jueves, 30 de junio de 2011

Kung Fu Panda 2 (2011) de Yennifer Yuh


La nueva sensación de la animación es, con justicia, esta segunda parte de la historia de un joven oso sindicado para salvar China de un pavo real cruel y tiránico. Y es que el gordinflón “Po” no solo resume una especial habilidad para burlarse de sí mismo y sus enemigos. Si los Blue Sky  Studios lograron una buena película al reinventar la ciudad brasileña de Rio echando mano de una sorprendente capacidad de fabulación a partir de una realidad diferente a la americana, Dreamworks hace lo mismo con el mundo asiático -solo que, esta vez, reinventado, también, a partir del imaginario popular de las películas de artes marciales.

Y es que, en efecto, si Kung Fu Panda 2 supera la frialdad del entretenimiento eficaz y visualmente extenuante, se debe no tanto al virtuosismo digital, como a la absorción cultural de la personalidad de sus criaturas -donde resalta el villano, de una maldad acerada pero atenuada por sus tormentos- y la historia misma.  Esto incluye,  también, una búsqueda de los orígenes familiares de Po: la reconstrucción de un pasado más dramático que cómico. Es entonces que la cinta cobra su verdadera belleza, ante las evocaciones de la niñez del héroe. Allí, la directora Yennifer Yuh prefiere la técnica de animación tradicional, aportando un matiz extraño y oscuro que las secuencias de acción necesitan para que su esplendor visual -conseguido con acabados y tonalidades orientales- no se agote en el mero fuego de artificio.(En Somos, 18/06/2011)

La casa muda (2010) de Gustavo Hernández


No son frecuentes las cintas de terror latinoamericano en  cartelera, como esta producción austera que aprovecha al máximo las convenciones del género: una muchacha (Florencia Colucci) y su padre (Gustavo Alonso) han asumido la tarea de limpiar una rústica casa deshabitada en medio del bosque. Sin embargo, una serie de extraños acontecimientos convierten la historia en una dramática lucha por la sobrevivencia.

Lo interesante de la propuesta recae en el registro directo de una videocámara hiperrealista que nunca se apaga: otra variante de esa filmación ininterrumpida de lo imprevisible, estilo ya probado por El proyecto de la bruja de Blair (1999) o Rec (2007). Hernández no necesita más que el seguimiento accidentado a su heroína en medio de las correrías y el pavor, potenciado con la edición del sonido -que proviene de espacios que no podemos ver-. Se trata de un único plano-secuencia donde el misterio de lo que está “fuera de campo” hace su trabajo. Pero no se piense que el filme deslumbra y tensa sus cuerdas de principio a fin: no solo debemos disculpar demasiadas licencias de verosimilitud, también hay que pasar por alto un redundante juego de fugas y gritos que están al límite del efectismo. La cinta -inspirada en una “historia real” de los años cuarenta en Uruguay- mejora hacia el final, convocando resonancias psicológicas y elucubraciones criminales que devuelven interés a este saludable aunque irregular debut fílmico. (En: Somos, 25/06/2011)

martes, 21 de junio de 2011

Lima Independiente 2011


Hasta el 25 de junio va este bello festival que, de alguna manera, es un espacio creado no para las vanidades ni la superchería, sino para la congregación de una nueva generación de directores y espectadores. Las funciones son gratuitas y, en diversas sedes de Lima, se podrán apreciar retrospectivas de clásicos modernos como Armando Robles o Raúl Perrone, además de lo mejor y más arriesgado del cine peruano y latinoamericano. Más información acá:

http://limaindependiente.blogspot.com/

jueves, 16 de junio de 2011

Conversatorio sobre cine peruano y Errante aberrante (2011) de Rafael Arévalo


Como adelanto del próximo Festival de Cine Lima Independiente, la Revista Godard! y el Centro Cultural Cafae-Se los invitan, este viernes 17 de junio, a la proyección del nuevo filme de Rafael Arévalo: Errante aberrante. La función será complementada con el conversatorio ‘¿De qué hablamos cuando hablamos de cine independiente peruano?’, que contará con los comentarios de los críticos Jaime Luna Victoria, Sebastián Pimentel y Claudio Cordero

Lugar: Centro Cultural Cafae-Se (Av. Arequipa, 2985).
Hora: 7:30 p.m.
ENTRADA LIBRE

martes, 14 de junio de 2011

Biutiful (2010) de Alejandro González Iñárritu


Javier Bardem es Uxbal, personaje nocturno de la Barcelona más empobrecida. Padre de familia, pareja de una mujer trastornada (Maricel Álvarez), enfermo terminal, se trata de una verdadera alma en pena cuyos trabajos al margen de la ley -como oficiar de mediador con una policía corrupta para encubrir a los inmigrantes- no hacen más que colocarlo siempre en situaciones límite, donde sus acciones pueden tener consecuencias trágicas que acrecientan su vía crucis.

