lunes, 31 de octubre de 2011

El sacrificio (Offret, 1986) de Andrei Tarkovsky


Ya en el exilio y enfermo, Tarkovsky emprende su última aventura con esta producción europea realizada en Suecia, con la complicidad de un equipo casi netamente bergmaniano (el fotógrafo Sven Nykvist quizá sea el más célebre de todos). La historia tampoco deja de tener algún eco con el universo del director de Las Fresas Salvajes (1957): Alexander (Erland Josephson), hombre de teatro e intelectual de gran cultura, es el padre, ya mayor, de una familia algo descompuesta que vive en una casa de campo y se completa con Adelaide, actriz con mucho de diva y engreída; una hija adolescente; y un pequeño vástago -que tendrá apariciones breves pero significativas-. El cuadro doméstico lo completan el médico de la familia; y las dos sirvientas: Marta y María.

Podría decirse que se trata de una película que remite a Stalker (1979) en un punto: el tema de la desesperación de un hombre, ese que no siente otra opción que la del sacrificio. Pero el Guía -Stalker- de la Zona tenía también el papel de pastor, de médium entre el mundo de los escépticos y la tierra -desde el fondo de la cual, podría decirse, latía una fuerza redentora-. En cambio, Alexander está lejos de ser un visionario, un místico, o de tentar una comunicación con el cosmos. Él es un burgués desencantado, que sucumbe ante una última revelación: la del fin del mundo.

Por lo dicho anteriormente, no causa sorpresa que El Sacrificio sea, quizá, la película de Tarkovsky más violenta y descarnada. A la vez, es la que menos exhibe esa voluptuosidad que inunda algunos planos de Andrei Rublev (1966) o Stalker de una sutil comunión con el entorno natural. Es con ese distanciamiento, y despojamiento estilístico, que llega el anuncio radial del estallido de la guerra nuclear, a lo que la crisis familiar se desencadena -el ataque histérico de Adelaide-, y Alexander entra en un proceso interior del que no podrá escapar.

Pero lo más transgresor de la cinta está en otro lado. Vuelve la pregunta sobre la “santidad” del burgués enajenado. Y vuelve a entreverse ese fuego cruzado entre el razonamiento discursivo y el misterio del inconsciente, entre la lucidez y la locura. Para esto, es decisivo un último personaje: el cartero, Otto (Allan Edwall). Será él quien le dirá a Alexander -luego del sonido estremecedor de los aviones de guerra y el anuncio del lanzamiento de las ojivas nucleares- que, si quiere salvar al mundo, deberá acostarse con María, la mucama.

¿Qué significa esa opción anunciada por el “cartero”? ¿O todo es un sueño? ¿Qué parábola bíblica es la que escenifica Alexander en estos momentos, en que todo está a punto de desaparecer? El hombre quiere salvar al mundo, pero su búsqueda de María -cuyo nombre no es vano-, quien vive en una cabaña a modo campesino, y le ofrece agua para lavar sus manos, ¿no es una búsqueda de lo más profundo de su inconsciente?


Alexander es el hombre de cultura. En su conversación con Otto, hablarán también de Leonardo. Como muchos protagonistas de Tarkovsky, se trata de un héroe de la civilización occidental, ese que carga con su pasado, que representa al ideal moral de la sociedad y su Historia, pero que sufre, desde antes del anuncio del apocalipsis, de una devastación, una decadencia interior. Un tono crepuscular que podemos asociar a esa coloración pálida e ingrávida del drama, con esa decantación de la que hablan algunos cuando se refieren a las últimas obras.

Falta mencionar un último tema. Con justeza, Pablo Capanna ha hablado de que la mudez posterior de Alexander, quien -luego de hacer el amor de forma piadosa con María- termina por incendiar su casa, es otra forma de sacrificio: la entrega de “la palabra” por parte de quien solo tiene eso. Pero, ¿no era, acaso, la retórica culta de este personaje, la muestra de un vacío que no se puede colmar? Este hombre, engañado por su esposa, acostumbrado a vivir en medio de un ritual tan cotidiano como falso, en el seno de lo que termina siendo una veleidad intelectual, ¿no está buscando, al hacer caso al consejo de Otto, la muerte de una vida y el intercambio milagroso por una nueva? 

