jueves, 16 de diciembre de 2010

El espejo (1997) de Jafar Panahi

En homenaje a Jafar Panahi, condenado a prisión, en Irán, por defender la libertad y dignidad de su pueblo.


Ya antes, en El globo blanco (1995), veíamos a la misma Mina Mohammad Khani recorrer la ciudad, el día de año nuevo. En ésta, la primera película de Jafar Panahi, ella sustraía a los transeúntes de sus trayectorias, para hacerlos participar de una experiencia aparte, en el centro mismo de esa tierra de nadie que es la vía pública de una capital. Se trataba de un ejercicio de observación en el que cada suceso, y cada personaje, eran absorbidos por una mirada sostenida a fuerza de asombro y tensión por lo que pueda pasar.

En El espejo, esa misma mirada se sostiene a lo largo de la primera parte. Panahi coloca su cámara a la altura de la niña -quien ha decidido regresar, sola, a su casa, ya que su madre no ha ido a recogerla al colegio. Y el curso de la observación se identifica con la protagonista de tal manera que, cuando ésta se enfrenta a la gran urbe, asistimos a una experiencia de descubrimiento de un mundo fascinante, pero también extraño -donde es difícil desenvolverse, sino es con ayuda de los adultos. Sin embargo, el ir de un bus al otro, el agobio de los tiempos muertos, y el desarrollo repetitivo de sucesos, agotan, premeditadamente, el suspenso, la intriga, y preludian lo que va a pasar. De pronto, para sorpresa de todos, Mina mira a la cámara, y decide abandonar la filmación de la película que estábamos viendo. Momento climático por excelencia, es, también, el pliegue central que divide, simétricamente -como cabe esperar en un ensayo especulativo como este-, la estructura del filme.

Pero Panahi sigue rodando, y asistimos a las reacciones del equipo de filmación. Ha terminado la ficción. Es la primera prueba de resistencia para el cine, pero, también, la primera revelación cinematográfica pura: se derrumba una percepción de las cosas, todo un estilo, y nace otro. Vamos de unas tomas discretas, cercanas y de soporte fijo, y de una fotografía de corte realista, pero estándar, hacia el irregular movimiento de la cámara en mano, al tono descolorido o la textura granulada. Estamos frente a una incertidumbre total. Sin embargo, todavía se mantiene la expectativa en torno al futuro de la película, y lo que pueda pasar con ella -ya que, y esto lo comprobaremos después, ésta tiene su razón de ser en el seguimiento a la niña. 

Entonces, el filme toma un rumbo decisivo: el director decide que, a pesar de todo, el rodaje continúe, y la cámara siga a la pequeña actriz. El círculo se cierra de una manera paradójica, pero reveladora, ya que el punto de partida de la película, el pre-texto que moviliza la acción, en el fondo, sigue siendo el mismo que el de la -ya abortada- ficción: Mina decide regresar sola a su casa (solo que, esta vez, luego de haber mandado al diablo el rodaje). Precisamente, que el pre-texto siga siendo el mismo no debería quitar el sueño a nadie, y, de hecho, nos tiene sin cuidado, porque, ahora, la película es muy diferente -en un sentido integral. Hemos abandonado la ficción, y hemos pasado a un registro “documental”, es decir: se va a filmar todo lo que suceda, lo que no está re-presentado, planificado, ni “actuado”. Seguro, muchos protestarán ante este supuesto -puede considerarse una "petición de principio"-, pero al espectador tampoco le debería importar si toda la subsiguiente segunda parte de El espejo ha sido en realidad planificada. Porque lo que está en juego es algo más significativo, y tiene que ver con la naturaleza del cine, cuando sus propios mecanismos de representación han sido cuestionados.