El problema de la cinta recae en su incapacidad de articular los lazos que presenta. La relación  de Uxbal con su pareja, con los “amigos” que trasunta diariamente, o con sus pequeños hijos, deja ver la misma artificialidad de la fotografía tornasolada -siempre presta, en el caso de Iñárritu (director de la sobrevalorada Amores perros), a “embellecer” la miseria. Lo mejor está, como se ha dicho, en la actuación y presencia de Bardem, él si capaz de transmitir la sensibilidad golpeada que los ralentís y temblores de la cámara quieren subrayar en todo momento. El preciosismo de esta estética lúgubre, o la redundancia de cuadros de dolor sin mayores ambigüedades, son algunos de los obstáculos que tiene que sortear el espectador para tratar de escudriñar en la búsqueda de redención del personaje. Finalmente, la trastienda lumpen de la ciudad española aporta un tercer ángulo fílmico con posibilidades, aunque, diremos, bastante desperdiciadas ante la ausencia de suficientes matices humanos.

lunes, 13 de junio de 2011

El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950) de Billy Wilder


La perspectiva del filme es abismal, desde la mirada lejana del narrador, hasta el tema del mismo, que no es más que la caída u ocaso de dos personas que probaron alguna vez del aplauso en la cima: una antigua diva del cine mudo atrapa, en las telarañas de su lujosa mansión, a un joven guionista fracasado.

Teñida por un tono nostálgico, melancólico y gótico, que a veces se confunde con el horror, la voz en off que nos habla del pasado ha hecho de la enorme residencia un reino de fantasmas donde el escritor es el espectador, y la olvidada estrella la protagonista. Pero lo fascinante del filme no proviene solo de su envolvente y autorreferencial juego de reflejos y figuras espectrales (en el que están incluídas muchas luminarias interpretándose a sí mismas, desde Buster Keaton hasta Cecil B. De Mille). El crepúsculo de los dioses está muy lejos de tentar una aproximación fría a sus personajes. Menos monstruosos y cínicos de lo que parecen a primera vista, Joe Gillis y Norma Desmond (increíble recital de actuación a cargo  de William Holden y Gloria Swanson) son dos solitarios que no aceptan su condición de excluídos o perdedores en el sistema. A pesar de que se engañan y manipulan mutuamente, en el fondo de ese juego de disfraces y apariencias vive una verdadera historia romántica.

Referente indiscutible del cine americano y clásico emblemático de Hollywood, El crepúsculo de los dioses es una película realmente grandiosa: toca uno de los picos más altos en la filmografía de Wilder, y lleva la leyenda y el mito del cine en sus entrañas. (En Godard! Nº 2, setiembre 2002)

domingo, 12 de junio de 2011

Las horas (The Hours, 2002) de Stephen Daldry


Las horas aborda un día en la vida de tres mujeres adultas: Virginia Woolf (Nicole Kidman), célebre escritora de principios del siglo XX, quien pasa por un periodo de crisis personal al lado de su esposo en una casa de campo inglesa; Laura Brown, típica ama de casa norteamericana de los años cincuenta (Julianne Moore); y Clarissa Vauhgn (Meryl Streep), quien vive con una pareja homosexual y su hija en la Nueva York de hoy.

Estas historias están unidas por el mismo malestar existencial. Mrs. Dalloway, obra que está escribiendo Virginia Woolf, expresa esta aflicción y sirve de nexo entre las tres: como lectora, muchas décadas después, Laura Brown encuentra refugio en este libro ya que refleja fielmente su sufrimiento interior; por su parte, Clarissa Vaughn resulta ser una especie de encarnación moderna del personaje Mrs. Dalloway.