Quizá, el sentido de la salvación de la tierra, con la destrucción de la casa y la palabra sea, también, la expresión última del más encarnizado anhelo de redención de un hombre. Y ese plano final, con el hogar envuelto en fuego al filo de un inmenso espejo de agua, en un atardecer triste e irreal, mientras llegan los familiares y la ambulancia que se llevará al protagonista enloquecido, es, sin dudas, una síntesis inmejorable de ese viaje al centro del cosmos que, para Tarkovsky, nunca dejó de ser un viaje al fondo de nosotros mismos. (En Godard! Nº 29, setiembre 2011)

domingo, 30 de octubre de 2011

Contagio (Contagion, 2011) de Steven Soderbergh


Ya han pasado dos décadas que Steven Soderbergh sorprendiera al mundo ganando la Palma de Oro de Cannes, en 1989, con su opera prima Sexo, mentiras y video. En los años siguientes, el cineasta de Louisiana se encargaría de despejar las dudas sobre su talento con títulos como El rey de la colina (King of The Hill, 1993), Solaris (2002), o Vengar la sangre (The Limey, 1999). Se podría decir que en su carrera combina cintas de bajo presupuesto y adscripción más moderna o experimental, como su primera película o The Girlfriend Experience (2009), y trabajos de género más accesibles, aunque no menos interesantes, como el que nos ocupa ahora.

Contagio está concebida como un thriller apocalíptico en base a la propagación mundial de un virus desconocido. Se siguen algunas coordenadas clásicas, como una narración que anuncia los días sucesivos al inicio de la escalada mortal, y, casi con frialdad clínica, describe el proceso de la pandemia. Lejos de proponer  suspenso sensacionalista e imágenes chocantes, Soderbergh prefiere sugerir y mostrar -sin verbalizar demasiado- los dramas íntimos: el de la doctora en jefe encargada del problema (Kate Winslet), el del esposo de la primera víctima (Matt Damon), el de un periodista rebelde (Jude Law), o el de una atribulada autoridad del Estado (Laurence Fishburne). Todos jugarán una parte, sin saber los giros inesperados de una cadena de hechos tan ineluctable como inesperada. Mientras la seguridad parece desvanecerse, la melancolía existencial invade los espíritus. Es interesante, también, el modo como funcionan los flash-backs, intermitentemente, reconstruyendo, de esa manera, el recorrido físico de un mal invisible, pero presente en todo momento.(Versión modificada del texto publicado en Somos 29/10/2011)

miércoles, 26 de octubre de 2011

Godard! 29

Ya está a la venta la edición N° 29 de godard!, publicación especializada que comenta lo más destacado de la cartelera comercial y el  cine mundial. 

En la portada aparece la película La reencarnación de los muertos (Survival of the Dead), dirigida por el legendario George A. Romero, la misma que se estrenará próximamente en Perú. La sección ESPECIAL, dedicada a La reencarnación de los muertos, presenta una selección de las cintas de zombis de los últimos años que ningún cinéfilo debe dejar de ver.  

Una de las secciones más apreciadas es FILMOGRAFÍA, donde se repasa la carrera de un director consagrado. Esta vez, la sección se dedica a la obra completa de Andrei Tarkovsky (1932-1986), genial creador de Andrei Rublev (1966), Solaris (1972), Stalker (1979), entre otras obras maestras del cine soviético. 

La sección CRÍTICAS analiza casi todos los estrenos de la cartelera comercial de la última temporada, incluyendo Medianoche en París, de Woody Allen, y la polémica El asesino dentro de mí (The Killer Inside Me), de Michael Winterbotton

Otras secciones son CINE PERUANO, con una entrevista exclusiva al director independiente Eduardo Quispe; CINE LATINOAMERICANO, dedicado a la cinta argentina Invasión de Hugo Santiago y escrita por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares; FESTIVAL, con una crónica del XV Festival de Lima; ROCKOLA, con un comentario del documental Pearl Jam Twenty de Cameron Crowe; CENTENARIO, con un perfil del legendario músico Nino Rota, entre otros artículos.

