Al igual que La lista de Schindler, esta película también
se inspira en un hecho real: el
asesinato de once deportistas judíos por parte de terroristas palestinos
durante las olimpiadas de Múnich en 1972. Esta vez el antihéroe es Avner (Eric
Bana), joven contratado por el Estado israelí para liderar un escuadrón cuya
misión es vengar a las víctimas de la tragedia.
Spielberg cuenta el
relato desde el punto de vista del bando que mejor conoce, pero a la vez está
más allá de un vulgar maniqueísmo. Prueba de eso son los instantes a los
que se enfrenta el protagonista cada vez que está a punto de victimar a alguien: este
se detiene, como paralizado por la piedad, ante unos ciudadanos desarmados que
le ofrecieron su simpatía –ignorando que le estaban hablando a su verdugo.
Esa es una de las cuestiones
"espirituales" que engrandecen al filme, más allá de sus espléndidas escenas de
suspenso. Avner tiene que convencerse que ajusticiar a los asesinos de su gente
es lo correcto. Él no mata por dinero, es un hombre que sacrifica la vida
familiar por un fin trascendente.
Lo interesante es
que, poco a poco, esa creencia se hace menos clara: a nuestro personaje le es
difícil conciliar lo que ve con lo que piensa, sus acciones con un heroísmo que
se va difuminando, y esto producirá una aflicción creciente que está muy bien
refrendada por la actuación de Eric Bana.
De una manera muy
sutil, Múnich muestra que la guerra
terrorista entre estos dos pueblos es en realidad una espiral de venganza que
se alimenta hasta el infinito, y que termina por desvirtuar todo sentido. Y
como en toda epopeya moderna, el destino y la identidad dejan de estar en las
manos del sujeto para provenir de poderes más oscuros, de un mecanismo
siniestro: allí están esas magníficas escenas donde Avner conoce a "Papa" (Michel
Lonsdale), enigmático personaje que le vende la información requerida, y
que de alguna manera decidirá su suerte.
Se trata de un
lento proceso donde vemos al protagonista sumergirse en un agujero negro que lo
va destruyendo desde dentro, hasta que llega un punto en que la cinta adquiere
dimensiones kafkianas: una vez revertida la venganza inicial, Avner se
convierte en presa, y ni siquiera encuentra protección con las autoridades israelíes,
que se lavan las manos; ahora tendrá que enfrentar su mórbida insignificancia,
la inexistencia virtual a la que ha sido condenado y que, paradójicamente, lo
divorciará para siempre de su tierra.
Múnich también tiene deficiencias. El
grupo de asesinos que acompaña al héroe es más blando de lo que debería ser; la
supuesta amistad que establece la banda tampoco está bien atestiguada a lo
largo de las tres horas, lo que resiente el lado emotivo que por momentos
ensaya Spielberg. También puede discutirse el final, más cerca de la
complacencia que de un desenlace real.
Sin embargo, esta sigue
siendo una de las mejores películas del director de E.T., donde hay mucho que admirar: las atmósferas de pesadilla que
consigue la fotografía –gracias a la densidad y espesor de la imagen- y una cámara
panorámica que recorre el espacio a través de múltiples puntos de vista, lo que
agudiza esa sensación de paranoia y de inestabilidad. Pero Múnich es mucho más, y muestra en qué medida Spielberg traza sus
mejores pinceladas a través de miradas sutiles, personajes fascinantes,
y situaciones llenas de misterio, donde ya no necesita de ningún efecto
especial. (Versión modificada del texto publicado en Somos: 18/02/2006)
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