Los inicios de Stallone no fueron desdeñables. Muchos no creerían que una de las películas americanas más interesantes de los setenta fue Rocky (John Avildsen, 1976), buen drama que aprovechaba magníficamente la calles de Philadelphia, y que expresaba, sin conmiseraciones, un pedazo de la vida de esos perdedores y excluidos que pocos quieren ver -en un periodo de crisis económica y social como fue esa década en Norteamérica.
Si mencionamos esta película, es porque el sustrato de la primera Rocky ha sido retomado por Stallone en su reinvención cinematográfica, ya en el nuevo milenio, y pasado su penoso declive en los noventa. Rocky Balboa (2006) significó un retorno digno a su personaje favorito -ya viejo y víctima de las burlas de su comunidad-. Como en la película del 76, "Sly" dejaba espíritu e inteligencia en la pantalla -ahora también como director-, y le sacaba la vuelta a su condición de figura “acabada”. Se trataba, de nuevo, de una crónica de las clases trabajadoras, más que un espectáculo manipulador (desechando la glorificación narcisista de su físico, o la burda propaganda política de Rocky IV).
Los indestructibles es otra variante, más ligera y esquemática, de ese tono crepuscular. En clara evocación del cine de acción en versión “serie B” de los ochentas, el también artífice de Rambo reúne antiguas glorias del género, mitos vivientes que tocan la puerta de la vejez y se vuelven desconocidos para las nuevas generaciones. Rolph Lundgren (el ruso de Rocky IV), Mickey Rourke (quien hace alusión a su “chico de la motocicleta” de la Ley de la calle de Coppola), el mismo Stallone y, con breves apariciones, Arnold Schwarzenegger y Bruce Willis, hablan de una película que funciona bien, sobre todo, en esta línea de complicidad y nostalgia, de amistad y persistencia frente a los nuevos tiempos -estos últimos caracterizados por un modelo masculino opuesto: el ambiguo y sufriente de la saga de Crepúsculo.
La anécdota es elemental: los antihéroes son mercenarios contratados para liberar una República bananera latinoamericana de un dictador sanguinario y abusivo. Esto deja el paso libre a lo más rutinario -el despliegue atlético y el estallido de bombas y metrallas, que luego se convertirán en un rescate imposible en las entrañas del Mal-, lo que puede verse como una deslucida actualización de las misiones que caracterizaron las películas de Chuck Norris y Cia.
Lo que desmarca a Los indestructibles de la serie B más olvidable está en otra parte: las conversaciones entre amigos solitarios y “acabados” (el título original, The Expendables, se traduce como “Los prescindibles”); el monólogo de Rourke recordando una oportunidad de redención perdida; las reuniones en el bar; los chistes en clave (en especial el relacionado a las ambiciones presidenciales de Schwarzenegger, o a su mítica rivalidad con Stallone); algunos roces entre los miembros de la banda (sobre todo con Lundgren, camarada de lados oscuros que pudo aprovecharse más).
No hay trampas en Los indestructibles. Tampoco una película que quite el aliento, ni mucho menos “perfecta” o equilibrada. Su ADN -hecho de entretenimiento para las masas, de excesos y villanos hiperbólicos, de sobredosis de acción- no se lo permite. Sin embargo, esto no debería importarnos mucho, porque si Stallone se vuelca sobre el pasado, lo hace sin cinismo, con una melancólica consciencia del homenaje genérico, y, sobre todo, un espíritu de relajo que no se riñe con la complicidad moral de unos personajes-actores puramente cinematográficos. En Los indestructibles la autorreferencialidad no es un lastre. Es festejo distendido y lírico. (Versión modificada del texto publicado en Somos, 18/10/2010)
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