La novela de Woolf empieza cuando la mujer del título se dispone a preparar un agasajo para un amigo, al que asistirá mucha gente. Esa es la clave del sentimiento que gobierna el filme: una persona cumple con lo que tiene que hacer, pero en el fondo no se siente bien, no lleva una existencia libre y plena. En este caso, el mismo transcurrir del tiempo, que se hace apremiante -ya que todo tiene que estar listo antes de que lleguen los invitados- se convierte en otro adversario aplastante que hace de Mrs. Dalloway una mujer angustiada.

El malestar de las tres mujeres es el mismo, y tiene que ver con la insatisfacción que sienten ante los roles que ha proveído la sociedad con la que les ha tocado vivir. Es algo que va mucho más allá de la inclinación homosexual que comparten las protagonistas. En los dos primeros casos, la homosexualidad se apunta como la manifestación espontánea de una identidad diferente, prohibida, que no se ajusta a lo "normal". La prueba de que el desasosiego de Las horas no se reduce a este problema está en la forma natural, casi presupuesta, como se presenta la relación de Clarissa Vaughn con su pareja, quienes pueden constituir una familia “feliz” al lado de una hija joven (algo impensable en las épocas que les toca vivir a las otras dos mujeres).


En realidad, esta descripción de una identidad que no se ajusta a los requerimientos de la sociedad encuentra su modelo mayor en el espíritu del artista. No es casualidad que la película se origine a partir de la depresión que sufre Virginia Woolf, y termine con el dramático caso de la antigua pareja de Clarissa Vaughn, el poeta que interpreta Ed Harris. Lo que los distingue es que son ellos los que pueden Ver y finalmente expresar un sentimiento de imposibilidad, de estar al margen de un mundo que sienten falso. Esa visión –trágica- les infundirá, finalmente, un deseo de no seguir viviendo. "Alguien debe morir, y debe ser el poeta, el visionario" dice Woolf anunciando su propia muerte. En efecto, al final del filme los dos artistas se suicidan, o así se deja entrever cuando, en la última secuencia, la escritora se sumerge en el río para desaparecer.

Pero volvamos al tiempo, ese devenir imparable que se hace insoportable, como hemos visto, cuando su irreversibilidad está acompañada por la adecuación a una forma de vida impuesta, o a una rutina ya establecida. En Las horas, el análisis del tiempo es indisoluble de la misma escritura cinematográfica, del estilo. 

Es imposible reflexionar sobre este complejo tejido audiovisual sin hacer mención a la novela de Michael Cunningham que le sirve de base. La adaptación de Las horas parece dar una réplica fílmica a esa moderna fluidez literaria que confunde o mezcla dos momentos separados por el espacio y el tiempo. A la manera de una escritura literaria torrencial y embelesante, Stephen Daldry se atreve a desplazar la atención de una mujer a otra, constatemente y sin aviso previo para el espectador (como se haría con un fundido en negro, por ejemplo).

Los momentos se trasladan y confluyen emotivamente, más allá de un lugar y una época determinados, más allá de un móvil u otro. También contribuye la utilización de la música. Las composiciones de Richard Strauss y Phillip Glass no vienen en apoyo de las situaciones álgidas. Es una melodía sonora -por lo general algo desesperada- que entra y sale, sorpresivamente, como un bloque autónomo, partiendo de una situación dramática, en una de las historias, para terminar su trayecto en la acción fútil que realiza otra de las tres protagonistas.

Lo que se consigue, en conjunto, es embargar todo el tiempo que transcurre ante nosotros, tanto el dramático como el mundano (donde aparentemente no pasa nada importante), con un mismo sentimiento, una misma atmósfera. Las horas, haciendo justicia al título, es una película donde cada minuto se hace insoportable, donde el tiempo que pasa es aprisionante. La gramática fílmica ha neutralizado los clímax para hacer ver que los tres relatos no sólo comparten la misma trayectoria, sino que están marcados por el mismo síndrome: todos los momentos están “enfermos”.

Pero este no solo es el tiempo que carga toda mujer homosexual, o todo artista. En realidad es el que se respira en el siglo XX, “época” representada por estas tres Mrs. Dalloway, que la recorren de principio a fin. Para ellas, la vida hogareña se ha convertido en una prisión, y habría que recordar que el tiempo de la modernidad y de la sociedad de masas que nace con el siglo pasado es el tiempo de la vida doméstica y de su vacío, de su rutina anónima y desesperante.


