viernes, 7 de septiembre de 2012

Érase una vez en Anatolia (Bir zamanlar Anadolu' da, 2011) de Nuri Bilge Ceylan



El Dr. Cemal (Muhammet Uzuner) debe acompañar a un fiscal, un grupo de soldados, y el acusado de cometer un crimen, a una zona agreste –las estepas de Anatolia- y alejada de la ciudad, donde deben encontrar un cadáver. Pero, como es de esperar en un filme de Ceylan, la indagación no reviste las características usuales. La pesquisa es agotadora y cansina. A eso hay que sumar la constante aparición de nuevos datos, cambios imprevistos, y una incertidumbre que amenaza con colmar la resistencia de todos, por lo que la trama alrededor del crimen parece ser solo una excusa.

En efecto, como en las películas de Antonioni -un claro referente en el cine de Ceylan y en el de buena parte de los mejores cineastas contemporáneos-, la intriga es mero pre-texto, el detonante que permite circunscribir una aventura existencial. En este caso, el doctor se convierte, pronto, en el testigo privilegiado de una verdadera comedia filosófica donde todos luchan, en vano, por cumplir su rol, y donde la empresa conjunta parece hundirse cada vez más en la frustración y la farsa.

Por momentos, la textura estriada del filme, hecho de contratiempos en medio de la carretera y las matas de bosque, conversaciones confidentes en las paradas más insólitas, o extrañas mezclas de humor y presentimientos siniestros, nos traen resonancias de posibles precedentes ilustres, como la coreana Memories of Murder, de Bong Joon Ho. Si bien el turco filma desde la contemplación más austera –al contrario del asiático, adscrito a las coordenadas del cine de género, un espectáculo más acentuado y estilizado-, la meta de ambos está en el conocimiento de lo más recóndito de un país, el perfil de sus más soterrados y minúsculos personajes, en fin, no solo el descubrimiento de lo que ha producido la marginación y la exclusión, sino también la constatación de que lo más luctuoso e injusto está revestido de una apariencia ridícula y cotidiana.

Pero lo de Ceylan no se agota ahí. Érase una vez en Anatolia sorprende porque parece contener capítulos muy diferenciados que fluyen sin problemas, y añaden una constante lectura retrospectiva. De la primera incursión nocturna, pasamos a la cálida estadía en una pequeña villa, para luego pasar al desenlace ya en el hospital de la ciudad, que se decanta hacia una crepuscular y solitaria introspección de Cemal.
 
Lo que queda, al final, son revelaciones, visiones como destellos de gracia y milagro: la bella niña campesina que aplaca la sed de los prisioneros, desconociendo cualquier atisbo de mezquindad y provocando las lágrimas de uno de los desdichados; el fruto de un árbol que rueda, en la noche,  por el bosque, en un vaivén azaroso que imita al de la vida; o, finalmente, la certeza de que todo el proceso forense solo ha sido un simulacro, uno en el que el protagonista no es más que otra pieza del engranaje que lo perpetúa. (En: Godard! 31)



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