Fue
anunciado como el proyecto más ambicioso del director de Pulp Fiction, y, paradójicamente, Bastardos sin gloria es el primero de su autor que no ha convencido
a todos. ¿Es acaso fallido? Podría serlo a la luz de esa filmografía
impecable (hecha de cinco obras maestras donde no sobraba ni faltaba ni un solo
fotograma). Con Bastardos sin gloria,
sin embargo, tenemos la sensación de que algo falta y algo sobra, a pesar de
que de principio a fin estemos ante una cinta virtuosa, inventiva, original e
irreverente.
Primero
vayamos al corazón de la película. En él, ya adivinamos el tema de fondo de toda la
obra del director. Sus historias articulan, una y otra vez, una moral de la
venganza –a menudo, el ideal detrás de ese saldo de cuentas es conseguir la paz
de una nueva vida, paradójicamente, alejada del crimen– que proviene de la
ética del hampa, de los que están fuera de la ley, y que –y ese es el logro
mayor– los espectadores interiorizábamos al encarar la humanidad de un
antihéroe. En el mundo de Tarantino, la crueldad, o la medida de la venganza, tiene un
límite, que por lo general es sobrepasado por el sadismo del enemigo –verdadero
villano y representante del Mal absoluto, como, por ejemplo, el Bill de Kill
Bill.
En
Bastardos sin gloria, la venganza es
de los que pretenden invertir la lógica imperante: ahora serán ellos –unos soldados
estadounidenses de origen judío liderados por el teniente Aldo Reine (Brad
Pitt)– quienes cambiarán el rol de víctimas por el de pesadilla de los nazis,
diezmándolos brutalmente y cortando sus cabelleras una vez muertos, al estilo
sangriento y ritual de los indios americanos.
El
problema, sin embargo –que no aparecía en los anteriores filmes del autor– es
que nunca podemos conocer bien los motivos personales que llevan a cada
integrante a formar parte de esta banda que toma la justicia por su cuenta, de
esta “ira de Dios” que azota a los seguidores de Hitler. Por eso mismo,
hubiéramos pensado que iba a ser la historia paralela de Shosanna Dreyfus
(Mélanie Laurent) -una judía que sobrevive a un cruel exterminio del Coronel
Landa (en la antológica actuación de Christoph Waltz) y que luego idea un plan
para terminar con el mismo Hitler- la que aporte esa densidad dramática que le
faltaba al filme. Pero eso tampoco sucede. La Shosanna de Tarantino es
apenas entrevista en la dinámica coral, lo que también se extiende a los
“bastardos” que, conforme avanza el metraje, van perdiendo protagonismo.
Todo
esto le resta profundidad y complejidad a una cinta que por ser ligera no deja
de destacarse, de afirmar su originalidad y delirio, donde lo irrisorio se sigue
dando la mano con lo siniestro: el humor, los diálogos extensos, algo de gore, pastiches y referencias explícitas
al cine alemán de la era nazi, la escenografía de las películas de guerra, etc.
hacen un colorido coctel junto con la
idiosincrasia de personajes tomados al vuelo que parecen haber salido de
Pulp Fiction: Eli Roth (director de Hostel) se convierte en un matón
endemoniado que rompe cabezas nazis con un bate de béisbol, no sin antes
ensayar un ritual samurai; el Sgt. Hugo Stiglitz (Til Schweiger) nunca habla
pero es el más temperamental e implacable de todos; mientras que nada parece
inmutar el desparpajo y desenfado del líder (Pitt), tan hábil para contar chistes
como para mantener firme a su regimento. Finalmente, no podíamos dejar de
mencionar al Col. Landa, una monstruosa criatura que sale de la pantalla, y que termina
por ser más grande que la película. (Somos, 17/10/09)
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