lunes, 3 de junio de 2013

Cuento de otoño (Conte d'automne, 1998) de Eric Rohmer



Esta es la última de la “serie de las cuatro estaciones” que Eric Rohmer inauguró en 1990 con el Cuento de primavera. Los “cuentos” ponen en escena una red de vínculos sentimentales que se tejen entre varios personajes y que tienen como centro de atención a uno o dos protagonistas: en este caso se trata de Magali (Béatrice Romand), mujer viuda de algo más de cuarenta años que vive en su pequeña plantación vinícola.

Magali es vital y alegre, pero secretamente triste: rompe en llanto en el momento menos esperado (en las mejores secuencias de Cuento de otoño, tenemos la sensación de estar ante la irrupción de sentimientos auténticos, más allá de cualquier tipo de "actuación"). Su amiga, Isabelle (Marie Rivière), felizmente casada hace 24 años, ha percibido que Magali se siente muy sola, por lo que decide poner un aviso en el periódico y conoce a Gérald (Alain Libolt). Por su parte, la joven Rosine (Alexia Portal) también se propone encontrar una pareja para Magali –la madre de su novio– y le presenta a su profesor, con quien hace poco tuvo un romance pasajero.

Hay una tensión consustancial a la incongruencia de intereses de los personajes: Gérald se interesa por Isabelle, pero no sabe que ella lo ha escogido para que sea pareja de Magali. Todos están vinculados entre sí de alguna manera. Por eso, Rohmer prefiere el rodaje en exteriores, en pequeñas ciudades, a partir de unos cuantos paisajes que permitan una serie de encuentros y desencuentros. Y solo nosotros podemos advertir las situaciones irónicas que ponen en aprietos a los protagonistas, lo que nos hace reír y advertir que estamos ante una extraña comedia.


Por otro lado, si en Cuento de otoño las desavenencias separan a los personajes, ellos están unidos por el lenguaje. A Rohmer le gustan los primeros planos y, también, como ningún otro director, filma sin premura voces, chácharas, conversaciones. Para él, la manera más profunda de acercarnos a la vida es registrando a los hombres hablar de cosas banales. Pero, ¿no es la banalidad la materia de nuestro tiempo, su esencia secreta y distintiva? Rohmer es un cronista del presente. Para él, las pequeñas ilusiones –como la de Isabelle y Rosine por encontrar una pareja para su amiga– y las discusiones privadas de sus personajes –como las de Isabelle y el incauto Gérald– también son importantes. Es como si el director de El rayo verde quisiera preservar estas sencillas aventuras, que son como el pan de cada día, en una cápsula de tiempo, en un filme.


Y, finalmente, llegamos a otro tema que está aludido indirectamente por el título y la serie de las estaciones: el tiempo. Siempre el mismo, transcurre inmutable, y la cámara no se sobresalta con el llanto de Magali ni con el nerviosismo de Gérald. Este es un cine ajeno a los crescendos y ritmos acelerados. Tampoco hay música de apoyo. Todo eso pone un telón de fondo que permite captar movimientos repentinos e impredecibles: los rayos del sol, el viento del viñedo que de pronto despeina a los personajes, los sonidos del ambiente, las voces y los gestos; pero también el clima emocional de la persona, la irrupción desbordada de alguna aflicción. Llena de frescura y densa a la vez, Cuento de otoño es una de la mejores películas de Rohmer, una sublime visión de los afectos. (versión modificada del texto publicado en Somos, 04/06/2005)


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