En ese confinamiento, la primera se abandona a su propio exilio interior (pierde al mundo) y la segunda abandona un papel que no puede cumplir (pierde a su hijo). La última debiera disfrutar de su homosexualidad en una década que reconoce sus derechos, su identidad sexual. Sin embargo, y como ya se mencionó, no se trata de eso. Ella está atrapada, en el fondo, por la misma sociedad, por el mismo rol de ama de casa, y por el mismo tiempo tan privado como desencantado donde no hay una vida ardiente que vivir, y donde está condenada a la futilidad, a la sombra, a la soledad. 

En cuanto al estilo, hay un uso importante del espacio y del color que destacar. Con distinto ropaje, el espacio es igual de monstruoso. Virginia Woolf vive en los ambientes fantasmales y góticos de una casona que no se deja iluminar por el sol, donde todo parece estacionario y los objetos adquieren una inmovilidad y un peso tan grande como el del tiempo. Eso se consigue cuando un director sabe dar ese "efecto" con la luz y con la posición de la cámara -atenta a observar a sus mujeres desde la distancia para dejar sentir la soledad que las rodea-. 

En el caso de Laura Brown, por ejemplo, la constatación de estar enfrentada al vacío se da de la forma más terrible. Su marido ni siquiera es un compañero cómplice y querido por ella, como en el caso de la novelista. Laura Brown es el mudo espectador de un simulacro, una farsa que la condena a la más dura negación de sí misma, en su papel prototípico de ama de casa absolutamente dependiente del esposo, condenada a sonreír a una persona que no ama. Al quedarse sola con su hijo, el espacio adquiere una presencia amenazante. Los colores chirriantes de la Norteamérica idílica de la posguerra cobran una cualidad agresiva, la que contrasta con la utilización deprimente de los tonos oscuros y grises que refugian el espíritu de Mrs. Woolf.

Para terminar esta aproximación, quisiera hacer una reflexión sobre la recepción del filme. Muchos suelen confundir el cine que utiliza material de prestigio (músicos célebres, referentes cultos y literarios), para conseguir premios y éxito, con películas honestas y arriesgadas como esta. Nosotros creemos que Las horas, por el contrario, es una obra original y subyugante, una de esas raras obras maestras que deberían ser apreciadas por encima de los prejuicios más comunes de la crítica. (versión modificada del texto publicado en Godard! Nº 5, mayo 2003)

jueves, 9 de junio de 2011

El camino de los independientes


Si en la última década, en el ámbito internacional de las distribuidoras comerciales y de las productoras millonarias, ya habíamos encontrado filmes de enorme valor (como Madeinusa, 2006, y La teta asustada, 2009,  Chicha tu madre, 2006, Paraíso, 2009, y Octubre, 2010), cabía preguntarse por un cine nacional de menor o nulo presupuesto -en términos prácticos, cuando lo único que el director necesita para hacer su película es agenciar la complicidad de la familia y amigos-.

Nuestra sorpresa fue grande cuando surgieron, fuera de las carteleras comerciales, de los circuitos internacionales, de los medios de prensa -y abrigadas por salas alternativas como la de la Universidad Tecnológica del Perú, la Cayetano Heredia, la del Cafae, o la del Centro Cultural de España-, títulos como Los actores -para quien escribe, obra maestra de la que aún queda pendiente hablar-, del trujillano Omar Forero; y, en menor medida, Detrás del mar, de Raúl del Busto, propuesta admirable por su coherencia y radicalidad, aún a costa de lo extremo y extenuante de su planteamiento contemplativo.

Sin embargo, una generación post 2000, aún más joven (la única excepción sería Malena Martínez, más cerca de la generación de Del Busto y Forero), venía como refuerzo, como consolidación de una renovación temática y estética. En este punto, soy consciente de los límites de este artículo, que se centra en la obra de directores de Lima (a pesar de que Juan Daniel Fernández y Malena Martínez, si bien radican en Lima y Viena, respectivamente, hayan dirigido dos documentales donde rastrean sus orígenes familiares en provincias, su niñez en el Cusco, y, en gran medida, logren una radiografía más provinciana que limeña).

