La
historia del perrito Sparky y su dueño –el niño Victor Frankenstein–, es una
balada melancólica, en miniatura, y en blanco y negro, sobre una infancia
atrapada por su propia fantasía: Victor se obsesiona con la posibilidad de
devolver la vida a Sparky; para ello, se esconde de sus padres en el altillo de la casa, inspirándose en
la figura extranjera –muy parecida a la de Vincent Price– del profesor Rzykrusky (Landau).
Para Tim Burton, la
"monstruosidad" suele ser tierna y espiritual, hecha de una apariencia equívoca:
su mundo invierte los códigos estéticos. Pero no solo eso. Lejos de ser amable,
esta película de animación (a base de la antigua técnica del stop motion) propone una crítica social explícita. Como prueba, tenemos las
opiniones de Rzykrusky sobre la ignorancia y el vacío de cultura americana. Además, en este caso, los homenajes al cine de horror, si bien múltiples y
hasta exhaustivos, están lejos de ser meramente cómplices: además de dar forma a un drama de
injusticias veladas y amistades sacrificadas, Frankenweenie logra esa ansiada revolución de nuestra capacidad de asombro. Las dimensiones del
espacio y el tiempo son desafiadas por los espectros del gigantesco Godzilla, de los
diminutos Gremlins, de la Momia
o de Drácula. Con una épica y original mezcla de humor, anarquía y tenebrismo,
el suburbio trastoca su mediocridad, confiando el secreto de la historia a seres
incomprendidos y encantados, y reservándoles, a su vez, un espacio para el mito y la
trascendencia. Como con Ed Wood, Batman regresa, El gran pez, y El joven
manos de tijera, estamos ante una verdadera joya cinematográfica. (versión modificada del texto publicado en Somos 17/11/12)
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