Ya en el exilio y enfermo, Tarkovsky emprende su última aventura con esta producción europea realizada en Suecia, con la complicidad de un equipo casi netamente bergmaniano (el fotógrafo Sven Nykvist quizá sea el más célebre de todos). La historia tampoco deja de tener algún eco con el universo del director de Las Fresas Salvajes (1957): Alexander (Erland Josephson), hombre de teatro e intelectual de gran cultura, es el padre, ya mayor, de una familia algo descompuesta que vive en una casa de campo y se completa con Adelaide, actriz con mucho de diva y engreída; una hija adolescente; y un pequeño vástago -que tendrá apariciones breves pero significativas-. El cuadro doméstico lo completan el médico de la familia; y las dos sirvientas: Marta y María.
Podría decirse que se trata de una película que remite a Stalker (1979) en un punto: el tema de la desesperación de un hombre, ese que no siente otra opción que la del sacrificio. Pero el Guía -Stalker- de la Zona tenía también el papel de pastor, de médium entre el mundo de los escépticos y la tierra -desde el fondo de la cual, podría decirse, latía una fuerza redentora-. En cambio, Alexander está lejos de ser un visionario, un místico, o de tentar una comunicación con el cosmos. Él es un burgués desencantado, que sucumbe ante una última revelación: la del fin del mundo.
Por lo dicho anteriormente, no causa sorpresa que El Sacrificio sea, quizá, la película de Tarkovsky más violenta y descarnada. A la vez, es la que menos exhibe esa voluptuosidad que inunda algunos planos de Andrei Rublev (1966) o Stalker de una sutil comunión con el entorno natural. Es con ese distanciamiento, y despojamiento estilístico, que llega el anuncio radial del estallido de la guerra nuclear, a lo que la crisis familiar se desencadena -el ataque histérico de Adelaide-, y Alexander entra en un proceso interior del que no podrá escapar.
Pero lo más transgresor de la cinta está en otro lado. Vuelve la pregunta sobre la “santidad” del burgués enajenado. Y vuelve a entreverse ese fuego cruzado entre el razonamiento discursivo y el misterio del inconsciente, entre la lucidez y la locura. Para esto, es decisivo un último personaje: el cartero, Otto (Allan Edwall). Será él quien le dirá a Alexander -luego del sonido estremecedor de los aviones de guerra y el anuncio del lanzamiento de las ojivas nucleares- que, si quiere salvar al mundo, deberá acostarse con María, la mucama.
¿Qué significa esa opción anunciada por el “cartero”? ¿O todo es un sueño? ¿Qué parábola bíblica es la que escenifica Alexander en estos momentos, en que todo está a punto de desaparecer? El hombre quiere salvar al mundo, pero su búsqueda de María -cuyo nombre no es vano-, quien vive en una cabaña a modo campesino, y le ofrece agua para lavar sus manos, ¿no es una búsqueda de lo más profundo de su inconsciente?
Alexander es el hombre de cultura. En su conversación con Otto, hablarán también de Leonardo. Como muchos protagonistas de Tarkovsky, se trata de un héroe de la civilización occidental, ese que carga con su pasado, que representa al ideal moral de la sociedad y su Historia, pero que sufre, desde antes del anuncio del apocalipsis, de una devastación, una decadencia interior. Un tono crepuscular que podemos asociar a esa coloración pálida e ingrávida del drama, con esa decantación de la que hablan algunos cuando se refieren a las últimas obras.
Falta mencionar un último tema. Con justeza, Pablo Capanna ha hablado de que la mudez posterior de Alexander, quien -luego de hacer el amor de forma piadosa con María- termina por incendiar su casa, es otra forma de sacrificio: la entrega de “la palabra” por parte de quien solo tiene eso. Pero, ¿no era, acaso, la retórica culta de este personaje, la muestra de un vacío que no se puede colmar? Este hombre, engañado por su esposa, acostumbrado a vivir en medio de un ritual tan cotidiano como falso, en el seno de lo que termina siendo una veleidad intelectual, ¿no está buscando, al hacer caso al consejo de Otto, la muerte de una vida y el intercambio milagroso por una nueva?
Quizá, el sentido de la salvación de la tierra, con la destrucción de la casa y la palabra sea, también, la expresión última del más encarnizado anhelo de redención de un hombre. Y ese plano final, con el hogar envuelto en fuego al filo de un inmenso espejo de agua, en un atardecer triste e irreal, mientras llegan los familiares y la ambulancia que se llevará al protagonista enloquecido, es, sin dudas, una síntesis inmejorable de ese viaje al centro del cosmos que, para Tarkovsky, nunca dejó de ser un viaje al fondo de nosotros mismos. (En Godard! Nº 29, setiembre 2011)
Quizá, el sentido de la salvación de la tierra, con la destrucción de la casa y la palabra sea, también, la expresión última del más encarnizado anhelo de redención de un hombre. Y ese plano final, con el hogar envuelto en fuego al filo de un inmenso espejo de agua, en un atardecer triste e irreal, mientras llegan los familiares y la ambulancia que se llevará al protagonista enloquecido, es, sin dudas, una síntesis inmejorable de ese viaje al centro del cosmos que, para Tarkovsky, nunca dejó de ser un viaje al fondo de nosotros mismos. (En Godard! Nº 29, setiembre 2011)
2 comentarios:
Maravillosa tu critica de esta obra maestra, te invito a mi blog quizas te resulte interesante, por lo pronto ya te enlace al mio para seguirte leyendo.
Saludos.
Gracias por tu comentario Dan. Veo que eres un fan de Tarkovsky como yo. Visitaré tu blog con interés!
saludos,
Sebastián Pimentel
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