Es cierto que queda aún por escribir sobre una producción regional -y también, por supuesto, de sus propios medios de exhibición al interior del país-; una, cada vez, más cuantiosa e interesante. Pero, ahora, nos vamos a ocupar de siete cineastas que tienen ya una filmografía sobre la que hay mucho que decir: Rafael Arévalo, Eduardo Quispe, Jim Marcelo, Javier Bellido, Ana Balcázar, Juan Daniel Fernández, y Malena Martínez. En esta lista falta Fernando Montenegro, que no estrenó ningún filme el año pasado -aunque nos ocuparemos pronto de él, ya que por estos días estrena su segundo largo, Cada viernes sangre.

Si bien la misión de este artículo era comentar los largometrajes estrenados el 2010 en el circuito no-comercial, aprovechamos el espacio para pasar revista a los anteriores largos de cada autor; lo que no solo es una manera de enmendar una ausencia en las páginas de godard!, sino, también, la mejor forma de dar un justo valor a propuestas fílmicas que deben ser abordadas en toda su dimensión -más aún si esta traza una línea serial y de continuidad, o una naturaleza orgánica, programática y conceptual, como puede ser la de Arévalo y Quispe.

Kasa Okupada (Rafael Arévalo)

Para conocer la obra de Arévalo, decidimos hacer un viaje de regreso, siguiendo un orden cronológico inverso, de Kasa Okupada a Alienados (2008). El resultado fue claro: a pesar de, probablemente, un excesivo alargamiento de la trama, el debut de Rafael era el diagnóstico sentido de una juventud enferma de “esplín”, tan desorientada como desconectada de su sociedad -a través de la historia fantástica de un grupo de “alienados” que se comunica sin hablar-. En cambio, en la “secuela”, todo se redujo a la repetición de un lenguaje que había perdido su frescura, su hondura, su solidez expresiva, hasta su carácter cómplice e irreverente.

Los hallazgos de Alienados, sin embargo, no deben ser subestimados. De alguna forma, es el manifiesto libertario de un cine que renuncia a cualquier pretensión de realismo o “alta cultura”, para ensayar, con éxito y un propio estilo, otras formas de representación, ilusionismo o ficcionalización, otros modos dramáticos y cómicos, otro nivel de diégesis y emplazamiento narrativo. Las influencias, para la construcción de sus códigos y lectura fílmica, provienen, principalmente, de la contracultura americana y sus series Z contemporáneas.


Pareciera que en Kasa Okupada más vale la intriga, y la acción, o la propia retórica verbal, que el “trance” de los personajes, su aislamiento y dificultad para comunicarse, su fragilidad y todo lo que impedía que Alienados caiga en un mecánico uso de las “expresiones” voluntariamente “obvias” de la serie Z. En efecto, en Alienados los actores aún creen en sus personajes, pero sin hablar. La entonación de las voces en off es secreta, parca, neutra. Otro acierto del filme es su blanco y negro, o, mejor dicho, su monocromía, más gris que expresionista: el mundo ha perdido sus colores para esta banda de condenados que tiene pendiente una reunión más frente al mar.

Por último, sería un ejercicio interesante reparar en esa cualidad plástica lograda por Arévalo en Alienados. Kasa Okupada, en cambio, acusa una falta de conciencia de luz o color. El video digital, además del blanco y negro, permite que la ciudad de Alienados no solo sea gris, sino, además, poco “presente”. Esta es una urbe distanciada, un espacio lejano, ya que la dimensión de los personajes está en otra parte: un efecto potenciado por la comunicación “en off”. Por otro lado, el “movimiento” de los personajes, en Alienados, sirve, sobre todo, para hacer entrever un mundo “exterior” de fondo, si bien distanciado por su monocromía, lleno de esa frescura del “afuera” que aún nos hace hablar de la vida en medio del trance “interior” de los héroes-zombis que no pueden “ver” los colores -del lado de nosotros, los espectadores-. Así, vamos de una tristeza radical -por desdramatizada- a la indagación de un fenómeno compartido cuyo enigma no se termina de resolver del todo. Los personajes son, también, víctimas, y eso se siente (a diferencia de Kasa Okupada, donde todo parece un juego). ¿Habrá escapatoria frente al mar? ¿Todo terminará? ¿Con quiénes nos conectamos finalmente, de espaldas al mundo? ¿Qué es lo que compartimos? ¿Habrá un fin del sueño? ¿Terminará la paranoia que parece destruirnos?

