nosotros. Esto sucede en la última y apocalíptica tormenta que vive el navío, en el clímax del filme. Allí, donde la verosimilitud tensa sus cuerdas, y, a la vez, todo parece perder el control, el cineasta echa una mirada a lo que está haciendo, como si se tratara del fin de su propio arte. Es una de esas últimas miradas, cargadas de distancia reflexiva y de un lánguido sentimiento, entre desencantado y melancólico. Es otra manera de ser lírico. Quizá la más soberbia de serlo. (Cambio, 06/08/1998)
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