martes, 28 de mayo de 2013

Flores rotas (Broken Flowers, 2005) de Jim Jarmusch




Bill Murray compone otra variante de su galería de personajes desencantados, esos que irradian una melancólica comicidad. Se trata de Don Johnston, hombre mayor ya retirado de su jugoso negocio de computadoras, y que, al parecer, ha gozado una vida de don juan empedernido que ha llegado a su fin. 

Al iniciarse la cinta, su joven pareja (Julie Delpy) lo abandona, sin posibilidad de retorno. El mismo día, le llega una misteriosa carta de una supuesta ex novia, donde esta le escribe que, justo después de terminar con él, se enteró que estaba embarazada. También le cuenta que el hijo de ambos ya es un adolescente, y probablemente quiera conocerlo o haya ido a buscarlo. 

Inmediatamente, Don pide consejo a su vecino y único amigo, Winston (Jeffrey Wright), inmigrante africano aficionado a las novelas detectivescas. A pesar de tener poco dinero y estar subempleado con tres trabajos, este simpático personaje tiene todo lo que le falta a Don: una familia y muchas ganas de vivir. Jarmusch no necesita ser demasiado insistente como para filmar la camaradería entre Don y Winston con sutileza, volviendo a uno de sus temas favoritos: la amistad entre los marginales y perdedores.

Sin embargo, el tema central de la cinta no es la amistad. Winston logrará convencer a Don de que haga un viaje insólito a través de EE.UU. para visitar a cuatro ex-novias y buscar, así, alguna pista que le permita descubrir quién escribió la carta o dónde podría estar su hijo. Johnston se reencuentra con sus antiguas mujeres, y descubre que todas tienen una vida egoísta, donde no existe un verdadero hogar: desde una arribista que se ha casado con un insoportable adulador, hasta una maniática psíquica (Jessica Lange) "que se comunica con los animales", y que parece tener un romance con la recepcionista (Cloë Sevigny) de su consultorio.

Sin embargo, la intriga que siembra Jarmusch no es más que una pista falsa (el color rosado de la carta, por ejemplo). Lo importante es el remezón emocional, el despertar existencial de Don, quien se verá acosado por las múltiples imágenes de las mujeres de su vida todas inmersas en un mundo ajeno, casi grotesco o irreal, en un propio tiempo que el personaje parece auscultar como un  asustado extranjero.

Por otro lado, Jarmusch describe una serie de estratos sociales y estilos de vida  de la Norteamérica de hoy, esa que no pasa por las grandes metrópolis, sino por el aislamiento de los suburbios y los grandes condados: desde la adinerada que vive en un lujoso condominio, hasta la sórdida y agresiva pareja de un motociclista lumpen. Y, en todas partes, se descubre una inmensa soledad, una imposibilidad de comunicación, de intercambio afectivo.

Flores rotas devuelve al cine una capacidad de observación y de construcción de sentido con mínimos detalles algo prácticamente en extinción. Con una mezcla de humor, tristeza y ternura nos cuenta la historia de un hombre que, en las postrimerías de su vida, se aventura a creer en una ilusión, en la existencia de un hijo que podría salvarlo. Todo eso a través de planos limpios y sentidos como pocos. (versión modificada del texto publicado en Somos, 15/07/2006)

jueves, 23 de mayo de 2013

Múnich (Munich, 2005) de Steven Spielberg




Al igual que La lista de Schindler, esta película también se inspira en un hecho real: el  asesinato de once deportistas judíos por parte de terroristas palestinos durante las olimpiadas de Múnich en 1972. Esta vez el antihéroe es Avner (Eric Bana), joven contratado por el Estado israelí para liderar un escuadrón cuya misión es vengar a las víctimas de la tragedia. 

Spielberg cuenta el relato desde el punto de vista del bando que mejor conoce, pero a la vez está más allá de un vulgar maniqueísmo. Prueba de eso son los instantes a los que se enfrenta el protagonista cada vez que está a punto de victimar a alguien: este se detiene, como paralizado por la piedad, ante unos ciudadanos desarmados que le ofrecieron su simpatía ignorando que le estaban hablando a su verdugo.

Esa es una de las cuestiones "espirituales" que engrandecen al filme, más allá de sus espléndidas escenas de suspenso. Avner tiene que convencerse que ajusticiar a los asesinos de su gente es lo correcto. Él no mata por dinero, es un hombre que sacrifica la vida familiar por un fin trascendente.

Lo interesante es que, poco a poco, esa creencia se hace menos clara: a nuestro personaje le es difícil conciliar lo que ve con lo que piensa, sus acciones con un heroísmo que se va difuminando, y esto producirá una aflicción creciente que está muy bien refrendada por la actuación de Eric Bana.

De una manera muy sutil, Múnich muestra que la guerra terrorista entre estos dos pueblos es en realidad una espiral de venganza que se alimenta hasta el infinito, y que termina por desvirtuar todo sentido. Y como en toda epopeya moderna, el destino y la identidad dejan de estar en las manos del sujeto para provenir de poderes más oscuros, de un mecanismo siniestro: allí están esas magníficas escenas donde Avner conoce a "Papa" (Michel Lonsdale), enigmático personaje que le vende la información requerida, y que de alguna manera decidirá su suerte.

