El Dr. Cemal
(Muhammet Uzuner) debe acompañar a un fiscal, un grupo de soldados, y el
acusado de cometer un crimen, a una zona agreste –las estepas de Anatolia- y
alejada de la ciudad, donde deben encontrar un cadáver. Pero, como es de
esperar en un filme de Ceylan, la indagación no reviste las características usuales.
La pesquisa es agotadora y cansina. A eso hay que sumar la constante aparición
de nuevos datos, cambios imprevistos, y una incertidumbre que amenaza con colmar
la resistencia de todos, por lo que la trama alrededor del crimen parece ser
solo una excusa.
En efecto, como
en las películas de Antonioni -un claro referente en el cine de Ceylan y en el
de buena parte de los mejores cineastas contemporáneos-, la intriga es mero pre-texto,
el detonante que permite circunscribir una aventura existencial. En este caso,
el doctor se convierte, pronto, en el testigo privilegiado de una verdadera
comedia filosófica donde todos luchan, en vano, por cumplir su rol, y donde la
empresa conjunta parece hundirse cada vez más en la frustración y la farsa.
Por momentos, la
textura estriada del filme, hecho de contratiempos en medio de la carretera y las
matas de bosque, conversaciones confidentes en las paradas más insólitas, o
extrañas mezclas de humor y presentimientos siniestros, nos traen resonancias de
posibles precedentes ilustres, como la coreana Memories of Murder, de Bong Joon Ho. Si bien el turco filma desde la
contemplación más austera –al contrario del asiático, adscrito a las coordenadas
del cine de género, un espectáculo más acentuado y estilizado-, la meta de
ambos está en el conocimiento de lo más recóndito de un país, el perfil de sus más
soterrados y minúsculos personajes, en fin, no solo el descubrimiento de lo que
ha producido la marginación y la exclusión, sino también la constatación de que
lo más luctuoso e injusto está revestido de una apariencia ridícula y cotidiana.
Pero lo de
Ceylan no se agota ahí. Érase una vez en
Anatolia sorprende porque parece contener capítulos muy diferenciados que
fluyen sin problemas, y añaden una constante lectura retrospectiva. De la
primera incursión nocturna, pasamos a la cálida estadía en una pequeña villa,
para luego pasar al desenlace ya en el hospital de la ciudad, que se decanta
hacia una crepuscular y solitaria introspección de Cemal.
Lo
que queda, al final, son revelaciones, visiones como destellos de gracia y
milagro: la bella niña campesina que aplaca la sed de los prisioneros,
desconociendo cualquier atisbo de mezquindad y provocando las lágrimas de uno
de los desdichados; el fruto de un árbol que rueda, en la noche, por el bosque, en un vaivén azaroso que imita
al de la vida; o, finalmente, la certeza de que todo el proceso forense solo ha
sido un simulacro, uno en el que el protagonista no es más que otra pieza del
engranaje que lo perpetúa. (En: Godard! 31)
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