Las nuevas secciones de godard! son TV -que nos permitirá analizar lo más destacado de la producción televisiva-, A PROPÓSITO DE -críticas a películas que no circulan por la cartelera comercial -, y CORTO -espacio reservado para los cortometrajes peruanos, esta vez los presentados en el nuevo Festival Lima Independiente, que se celebró en julio de este año.

Escriben en este número Jaime Akamine, Eduardo D. Benítez, Mario Castro Cobos, Pedro Casusol, Jorge Eslava, Juan Carlos Fangacio, Leny Fernández, Werner Jungbluth, Jorge Morales, Raúl Ortiz-Mory, Renzo Rodríguez Toro, José Romero Carrillo, Silvia G. Romero, y Fabián Sáncho.  


PUNTOS DE VENTA

Librerías: 
Zeta Bookstore, Crisol, La Familia, Contracultura, La Tertulia (CCPUCP), Librería PUCP, Librería Época, La Casa Verde, Arkabas Editorial (Pardo de Zela 491, Lince). 

Polvos Azules:
Pasaje 18, Tienda 3, Block 41.

Aeropuerto Jorge Chávez:
Café Britt Perú 

También en:
Arábica Espresso Bar (Recavarren 269, Miraflores).

Borat (Borat: Cultural Learnings of America for Make Benefit Glorious Nation of Kazakhstan, 2006) de Larry Charles


A la sombra de Michael Moore, Sacha Baron Cohen también usa el cine para hacerla de reportero ingenuo. La diferencia es que él prefiere convertirse en un bufón de bigotes grandes y andar aparatoso. Se trata de Borat Sagdiyev, el segundo mejor periodista de Kazajstán, mísero país resurgido de las cenizas de la  Unión Soviética. Acompañado de un obeso productor, Borat recorre los EEUU para “aprender” de la poderosa nación y llevar los nuevos conocimientos a su tierra.

La presentación de Kazajstán puede ser chocante: los habitantes lucen como idiotas, la hermana es una prostituta feliz y la esposa lo amenaza como una cavernícola,  todo representado en tono burlón. Pero Baron Cohen va más allá. El pueblo de Kazajstán es antisemita, y Borat es machista, homófobo, sucio, primitivo e inocente hasta la estupidez -cree que Pamela Anderson es virgen y pretende casarse con ella-.

Al principio, uno podría pensar que estamos viendo un sádico sketch que saca a la luz los prejuicios más comunes que la gente insensible tiene sobre los pueblos atrasados. Sin embargo, esa es la primera argucia de Baron Cohen: los prejuicios desde los que ha perfilado a Borat y sus compatriotas de Kazajstán son los mismos prejuicios que los americanos -y la mayoría de  países ricos- suelen tener sobre los pueblos subdesarrollados.

Además, hay otro detalle que deja mejor parado a este imaginario Kazajstán que a los EEUU: la escenificación de este remoto país es marcadamente artificial. En todo momento se subraya su carácter paródico y “ficticio”. Sin embargo, no sucede lo mismo con América. Es aquí que se mezcla el falso documental con el verídico, ya que en Nueva York o en California la mayoría de escenas son muy realistas, se han captado de improviso. Como ejemplo hay que ver la reacción del público en la secuencia del rodeo, donde Borat canta el himno nacional y en un momento insta al público a beber la sangre de los niños iraquíes.


Borat y su rechoncho amigo tienen a su favor una honestidad a prueba de todo,  con ella hacen los desmanes más delirantes que algún extranjero pueda hacer a su paso, y se convierten en la trampa perfecta en la que caen todos los americanos. Las víctimas son numerosas: el público conservador del rodeo, las feministas intolerantes, los adolescentes blancos que desean el retorno de la esclavitud (al estrenarse la cinta fueron expulsados de sus universidades), y unos bienpensantes que ofrecen una cena de bienvenida al entrañable “buen salvaje” que los visita desde Kazajstán.

Sin embargo, no todas las incursiones de Borat en el mundo real funcionan; algunas resultan repetitivas, forzadas, y no muy espontáneas. Por otro lado, el público debe saber que con Borat no encontrará mayor hondura que la de una parodia salvaje, tampoco una historia cautivadora. Simplemente porque lo de Baron Cohen es el ataque directo, la habilidad para desenmascarar la doble moral de la cultura estadounidense con una feroz concepción de lo grotesco.

