Mucho de su éxito tiene que ver con su economía fílmica, con haber aprovechado la relación entre dos personajes incongruentes -un noble altivo (Colin Firth), y un profesor irreverente (Geoffrey Rush)-, unidos en una empresa improbable: lograr curar los problemas de habla que impiden, al primero, encarnar el liderazgo de su nación. Lo más logrado es el auscultamiento de la figura del duque -y virtual rey de Inglaterra-, siempre acechada por la inseguridad, la rabia, la impotencia.
Hooper, con una técnica visual precisa y funcional, transmite el pánico del protagonista a la performance pública, delinea sus debilidades. Pero tampoco se lo idealiza -lo vemos siendo víctima de la crueldad, pero también impartiéndola. Lo que fascina es el estudio de una personalidad quebrada, a partir de la expresión corporal y gestual, y los rituales que constituyen ese mundo sobre el que se basa la marcha de la Historia, y que el duque tendrá que controlar, de la mano del plebeyo.
A pesar de su aguda inmersión en el drama del monarca tartamudo, también es cierto que las cuotas de dolor se dosifican mucho, la comedia purga las aristas más ásperas, y el relato no deja de sentirse algo reblandecido, entre la ligereza sofisticada y una hondura apenas entrevista. Los esquemas relamidos del triunfo de los buenos sentimientos quizá estén muy presentes. Sin embargo, este no deja de ser un filme sensible, exento de exabruptos melodramáticos, de fina arquitectura cinematográfica, y, por lo menos, incisivo y complejo en la exploración de un héroe, en la dirección de un estupendo actor. (versión modificada del texto publicado en Somos, 07/03/2011)
No hay comentarios:
Publicar un comentario