3 (Eduardo Quispe y Jim Marcelo)

A diferencia de Arévalo, la propuesta de la dupla Quispe-Marcelo está en la senda de un realismo “rohmeriano” concentrado en la tensión establecida entre parejas, y en planos secuencias que funcionan como unidades o flujos sin interrupción. 3, es la continuación de un programa iniciado por 1 (2008) y 2 (2009). Y, podríamos decir, cada episodio o “largo” no es más que la variante de una conversación entre un pretendiente y una pretendida, dos enamorados en el proceso “oral” de unirse o separarse.


Quizá, lo más interesante del “sistema” Quispe-Marcelo (ambos socios y líderes del grupo de creación Cinestesia) es la vocación filosófica y pragmática de su proyecto-laboratorio: uno tan secuencial, tan serial, como el título de cada película. Un programa de trabajo sin fin alrededor de un tema que podría denominarse, casi como una fórmula: “la soledad de la pareja”, valga la paradoja. Este filme no puede acabar porque tiene que re-hacerse con todas las combinaciones de un número limitado de elementos. Al parecer, se trata de llegar a una virtual 100: con Quispe y Marcelo el cine se ha vuelto un poco lo que fue para Vertov a inicios de siglo XX: instrumento de trabajo y de estudio, una forma de conocimiento. De allí lo fascinante de este “método”.

Si 1 se remite a la especie de nacimiento abortado de una pareja que divaga en escenarios urbanos, emplazando los rostros como un asedio que permuta diferentes ángulos, 2 hace un viraje hacia “afuera”: empieza como un documental sobre un día en las riberas del Centro de Lima que termina en la fiesta donde, de nuevo, el mismo Quispe asume el rol protagónico. Luego, vemos al realizador, como a Linda Soto, empezar, cada uno por su lado y en paralelo, su propia rutina solitaria, aunque desde dos clases sociales diferentes. Como es de preverse, ambos se encontrarán. Un aspecto interesante de la serie se refuerza: la escucha de la conversación se enturbia por el ruido de ambiente, casi como se enturbia la visión de los rostros por la navegación de la cámara alrededor del entorno próximo. Sin embargo, la “negociación” final entre la pareja de 2, en un parque, podría ser lo menos convincente de una propuesta que no llega a sentirse íntima: esta vez, la soledad no tuvo un contrapunto mayor.  

3 devuelve, al proyecto, una fuerza clínica y directa que quizá había perdido 2. Ahora, en la noche, una cámara recorre, con ese estilo sistemático del proyecto Cinestesia, las bancas de un parque. Así, el filme se estructura como una red de pequeños filmes unidos conceptualmente, ya que todas las parejas encontradas despliegan un micro-show oral y dramático directo. La nueva ola, el Dogma 95, y todos los free cinemas, tienen su continuidad en 3, con el atractivo que ahora las parejas son múltiples y el filme adquiere un carácter más eléctrico, cómico y violento, incluso más documental, que en el caso de las historias protagonizadas por Quispe. Si bien no todas las dinámicas gozan del mismo nivel de naturalidad y fluidez, otro atractivo es que no hay cortes en este devenir audiovisual, especie de tour de force sobre distintas parejas-universos en un cosmos urbano donde el sonido interferido hace su espectáculo secreto. Vuelve una pregunta my contemporánea, forzada por 3, pero ya entrevista en 1 y 2: ¿Qué sucede cuando la ficcionalización de la propia vida pierde sus contornos ilusorios, en el flujo libre de oralidad registrada de forma documental y precaria?

Pero si tuviéramos que elegir, nos quedaríamos con la más menesterosa -técnicamente hablando- y concentrada: 1. Allí, el mismo Quispe, como protagónico pretendiente, emplaza, en una secuencia de conversaciones y “sets” en exteriores, a su pretendida: Grecia Aguinaga. El proceso adquiere misterio y expectativa por la incorporación de otro tema fundamental del cine moderno: el tiempo. Las largas secuencias de diálogo empiezan, en un orden cronológico, en un arco temporal reducido (ellos en la calle, ellos en un café, ellos en un solar antiguo), para permutar el orden del tiempo, de modo que el espectador tiene que participar en la reconstrucción del proceso que ha llevado la relación, atendiendo, también, a los diversos signos y “datos” que proliferan en las dilatadas conversaciones. Nuestra preferencia, hay que decirlo, elige un criterio: el nivel de tensión entre los personajes, y el grado de complejidad que va adquiriendo su relación, de principio a fin. Es la más parecida a una historia de amor inconclusa, o indefinida, de las tres y, quizá, la que conserve un mayor poder emotivo.