Borat es estéticamente ruda, de corazón insolente y de factura irregular, pero mucho más original, graciosa e inteligente que buena parte de las lindas y tontas comedias románticas con que puede abrumarnos Hollywood año tras año. (versión modificada del texto publicado en Somos 17/03/2007)

martes, 25 de octubre de 2011

Damas en guerra (Bridesmaids, 2011) de Paul Feig


Esta vez, el aliado de Judd Appatow -reconocido cerebro detrás de la nueva comedia americana- ha sido Paul Feig, director de series de TV, y Kristen Wiig, una de las estrellas del célebre programa Saturday Night Live -encargada, para este proyecto, del guión y el rol protagónico-. El resultado, sin ser del todo logrado, es bastante auspicioso, sobre todo por atreverse a derribar muchos de los parámetros delicados y sensuales que contuvieron, en la comedia, una exploración más desenfadada del universo de la mujer. Wiig no solo impone un registro original -mezcla de torpeza, aire desaliñado, inteligencia y cierta tristeza de clown-, sino también un despliegue virtuoso de humor físico, como no se había visto hace mucho tiempo.

Decidida a desmitificar el halo de pulcritud casi “espiritual” que el imaginario colectivo siempre le ha atribuido a la representación de la mujer, en  Damas en guerra se ponen al descubierto -sin dejar de lado una interesante comprensión de la psicología de cada personaje- formas crueles y no tan sutiles de competitividad, ostentación, y ocultamiento de intenciones nada santas, en un grupo de mujeres ya no tan jóvenes, a partir de la despedida de soltera de una de ellas. Y es verdad, ¿Qué pasó ayer? (The Hangover, 2009) podría ser el referente inmediato; pero la cinta de Feig y Wiig hace reír desde un tono y ritmo mucho más cercano a la “comedia dramática” que a la sátira despelotada de la cinta de Todd Phillips. (En: Somos 22/10/2011)

viernes, 21 de octubre de 2011

Busca tu refugio (Run for Cover, 1955) de Nicholas Ray


Antes de trabajar con James Dean, Ray conocería a otro chico malo, uno de los mejores actores de Hollywood: James Cagney, quien prueba un papel atípico en su carrera: Matt Dow es un cowboy que, en un descanso en medio del camino, conoce al adolescente Davey Bishop (John Dereck), con quien establece amistad. Sin embargo, un accidente conlleva trágicas consecuencias para el joven Davey -quien quedará con una pierna lesionada para siempre-, mientras que Matt se convertirá en el sheriff del pueblo.

Hay muy poco que reprocharle a este filme, febril e irreal como los mejores de su autor. En realidad, vendría a ser un “western de hombres” que da la réplica al duelo de Joan Crawford y Mercedes McCambridge. Aunque más atemperado que el de Johnny Guitar (1954), este también es un estudio psicológico de atmósferas solares y oníricas, más que un western de lucha por la colonización. En los westerns de Ray (incluida La verdadera historia de Jesse James, de 1957), los conflictos son internos y pasionales: Davey es un rebelde no solo por ser huérfano y demasiado joven como para fungir de brazo derecho del sheriff, sino por una invalidez que acrecienta aún más la brecha con su mentor, quien representa la fuerza de carácter y la experiencia de un verdadero héroe del Oeste.

Pero Ray no deja de descubrir lados oscuros. Tan pronto Matt Dow se hace de la confianza del pueblo y de la chica que ama (Viveca Lindfords), se ve acorralado por su pasado delincuencial. A la vez, Davey se las arregla para tejer un plan perverso, con sabor a venganza íntima y social, y  cuyo último propósito es ganar el respeto, incluso el temor, de su figura paterna. El director de Los amantes de la noche (1949) vuelve a plantear, con maestría, un retrato jalonado por fuerzas incontrolables -la violencia del filme es un síntoma de la tiranía del inconsciente-, pulsiones que se camuflan hábilmente en medio de aparentes remansos de calma y engañosas apariencias de normalidad.