Se trata de un lento proceso donde vemos al protagonista sumergirse en un agujero negro que lo va destruyendo desde dentro, hasta que llega un punto en que la cinta adquiere dimensiones kafkianas: una vez revertida la venganza inicial, Avner se convierte en presa, y ni siquiera encuentra protección con las autoridades israelíes, que se lavan las manos; ahora tendrá que enfrentar su mórbida insignificancia, la inexistencia virtual a la que ha sido condenado y que, paradójicamente, lo divorciará para siempre de su tierra. 

Múnich también tiene deficiencias. El grupo de asesinos que acompaña al héroe es más blando de lo que debería ser; la supuesta amistad que establece la banda tampoco está bien atestiguada a lo largo de las tres horas, lo que resiente el lado emotivo que por momentos ensaya Spielberg. También puede discutirse el final, más cerca de la complacencia que de un desenlace real.

Sin embargo, esta sigue siendo una de las mejores películas del director de E.T., donde hay mucho que admirar: las atmósferas de pesadilla que consigue la fotografía –gracias a la densidad y espesor de la imagen- y una cámara panorámica que recorre el espacio a través de múltiples puntos de vista, lo que agudiza esa sensación de paranoia y de inestabilidad. Pero Múnich es mucho más, y muestra en qué medida Spielberg traza sus mejores pinceladas a través de miradas sutiles, personajes fascinantes, y situaciones llenas de misterio, donde ya no necesita de ningún efecto especial. (Versión modificada del texto publicado en Somos: 18/02/2006)

martes, 21 de mayo de 2013

Volver (2006) de Pedro Almodóvar


 Volver es la historia de una saga familiar donde solo sobreviven las mujeres. Raimunda (Penélope Cruz) vive con su hija adolescente (Yohana Cobo) y con un marido que acaba de perder su empleo. Sin embargo, el esposo también perderá protagonismo en lo que es, en el fondo, una historia de madres e hijas vinculadas por un pasado trágico.

El personaje de Raimunda está inspirado en Sofía Loren. Ella luce la cabellera negra y revuelta, los pechos exuberantes y la misma sensualidad “popular” que tenían las ragazzas del cine italiano de los cuarenta y cincuenta. Alrededor, revolotean otras mujeres: desde las entusiastas y humildes vecinas –entre ellas una prostituta algo obesa hasta la anciana tía Paula (Chus Lampreave) o Agustina (Blanca Portillo), una amiga de la familia que tiene cáncer.

El espectador descubrirá, como es usual en Almodóvar, cómo el destino vincula a estas mujeres humildes, enfermas, pero llenas de una gran necesidad de perdonar, de cuidarse las unas a las otras, cuando los hombres han desaparecido por completo. Es una comunidad de seres marginales y olvidados. Como el Benigno de Hable con ella, como el Ignacio de La mala educación, en Volver tenemos a Irene (Carmen Maura), la madre de Raimunda que el pueblo cree muerta hace muchos años. Ella es otro monstruo almodovariano signado por un pasado infame, lo que la condena a una vida penitente y ensombrecida.

Sin embargo, lo que distingue a Irene es su deseo de recuperar el amor de Raimunda. Irene ha regresado para reconciliarse con sus hijas, para contarse los secretos que las mantuvieron alejadas por tanto tiempo. Y esa reconquista se emprende jugando a las escondidas, con una mezcla de inocencia, travesura y picardía del que ya no tiene nada que perder. Es una mujer que tiene de lunática, de clown, de ridículo espantajo, de fantasma amistoso. Ella comparte un duelo con su hija y con su nieta, pero también la conciencia de un crimen inconfesable.

Otro protagonista es el viento, un viento omnipresente que despeina a Raimunda y que hecha a andar los modernos molinos eólicos que decoran las áridas tierras de La Mancha. El olvido, el paso del tiempo, el silbido amenazante de una ventisca que se lleva todo, anuncian la llegada de la muerte. Contra esa muerte sobreviene no solo el empuje radiante de Raimunda, su fuerte determinación, sino también la ternura avasalladora de Irene, la madre fantasma que regresa para pedir perdón y cuidar de este grupo de mujeres solitarias.

Además de regalarnos las antológicas actuaciones de Cruz y Maura, Volver es una obra maestra hecha de tomas fijas de formato ancho donde abundan los primeros planos, los colores cálidos, las sombras bien definidas y una tersura visual que ya se ha hecho marca de distinción de las últimas películas de Almodóvar. El resultado es un divertido concierto de afectos, de gags cómicos, de situaciones irrisorias y conmovedoras que ya no dependen de un gran despliegue de cámaras o de muchos números musicales. 

Volver no solo es un decantamiento fino del arte de Almodóvar; también es una muestra de un cine español y universal a la vez, hecho con una economía estilística que muy pocos realizadores pueden ostentar hoy en día. (En Somos: 25/11/06)