Sinmute (Javier Bellido y Ana Balcázar)

Estrenada por primera vez el 2008, y reestrenada de forma más amplia en 2010, de todas los largos de ficción, no hay dudas de que el más logrado y contundente, desde sus propios postulados, es esta opera prima de dos cineastas que vienen de las artes plásticas. Clásico instantáneo de un subcine dinamitador de todo realismo y alimentado por el insconsciente en épocas de enajenación generalizada, Sinmute hace lo que muchísimos han buscado sin éxito: golpear al espectador con una mezcla de imágenes de horror y asfixia, con el choque convulso de la violencia y la pesadilla, en las fronteras difusas entre vigilia y sueño, lucidez y locura, sin videoclips de por medio.


De las fijaciones objetales y fetichistas del Perro andaluz (1929) de Buñuel, hasta las atmósferas escatológicas de los personajes sonambúlicos y extraviados de David Lynch -sobre todo el de Grandmother (1970)-,  Bellido y Balcázar cuentan una historia sin intriga, sin cadenas causales, asentada en un laberinto de la mente que se confunde con un trazado tanto horizontal -el largo camino hacia el edificio, ¿hacia la pesadilla?- como vertical -la mirada “mental” y abismal desde el departamento, ¿dominio de la interioridad y principio de la enajenación?

El tema no es nuevo, como no lo es ninguno. Lo importante es que es uno urgente, quizá uno de los más determinantes de nuestro tiempo, tanto en el arte como en la vida: la alienación contemporánea, la soledad, el materialismo, el consumo. El hombre que camina es un joven, pero ya está viejo. Lo dice su largo andar. No habla. Todo es mudo en este filme sobre el terror de la vida cotidiana. Allí están las sonrisas falsas de la mesa familiar, la imagen punzante de la cabeza de cerdo -de la que surgirá la única voz de todo el filme-, la sensación orgánica y gutural de un espantapájaros que echa raíces en la tierra, la sangre, y el vacío, un solo flujo de desesperación sin contornos definidos.

Lo interesante es que todas las imágenes son precisas, que las imágenes se remiten las unas a las otras en una relación temporal reversible, con presencia material, sin simbolizaciones unívocas: ahí está el rostro asfixiado, el auto cubierto, ese mundo sobre el que se desparrama un líquido viscoso, la imagen en fast forward y en retroceso, las aspas que giran y trituran. Todas son imágenes conectadas por los pasadizos del subconsciente, entre el día y la noche, y llegan a componer un viaje por estadios, habitaciones, rituales sociales, y fugas fracasadas, con un poder de hipnosis e ilusionismo que pocos cineastas pueden ostentar. Hay muchas otras cosas que destacar de este filme surrealista de 52 min., entre ellas su perfección técnica, su arquitectura fotográfica y de sonido, su complejidad visual, elementos manipulados de forma tal pueden dar paso a la manifestación más pavorosa del horror, de la que tengamos recuerdo, dentro de la filmografía peruana. Con continuidad o sin ella, Sinmute reniega de los caminos previsibles, y hace nacer de nuevo, y con éxito, a las posibilidades más difíciles del cine.

Reminiscencias (Juan Daniel Fernández) y Felipe, vuelve (Malena Martínez)

Ambos son documentales que, de alguna forma, funcionan como autorretratos, o, más precisamente, arqueologías de una niñez perdida. Ambos son, a la vez, muestras de dos formas de emplazar el cine: una, la más “modernista”, como artefacto electrónico vivo y en perpetua mezcla -como la memoria misma-; y la otra, como registro más artesanal, precario y contemplativo, como cámara asombrada frente a un “volver a ver”, un “volver a descubrir”, un intento de mirar “como la primera vez”. Son como un modelo futurista y uno arcaico, que, sin embargo, se remiten a dos paradigmas rivales siempre estudiados desde que André Bazin surgiera para defender a Rossellini frente a la experimentación del cine soviético: si Fernández propone al montaje como revelador poético, remitiéndonos una práctica moderna pero de orígenes tan antiguos como Dovjenko o el mismo Eisenstein, Martínez propone el plano-secuencia, a la manera de Rossellini o el mismo Truffaut de los comienzos.


