Artífice de un cine popular y escapista, pero no por eso mediocre o exento de poesía, el director de El imperio del sol (1987) da la hora, esta vez, con la adaptación de un cómic que se consideraba imposible de llevar a la gran pantalla. A pesar de adelantarse a Indiana Jones en su búsqueda de tesoros perdidos en tierras exóticas, los personajes del belga Hergé siempre fueron muy europeos. Por eso, muchos veían con escepticismo a un Tintín de Spielberg. Pero vaya que el ya veterano maestro les tapó la boca a todos. La depurada técnica de animación permite que los personajes ganen en matices de expresión y no resulten algo robóticos (como sucedía con Beowulf, 2007, o El expreso Polar, 2004). Además, el espíritu fuera de época, ajeno a una americanización vulgar, queda intacto.
En la primera hora, cuando se presenta a Tintín y su pequeño compañero Milú, es donde le va mejor a la cinta: en ese equilibrio que tiende más a Hitchcock que a las correrías de superhéroes (Tintín no es un superhéroe ni tiene superpoderes). Otro acierto es el capitán Haddock, pirata que fluctúa entre la vigilia y la inconsciencia, entre la torpeza y el humor socarrón. Mucho del delirio de ensueño que envuelve a este personaje también está entre los puntos fuertes. Entre lo más criticable está esa ruleta rusa desbocada y la espectacularidad de pura acción que asoma hacia el final, lo que la hace ya demasiado rápida y ligera. En fin, Las aventuras de Tintín no es una obra maestra, pero es un divertimento sofisticado, con mucho del encanto de Hergé, y con hallazgos para el género de una forma novedosa a su manera. (versión modificada del texto publicado en Somos, 07/01/2012)
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