A la sombra de Michael Moore, Sacha Baron Cohen también usa el cine para hacerla de reportero ingenuo. La diferencia es que él prefiere convertirse en un bufón de bigotes grandes y andar aparatoso. Se trata de Borat Sagdiyev, el segundo mejor periodista de Kazajstán, mísero país resurgido de las cenizas de la Unión Soviética. Acompañado de un obeso productor, Borat recorre los EEUU para “aprender” de la poderosa nación y llevar los nuevos conocimientos a su tierra.
La presentación de Kazajstán puede ser chocante: los habitantes lucen como idiotas, la hermana es una prostituta feliz y la esposa lo amenaza como una cavernícola, todo representado en tono burlón. Pero Baron Cohen va más allá. El pueblo de Kazajstán es antisemita, y Borat es machista, homófobo, sucio, primitivo e inocente hasta la estupidez -cree que Pamela Anderson es virgen y pretende casarse con ella-.
Al principio, uno podría pensar que estamos viendo un sádico sketch que saca a la luz los prejuicios más comunes que la gente insensible tiene sobre los pueblos atrasados. Sin embargo, esa es la primera argucia de Baron Cohen: los prejuicios desde los que ha perfilado a Borat y sus compatriotas de Kazajstán son los mismos prejuicios que los americanos -y la mayoría de países ricos- suelen tener sobre los pueblos subdesarrollados.
Además, hay otro detalle que deja mejor parado a este imaginario Kazajstán que a los EEUU: la escenificación de este remoto país es marcadamente artificial. En todo momento se subraya su carácter paródico y “ficticio”. Sin embargo, no sucede lo mismo con América. Es aquí que se mezcla el falso documental con el verídico, ya que en Nueva York o en California la mayoría de escenas son muy realistas, se han captado de improviso. Como ejemplo hay que ver la reacción del público en la secuencia del rodeo, donde Borat canta el himno nacional y en un momento insta al público a beber la sangre de los niños iraquíes.
Borat y su rechoncho amigo tienen a su favor una honestidad a prueba de todo, con ella hacen los desmanes más delirantes que algún extranjero pueda hacer a su paso, y se convierten en la trampa perfecta en la que caen todos los americanos. Las víctimas son numerosas: el público conservador del rodeo, las feministas intolerantes, los adolescentes blancos que desean el retorno de la esclavitud (al estrenarse la cinta fueron expulsados de sus universidades), y unos bienpensantes que ofrecen una cena de bienvenida al entrañable “buen salvaje” que los visita desde Kazajstán.
Sin embargo, no todas las incursiones de Borat en el mundo real funcionan; algunas resultan repetitivas, forzadas, y no muy espontáneas. Por otro lado, el público debe saber que con Borat no encontrará mayor hondura que la de una parodia salvaje, tampoco una historia cautivadora. Simplemente porque lo de Baron Cohen es el ataque directo, la habilidad para desenmascarar la doble moral de la cultura estadounidense con una feroz concepción de lo grotesco.
Borat es estéticamente ruda, de corazón insolente y de factura irregular, pero mucho más original, graciosa e inteligente que buena parte de las lindas y tontas comedias románticas con que puede abrumarnos Hollywood año tras año. (versión modificada del texto publicado en Somos 17/03/2007)
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