Sin embargo, esta no es una guerra, sino una interesante muestra de dos resultados estimulantes y reveladores de talento. Quizá, el camino de Martínez resulte más sobrio, equilibrado y preciso, en su búsqueda de una geografía y, sobre todo, un personaje. Felipe Valer es el nombre de este campesino, peón de la hacienda familiar que ha abandonado su lugar de trabajo para refugiarse en el hogar de su hija, campesina también. Pocos documentales menos turísticos y manipuladores que esta verdadera aventura de descubrimiento. Martínez  filma con la misma sensibilidad rosselliniana que une la investigación “científica” y la mirada poética. Austera, pudorosa, yendo del hecho particular a la Historia (la Reforma Agraria), para ver en toda su dimensión a este hombre de la tierra, aún vital y pícaro, que ha sufrido, sin dudas, una injusticia estructural que sobrepasa a todos, y que viene del pasado como un fantasma amenazante. Otro aspecto fascinante recae en la sinceridad con que la directora muestra las reacciones imprevistas de su tío, un gamonal ya viejo y gruñón que no deja de intentar un último acercamiento a Felipe, con una oferta reconciliadora y agradecida para que vuelva. Uno de los acercamientos más conmovedores y reveladores del mundo andino, purgado de cualquier rezago de pintoresquismo, paternalismo o sentimentalismo.

Juan Daniel Fernández, el más joven de todos, sorprende con un trabajo virtuoso, a veces, incluso, al límite de la autoindulgencia, pero que sale airoso para demostrar que, con los restos de los videos familiares, se puede hacer una película compleja. Es una opción que está más cerca de José Luis Guerín -sobre todo, el de Tren de sombras (1997)-, pero lo de Juan Daniel no solo queda en la reflexión sobre la precariedad del registro y su manipulación -vemos con esplendor el temblor del video y su esfuerzo por consolidarse como imagen, congelados, retrocesos-, sino que estamos frente a la búsqueda de una línea temporal, operada por una memoria electrónica que se iguala a la del cerebro -la línea familiar debería llevarnos hasta Resnais-, haciendo de este un work in progress con fascinantes momentos de revelación, interpolaciones y reenganches de sentidos (que van de lo sensorial: el agua, el fuego, la luz, la naturaleza; hasta la construcción o ascendencia de la familia, su proveniencia y derrotero: la conversación con los campesinos que pudieron tener algún vínculo de sangre). Se trata, pues, de una invocación del tiempo como materia fílmica, pero también de las ruinas de esa materia,  las ruinas de una familia, y el descubrimiento de sus misterios más profundos y sutiles. (En Godard! N° 27)

domingo, 5 de junio de 2011

¿Qué pasó ayer? 2 (The Hangover Part II, 2011) de Todd Phillips


En la categoría de la saga o serie, aparece, esta vez, una nueva franquicia. Pero lo que en la primera entrega era un refrescante rescate de la comedia de amigos, haciendo de la pesquisa de grupo -después de la juerga convertida en misterio central del filme- una forma de aventura desquiciada, esta segunda parte solo se permite un cambio de variables en función a la repetición del mismo “producto”. Solo se ha transformado el escenario (Bangkok en lugar de Las Vegas), el personaje perdido (ya no es el novio, sino el hijo del futuro suegro), y el animal (un diminuto mono en vez de un tigre). 

Sin discutir el talento de Todd Phillips para extraer química de sus actores, es imposible no advertir que la historia luce desgastada en virtud de su único propósito: garantizar la fidelidad del público echando mano a una supuesta “fórmula”. Solo que, a diferencia de otras secuelas, en este caso sí había algo de creatividad que perder. Además de una innovadora estructura narrativa, tanto la calidad adolescente de sus personajes adultos, como las fobias inconscientes de perfiles todavía por descubrir, quedan perdidas en función de una configuración algo mecánica de situaciones sexuales menos sugerentes y más efectistas. Eso sí, aún queda incólume la capacidad de Zach Galifianakis para encarnar al freak díscolo, único clown de genio de la banda, cuyo rostro serio y rebeldía infantil se convierte en la razón de ser del filme. (En Somos, 04/06/2011)