En efecto, ¿no es la primera parte de El espejo una ficción con calidad de documental, y no es la segunda parte un documental con calidad de ficción? Las categorías juegan a hacerse indiscernibles, porque ambas partes están esencialmente unidas, y una depende de la otra. Panahi ha utilizado los mecanismos de la ficción, y los ha desnudado, con la única intención de explorar tres rostros: el de una niña, el de una ciudad, y el del cine mismo. Y, en este último caso, la exploración la podemos entender como una búsqueda por lo específico del cine, indagación que consigue su objetivo, de alguna forma, al traspasar las diversas “capas” cinematográficas, y confundirlas en una sola. Una travesía que tiene que ver con mucho más que pasar de la ficción al documental.

En realidad, asistimos a una serie de revelaciones cinematográficas, es decir, a momentos de la cinta que nos hacen preguntar: ¿qué es el cine? Y la interrogación tiene una carga dramática, porque es expresión “viva” de un momento crítico que pone en suspenso la sobrevivencia del cine como obra de arte o experiencia estética. Por ejemplo, en el posterior seguimiento a la niña, cuando ésta se queda con el micrófono y podemos escuchar los ruidos de la ciudad que la rodean, pero no podemos ver a la pequeña. De pronto, el micrófono se apaga, y se elimina, totalmente, el sonido. Luego, ella vuelve a aparecer, en una intermitencia general en la que se oye una radio, voces de la gente, tránsito, etc. Entonces, asistimos a un nuevo “espectáculo”, que también es una nueva revelación fílmica: el cine como "relato" -ya sea ficticio o documental-, se encuentra con su pura materialidad, con su funcionamiento precario y hasta originario de captura audiovisual accidentada, mal empalmada -¿vocación de registro, más que registro “efectivo”?-, a partir de la desconexión entre la imagen, el sonido, y el objeto a ser filmado -la niña-. Ya que ella se pierde y es encontrada una y otra vez, lo único que experimentamos, gracias a una imagen y un sonido que no podemos retener o controlar, es la dramática y caótica continuidad de la grabación audiovisual. En este punto, lo único que le queda a la imagen en movimiento es sobrevivir como sea, por más que el estatuto estético del filme esté, de hecho, cuestionado.

No hay mayor intriga que resolver en una película como ésta, cuando un cineasta se propone hacer, de la deconstrucción de los mecanismos de la representación, el verdadero espectáculo fílmico; pero, sobre todo, cuando se sabe que, en este desmontaje, también se encontrará, o, mejor aún, se “descubrirá”, un nuevo rostro de la ciudad y de sus habitantes. Porque el confuso entrecruzamiento de imagenes y sonidos -capturados, siempre, en función al seguimiento de Mina- nos devuelven una experiencia nueva de Teherán. Un nuevo realismo aparece, a la vez que un vibrante ejercicio autorreflexivo del cine.

Finalmente, el único rostro que se aleja es el de la protagonista, a quien ya vemos muy poco. Es su voz la que hace crecer el misterio de un personaje que, de pronto, nos niega sus ojos para ver. Porque si Panahi había insistido en adoptar el punto de vista de una niña para asombrarse con el mundo de la ciudad y la errancia de la imagen cinematográfica, con la segunda parte de El espejo demuestra que ese mismo asombro pervive en su mirada de cineasta, cuando ésta ya ha decidido exponer, quizá, su última verdad: la de su propio reflejo. (versión ampliada del texto publicado en Godard! Nº 2, setiembre 2001)

1 comentario:

Eli dijo...

Es un tesoro inmenso esta película, no dejo de maravillarme cuando la recuerdo...esa maravilla de expresión artística es merito indudable de esos directores, pero tambien un reflejo de esa cultura y de la gente Iraní...estoy encantado con todo su cine, eso de la mezcla entre la ficción y el documental se venia ya trabajando con toda la trilogia de La casa de mi Amigo, La vida continua y através de los Olivos de Kiarostami...Panahi lo hace increiblemente bien con el Espejo y la hermosa niña...yo todavia me quedo con la duda si la segunda parte fue planificada o no?...igual la gente de Iran es hermosa, pues no me imagino una niña de segundo año perdida en una ciudad occidental, que susto!!...aplaudo con una Ovasión inmensa a Panahí.