Mrs. Henderson presenta tiene lugar en Londres, a
fines de los años treinta. La protagoniza una gran actriz, Judi Dench, quien
encarna a Laura Henderson, señora adinerada y excéntrica que, luego de la muerte
de su marido, prefiere comprar un teatro abandonado y hacerlo renacer antes que
aprender a tejer y guardar un duelo eterno.
Al parecer, luce como
otra de esas películas inglesas de época que mezclan descripciones detallistas
y humor refinado. Pero el director Stephen Frears, sin ningún alarde
estilístico y con el engañoso tono menor de las mejores comedias, llega
bastante lejos de la mano de Dench y Bob Hoskins, otro maestro de la actuación. Este
último es Vivian Van Damm, experimentado productor que es contratado por la señora Henderson
para reflotar el antiguo teatro.
Y es verdad, todo empieza como
un relato amable que se despliega con soltura, mientras observamos, con una
sonrisa, las vicisitudes del reclutamiento de talentos que hace el señor Van
Damm para confeccionar un musical exitoso. Como es usual en las cintas de
Frears, en Mrs. Henderson… la
reconstrucción de una cultura, con sus costumbres y códigos característicos, siempre
destila un sabor cómico y tierno. Algo que también es patente en los medios
aristocráticos del siglo XIX de Relaciones
peligrosas, o en la clase proletaria de la Inglaterra de Thatcher en Mi bella lavandería.
Pero lo interesante de Mrs. Henderson presenta es que tiene un
tono ligero solo aparente. Basta con recordar el "prólogo" del filme, cuando vemos
a la protagonista llorar desconsoladamente luego de haberse enterado que ha
perdido a su esposo. La señora puede ser insolente y obstinada,
pero guarda más de un secreto. La alucinada empresa de sacar adelante un teatro
de variedades –que luego, a instancias suyas, Van Damm convertirá en el primer
"show con mujeres desnudas"– no solo es una batalla contra el aburrimiento y la
vejez.
Dos son los motivos que
explican los peculiares comportamientos de Mrs. Henderson, así como su afán de continuar con el vodevil. Por un lado, trata de conquistar al temperamental Van Damm –ambos
entablan una especie de competencia o enemistad amorosa a la manera de Katharine
Hepburn y Spencer Tracy–. Pero también está el recuerdo de una misteriosa
tragedia que la hace visitar, de vez en cuando, una lápida familiar que no es
la de su esposo.
La señora Henderson es
vital e irreverente, pero siempre guarda cierto aire de estar más allá del momento,
un poco ausente, volviendo siempre a pasear sola en un bote o subiéndose a una
avioneta para llevar flores a la tumba que, al final de la cinta, se
revelará como la clave decisiva para comprender sus acciones, aparentemente
equívocas.
El filme, con su luminosidad vaporosa, cálida y algo tenue, se mueve entre la puesta en
escena del musical antiguo, la recreación celebratoria y nostálgica de una
época, y, por otro lado, el hecho de que la historia empieza bajo la memoria de
la primera guerra mundial y termina con el bombardeo de Londres por los
escuadrones nazis. Así, y por muchas razones, el teatro de Mrs. Henderson se
convierte en un acto de resistencia, y en un símbolo de la vida contra la
muerte, del amor contra la desolación. Y la película, como el teatro, se vuelve
una especie de gesto alegre que guarda tras de sí una agridulce
mirada contemplativa; algo que se puede resumir en el bello plano final, uno de
los más inspirados en la carrera de Frears. (versión modificada del texto publicado en Somos, 20/05/2006)
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