Claudia Llosa ha confirmado lo que ya sabíamos los admiradores de Madeinusa. Estamos ante una cineasta capaz de crear un universo propio, más allá de cualquier fórmula conocida. Su ópera prima ya había dado las coordenadas para esta segunda película, lo que no significa que La teta asustada deje de aventurarse por caminos nuevos, cada vez más melancólicos.
Fausta (Magaly Solier) es una joven casi autista. Según las creencias populares, ella tiene “la teta asustada”, mal transmitido por la leche de su madre -quien fuera violada en la época del terrorismo-. Debido a su miedo, Fausta introduce una papa en su vagina, como protección ante los crímenes que padeció su progenitora. La película empieza cuando esta fallece en sus brazos. Durante todo el metraje, Fausta buscará algo aparentemente simple, pero muy difícil para la gente pobre: dar sepultura a un ser querido.
La cinta se construye a través de planos fijos, duración densa, y vistas de un pueblo joven hecho de esteras en medio del desierto. Todo remite a la muerte: vacíos, tiempos dilatados, escasez, arenal. Sin embargo, en medio de la carestía, la vida florece: los pobladores celebran sus fiestas, organizan matrimonios con oropeles y globos coloridos (Llosa elige el rosado y celeste, que contrasta fuertemente con el fondo pálido y gris), se ríen, juegan, improvisan -cruel paradoja- una piscina donde, en un principio, la protagonista iba a enterrar a la madre.
En efecto: a pesar de la pobreza, el pueblo prefiere la vida. Menos uno. Pronto queda claro que ese tiempo lento que experimentamos los espectadores es el de Fausta. Ella está como petrificada y desconectada frente a esa realidad que le resulta intolerable, frente a la que es imposible reaccionar, o pensar. Por eso sus desmayos, sus sangrados, sus constantes desfallecimientos -que, además, no merecen explicaciones satisfactorias por parte de los médicos-.
La teta asustada también tiene otra dimensión, la que lleva a una especie de irrealidad, a través de un realismo peculiar, algo descarnado; a través del fetichismo o poder de atracción que se le da a los objetos o partes de un cuerpo (la papa); del gobierno de la pulsión (de muerte, en el caso de la heroína); y del tiempo cíclico, consustancial a este mundo naturalista -según la concepción de Zola- donde todo proviene de los deshechos, de la tierra, para volver a ella.
Como Buñuel, Llosa cree en la realidad pulsional del hombre: acá todos son presas o predadores. La presa es Fausta, asediada por algún joven que se le insinúa grotescamente. También puede entenderse que ella ha distorsionado las cosas por su “enfermedad” o delirio -rasgo que también comparte con el autor de Él-, y no puede aceptar una actitud gratuita -como la que proviene del jardinero de la señora que la ha contratado como empleada.
Por último, hay que decir que La teta asustada no debe nada a Buñuel o Von Stroheim. Por el contrario, lo que hace Llosa es recrear esa tradición naturalista, desde el Perú, para darle una nueva modernidad. Mucho queda por decir de esta obra maestra, como la resonancia de un trauma nacional que amenaza con paralizar a seres bellos como Fausta, encarnación de una minoría que sobrevive a su miedo con canciones secretas, frágiles -pero tan vibrantes como las plantas que, de vez en cuando, asoman por los resquicios menos pensados del filme-. (Somos, 21/ 03 / 2009)
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