Esta es la última de la “serie de las cuatro estaciones”
que Eric Rohmer inauguró en 1990 con el Cuento de primavera.
Los “cuentos” ponen en escena una red de vínculos sentimentales que se tejen
entre varios personajes y que tienen como centro de atención a uno o dos
protagonistas: en este caso se trata de Magali (Béatrice Romand),
mujer viuda de algo más de cuarenta años que vive en su pequeña plantación
vinícola.
Magali es vital y alegre, pero secretamente triste: rompe en llanto en el
momento menos esperado (en las mejores secuencias de Cuento de otoño,
tenemos la sensación de estar ante la irrupción de sentimientos auténticos, más allá de cualquier tipo de "actuación"). Su amiga, Isabelle (Marie Rivière),
felizmente casada hace 24 años, ha percibido que Magali se siente muy sola, por
lo que decide poner un aviso en el periódico y conoce a Gérald (Alain Libolt).
Por su parte, la joven Rosine (Alexia Portal) también se propone
encontrar una pareja para Magali –la madre de su novio– y le presenta a su
profesor, con quien hace poco tuvo un romance pasajero.
Hay una tensión consustancial a la incongruencia de intereses de los
personajes: Gérald se interesa por Isabelle, pero no sabe que ella lo ha escogido
para que sea pareja de Magali. Todos están vinculados entre sí de alguna
manera. Por eso, Rohmer prefiere el rodaje en exteriores, en pequeñas
ciudades, a partir de unos cuantos paisajes que permitan una serie de
encuentros y desencuentros. Y solo nosotros podemos advertir las situaciones
irónicas que ponen en aprietos a los protagonistas, lo que nos hace reír y
advertir que estamos ante una extraña comedia.
Por otro lado, si en Cuento de otoño las desavenencias
separan a los personajes, ellos están unidos por el lenguaje. A Rohmer le
gustan los primeros planos y, también, como ningún otro director, filma sin
premura voces, chácharas, conversaciones. Para él, la manera más profunda de
acercarnos a la vida es registrando a los hombres hablar de cosas banales.
Pero, ¿no es la banalidad la materia de nuestro tiempo, su esencia secreta y
distintiva? Rohmer es un cronista del presente. Para él, las pequeñas ilusiones
–como la de Isabelle y Rosine por encontrar una pareja para su amiga– y las
discusiones privadas de sus personajes –como las de Isabelle y el incauto Gérald–
también son importantes. Es como si el director de El rayo verde quisiera
preservar estas sencillas aventuras, que son como el pan de cada día, en una
cápsula de tiempo, en un filme.
Y, finalmente, llegamos a otro tema que está aludido
indirectamente por el título y la serie de las estaciones: el tiempo. Siempre
el mismo, transcurre inmutable, y la cámara no se sobresalta con el llanto de
Magali ni con el nerviosismo de Gérald. Este es un cine ajeno a los crescendos
y ritmos acelerados. Tampoco hay música de apoyo. Todo eso pone un telón de
fondo que permite captar movimientos repentinos e impredecibles: los rayos del
sol, el viento del viñedo que de pronto despeina a los personajes, los sonidos
del ambiente, las voces y los gestos; pero también el clima emocional de la
persona, la irrupción desbordada de alguna aflicción. Llena de frescura y densa
a la vez, Cuento de otoño es una de la mejores películas de Rohmer, una sublime
visión de los afectos. (versión modificada del texto publicado en Somos,
04/06/2005)
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