martes, 28 de diciembre de 2010

La delgada línea roja (1998) de Terrence Malick

 

Para comprender mejor la complejidad de La delgada línea roja es necesario hablar de Badlands y de Días de gloria, los dos filmes que Malick había realizado hasta el momento. Ambos se centraban en una pareja joven que, para lograr la libertad -ya sea con respecto a la condición esclavizante del trabajo, o a la imposibilidad de su relación por la diferencia de clase- pasa por encima de las convenciones éticas, o las barreras morales. Por eso mismo, se trataba de parejas condenadas a la fatalidad, a fugas por la sobrevivencia. Sin embargo, lo que más sorprendía era la naturalidad, casi “casualidad” con la que aparecía el “pecado”, la casi total ausencia de culpa, el fuerte protagonismo de los escenarios naturales y rurales, o lo imprevisible de los acontecimientos y comportamientos. Todo esto modulaba unos relatos que no dejaban de entrar y salir de su curso, en consonancia con la azarosa errancia de los personajes. Pero, quizá, lo más revelador eran las reflexiones de los protagonistas, voces en off que expresaban los pensamientos más íntimos en torno a los hechos. Este era un discurso interior, uno que, a la luz de La delgada línea roja, también lo podríamos llamar “espíritu”.

¿Acaso Malick persigue una omnipresencia del “Espíritu” en sus películas? Podría decirse que La delgada línea roja lleva al máximo esta necesidad. En la batalla de Guadalcanal, una de las más sangrientas de la Segunda Guerra Mundial, la muerte, el crimen, y el horror, son la meta, el objetivo buscado, como condición de sobrevivencia. Ya no hay moral que transgredir, ni pecado que cometer. Por primera vez, el tema de Malick es el horror, y lo hace aparecer con toda su crueldad, con toda la naturalidad a la que nos ha acostumbrado su cine. Y pareciera que el director de Badlands hubiera puesto entre paréntesis toda perspectiva “cristiana”, quizá para ver el mundo de una manera más inocente, o para hacer preguntas más inocentes, como las que se hacían los filósofos antiguos: “¿Por qué la naturaleza lucha contra sí misma?” se cuestiona uno de los soldados, al empezar la película.

Esto nos lleva al tema del permanente protagonismo de la Naturaleza, espacio originario que obsesiona a Malick en todas sus "elegías". Y en ésta, las tomas de su magnificencia y belleza (que debemos a la fotografía de John Toll), como de sus detalles y formas de vida más germinales, pequeñas o extrañas, se intercalan con imágenes de su destrucción. Un ciclo que quedaría incompleto si no incluyera, también, al Espíritu. Es como si Malick dijera: al horror sólo se le puede mostrar, y sólo se le puede responder, con una presentación intensificada del Espíritu. Entonces, ya no es una, o dos, sino ocho las voces en off permutándose continuamente y sin un orden aparente, hasta confundirse en una sola voz, una sola realidad espiritual. Pero no son sólo los pensamientos, también los rostros. No hay un protagonista, es más bien el fluir del uno al otro (Jim Caviezel, Ben Chaplin, Elías Koteas, Sean Penn y Nick Nolte). La delgada línea roja parece sugerir que todos los personajes comparten un mismo “Espíritu” (hombres preguntándose, sintiendo, recordando), y que, por eso, todos somos, en el fondo, el mismo, como efectivamente piensa uno de los soldados.


En efecto, el director de Badlands se ha planteado su mayor reto: mostrar la “doble” naturaleza de lo humano -espiritualidad y brutalidad- en su momento más crítico, cuando el hombre lucha contra el hombre. Lo que, como hemos visto, también puede leerse como una lucha interna del Cosmos, inherente a la misma Naturaleza. La belleza se conjuga, conmovedoramente, con el horror. Es la grandeza y  miseria humanas… drama que se logra con una conjunción o transacción entre lo esencial.

Para lograr esto, Malick no sólo ha obviado los manuales que exigen una línea dramática encarnada en un protagonista, también ha desestimado las estructuras clásicas o aristotélicas -introducción, conflicto y desenlace- de esa misma línea. Y lo ha hecho porque, como diría Susan Sontag, su punto de partida no es analítico y psicológico, sino más bien expositivo y antipsicológico, ese que “opera con la transacción entre los sentimientos y las cosas; las personas son opacas, están ‘en situación’”[1].

Los personajes de La delgada línea roja están, efectivamente, “en situación”. Pero no podemos explicar esto diciendo que se trata de una serie de “episodios”, como ha dicho algún crítico “analítico”, esos que no nos llevan a nada. No, de lo que se trata es de reivindicar el fluir de la vida, ese que no tiene ni comienzo ni fin. En sus películas, Malick procura un efecto o sensación de espontaneidad para pasar de un momento a otro. Espontaneidad que se hace presente en la forma de montar, atenta al más mínimo detalle del ambiente, sea un insecto, una flor, o un cielo crepuscular. Lejos de imponer una continuidad rígida y “pesada”, el montaje logra un efecto de imprevisibilidad en lo que vemos, un recorrido por las marcas o latidos más ínfimos del momento (que puede ser la huella del viento sobre un lago, o el breve levantamiento de una cortina por la brisa); lo que tiene que ver más con la revelación de una “vida secreta”, esa que pasa entre las cosas y los seres, y no tanto con la narración de una historia compuesta por formas y psicologías.

Podría decirse que es este fluir, esta precariedad de lo que pasa, lo que define la sensación, el estilo de Malick. Una alternancia de la presentación del momento o situación -las espectaculares secuencias bélicas-; del registro fresco y frugal -jamás tendremos de él un plano rígido- de los acontecimientos más inadvertidos, más pequeños; y la contemplación que envuelve en ensueños lo que vemos -a lo que contribuye el encadenamiento de las voces en off, quizá las más importantes “actuaciones” del filme. (Cambio 18/03/1999)


[1] Sontag, Susan. Contra la interpretación. Madrid: Santillana, 1996, p. 318 – 319. En su ensayo Una nota sobre novelas y películas Sontag hace esta distinción entre dos grandes tipos de filmes: “Una distinción… útil es la distinción entre películas “analíticas” y películas “descriptivas” y “expositivas”. Ejemplos de las primeras serían las películas de Carné, Bergman (especialmente Como en un espejo, Los comulgantes y El silencio), Fellini y Visconti; ejemplos de las segundas serían las películas de Antonioni, Godard y Bresson. Las primeras podrían describirse como películas psicológicas… ”

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