Finalmente, tanto el adulto idolatrado, como el joven minusválido, son desarraigados que buscan una identidad, una pertenencia, un hogar. Por eso, quizá, resulta tan lógica la amistad turbulenta que se establece entre ambos. Una que pasa por el castigo severo, el engaño, y algún que otro disparo mortal. Con Ray, la libertad de los espacios infinitos del Oeste, tan melancólicos como encendidos, tiene una cualidad hiriente, esa que solo pude dar una historia de orfandad trágica e irresuelta.(En: Godard! N° 28, julio 2011)

miércoles, 19 de octubre de 2011

Niños del hombre (Children of Men, 2006) de Alfonso Cuarón


Clive Owen es Theo Faron, ciudadano desganado al estilo de los viejos héroes de las novelas negras, y debe atender un pedido que le hace una antigua novia (Julianne Moore), lideresa de un grupo de activistas que resisten al régimen de turno. Es el año 2027, cuando los hombres ya no pueden procrear, y solo queda un planeta destruido por las guerras. Londres es la única ciudad donde, a pesar del caos reinante, hay ciertas condiciones para vivir.

Tienen razón los que han visto, en este filme, un inquietante retrato de nuestro presente; pero lo subyugante de Niños del hombre no solo tiene que ver con el  diagnóstico (basado en una novela de P.D. James) de un mundo marcado por un fascismo asolapado, la problemática de los inmigrantes y un terrorismo generalizado, sino por una nueva formulación de la aventura futurista, quizás más cercana a la factura fuera de moda de la clásica Soylent Green (Richard Fleischer, 1973), como apuntó bien el crítico Alberto Servat.

Cuarón es de esos directores que prefieren presentar el futuro tan cotidiano como la vida diaria, sin solemnidades ni fastuosas imágenes. En esta película, los escenarios se ven de pasada, al fondo, o de lado. Siempre vemos todo desde los ojos de Theo, sin cortes, y desde una cámara a la altura del hombro que se ve sorprendida por lo confuso, por lo absurdo y lo increíble: en un momento vemos pasar, fugazmente, una muchedumbre airada, o, por los pasillos de un edificio desolado, un avestruz a la carrera.

Es como si al realizador no le importara desaprovechar los recursos de producción, sino solo seguir a sus personajes. Junto a Theo, se sumarán algunos cómplices como el viejo hippie Jasper (Michael Caine), o Miriam (Pam Ferris), ex maestra que cree en la magia negra, todos aunados por la misión de proteger a la joven Kee (Claire-Hope Ashitey) y al milagroso niño que lleva en su vientre.

Niños del hombre es una rara mezcla de aventura futurista y poema existencial con ingredientes de drama y comedia. En efecto, el humor convive con esa sensación de muertos en vida que rodea a los personajes, quizás porque para ellos no existe un futuro para la raza humana. No es un humor cínico, sino aquel que se desprende de las situaciones extremas y de los personajes enloquecidos que proliferan en una realidad también enloquecida. Pero no se exacerba nada, y prueba de ello es que los momentos más dramáticos se captan de lejos, desde la mirada que huye, por lo que quizá se hacen más verosímiles y dolorosos todavía.

Cuarón se ha convertido en poeta conservando su  tono menor; pero eso sí, cambiando a Gael García (Y tu mamá también, 2001) y a Harry Potter por personajes adultos y más cercanos a nosotros, como el que encarna Clive Owen. Y junto a Theo, o a pesar de él, el mexicano ha visto la belleza en los desechos, en un inmenso basurero industrial, en medio de la niebla y de lo irrisorio -esa belleza de la que hablaba Baudelaire cuando se refería a la modernidad- y ha registrado eso de pasada, con las cortapisas de lo humanamente visible, en medio de la fuga, la incertidumbre y esa -cada vez más extraña- determinación humana por conseguir lo que parece imposible. (versión modificada del texto publicado en Somos, 27/01/2007)

martes, 18 de octubre de 2011

Las malas intenciones (2011) de Rosario García Montero

 

Muy interesante debut de una joven cineasta que derrocha sensibilidad cinematográfica y más sangre renovadora para el cine peruano. Se trata de la historia de Cayetana (Fátima Buntix), la pequeña hija de una familia adinerada de la Lima de los años ochenta. García Motero pone en off la violencia de la época, que sin embargo impone su presencia de forma sugerida, creando una atmósfera ominosa permanente. A la vez, se logra representar y expresar ese distanciamiento radical de una clase social cada vez  más ensimismada y protegida de ese exterior amenazante, ruinoso y decadente, que la niña -aquejada por la separación de sus padres, soledad e inadaptación- parece ver con cierta fruición autodestructiva. A pesar de que la cinta adolece de ciertos tópicos imaginarios no del todo logrados -los héroes de la patria- y una excesiva reiteración de motivos “mortuorios” y simbólicos en su último tercio, el magnético protagonismo de una niña tan angelical como cruel, y la hilvanación onírica del filme, permiten hablar de uno de los estrenos peruanos más destacables de los últimos años. (Somos, 13/08/2011)

lunes, 17 de octubre de 2011

Camino a la libertad (The Way Back, 2010) de Peter Weir

Se trata de retar a las fuerzas desconocidas. Estas pueden ser las de un Dios humano (el cerebro detrás del mundo de TV en El show de Truman, 1998), o las que tejen las instituciones sociales (La sociedad de los poetas muertos, 1989; Green card, 1990). En este caso, para poder escapar de la condena siberiana y llegar a la India, los prisioneros de los gúlags soviéticos -en años de la Segunda Guerra Mundial- deberán cruzar una distancia inimaginable, hecha de los desiertos y alturas más cruentas que puedan soportarse.

Basándose en el libro “El largo camino” de Slawomir Rawicz, el filme logra evadir todas las coartadas que confabulan contra los relatos de sobrevivencia -sentimentalismo y morbo, efectismo y truculencia-. Por el contrario, esta es una aventura coral que termina decantándose hacia el dolor íntimo, un estilo clásico que hace ver a la Naturaleza como algo hermoso y a la vez terrible, sin ningún preciosismo de por medio. Los personajes (Colin Farrell, Jim Sturgess, Ed Harris, Saoirse Ronan) entablan relaciones sutiles y complejas, donde, en cada paso, se deja ver un principio moral cuestionado, un pacto tácito, un viso de traición o egoísmo, un gesto de piedad o sacrificio. Y el enemigo, siempre ausente, está en todas partes: lo absoluto del espacio y el tiempo. Que Weir es uno de los pocos cineastas imprescindibles del cine contemporáneo, a estas alturas, ya ha dejado de ser un secreto a voces. Una película como Camino a la libertad no hace más que corroborarlo. (versión modificada del texto publicado en Somos, 17/10/2011)

martes, 11 de octubre de 2011

Paul. Encuentros cercanos con este tipo (Paul, 2011) de Greg Mottola


Los que han visto Shaun of the Dead (Edgar Wright, 2004), no podrán olvidar a Simon Pegg y Nick Frost como ese par de desclasados que, muy significativamente, se demoran en reconocer que la sociedad ha mutado a una de muertos vivientes. Ahora, ambos dejan su Inglaterra natal y asisten al Comic-Con (convención anual de fanáticos de la ciencia ficción y la  animación) de San Diego, y recorren los sitios históricos relacionados con ovnis o extraterrestres. Lo que no sospechan, es que allí se encontrarán con un marciano bastante más astuto y confiado que ellos.

Dirigido por Greg Mottola (Supercool, Adventureland), en base a una mezcla de buddy-movie (película de amigos), cinta de carretera, y ciencia ficción, esta historia despelotada aporta algo que la comedia americana suele resentir: cierta habilidad para identificarse, y a la vez burlarse, de estos temerosos nerds que no dejan de escapar de los matones sureños que aparecen por todos lados -y que creen ver en Pegg y Frost no solo a una pareja homosexual, sino a todo tipo de delincuentes a los que hay que exterminar. Lo mejor es la primera mitad, cuando se perfila bien la amistad de la excéntrica pareja. La criatura Paul -con voz de Seth Rogen en la versión original- no deja de ser graciosa al constituir esa figura picaresca y pendenciera que se encariña con los inocentes y virginales viajeros. A pesar de que adolece de la misma riqueza de ideas en su cinéfilo desenlace, Paul no deja de ser un filme distinto, sensible, y lleno de grandes momentos de humor.(versión modificada del texto publicado en Somos, 08/10/2011)