Publicado originalmente en la revista Somos (16/10/2010)
Clemente (Bruno Odar) es un prestamista que vive casi aislado de todo contacto humano, de no ser por las prostitutas que frecuenta. Todos los días recibe, parcamente, a sus clientes, y engulle los panes con huevo que, religiosamente, prepara cada mañana. Hasta que la rutina se quiebra cuando aparece, en su casa, una bolsa de mimbre con un contenido especial: un recién nacido que, quizás, tendrá más que ver con Clemente de lo que él piensa.
Se trata de una historia triste, es cierto, pero los Vega no apuntan al melodrama, ni pretenden profundizar en la violencia de los afectos, ni en su teatralización. Ellos toman un camino diferente -que no es ni mejor ni peor que otros. Prefieren una construcción metódica de pocas tomas fijas, decorados mínimos, casi vacíos, o estancias herrumbrosas del Cercado de Lima. Planos llenos de cierta cualidad hipnótica, en función de leves gestos corporales y sutiles percepciones visuales o sonoras.
Esta escritura audiovisual -aprendida de Robert Bresson y Aki Kaurismaki-, cobra intensidad gracias a un montaje de pocos elementos y la capacidad de presentar antihéroes que, en consonancia con su propio aislamiento o marginalidad, son despojados, por la cámara, de toda máscara, de toda “actuación” social. Aquí, esta poética es renovada con brío por Daniel y Diego Vega, y podríamos decir que también tiene, como objetivo, captar un proceso interior que parte de un bloqueo y lleva -o debería llevar- a una liberación, a una redención.
Como parte de ese proceso, en el camino de Clemente comenzarán a plegarse otros personajes. Entre ellos, un frágil anciano (Carlos Gassols), quien, a partir de pequeños hurtos y trabajos callejeros, quiere ahorrar lo suficiente para sacar a su mujer del hospital y mudarse fuera de Lima. Pero el más significativo es la vecina Sofía (extraordinaria Gabriela Velásquez), quien, prácticamente, obliga a Clemente a dejarla vivir en su casa para cuidar del bebé.
Como en Bresson o Kaurismaki, el tiempo se suspende en el cine de los Vega. Se concentra en un ritmo monocorde de planos fijos que transmiten lo inmutable del entorno (decadente y desgastado), pero, sobre todo, del estado anímico de Clemente. Sin embargo, quienes confluyen alrededor, esa familia alternativa que se forma “a pesar” del protagonista, está decidida a seguir su propio su camino.
A Clemente, por su parte, le cuesta romper su encierro. Y en un punto crucial de la cinta, tendrá que considerar una decisión definitiva -que pondría en cuestión la forma de ver que lo define: cínica y desesperanzada, racional y desconfiada-, y parecerá moverse -también en un sentido cualitativo, en el sentido de una transformación interior- en busca de esa persona que podría ser una última oportunidad para encontrar un lazo, un vínculo, el amor, la vida.
En Octubre, lo importante fluye a través de los gestos apenas insinuados, los silencios y los ruidos. No se subraya con palabras inútiles. El humor se mezcla con la ternura, y el dramatismo se deja entrever en medio del vacío que amenaza con no dejar espacio para las relaciones humanas. Octubre es, nada menos, una lograda película sobre el desencanto y la fe, un verdadero triunfo artístico. Con Chicha tu madre, La teta asustada, y Los actores de Omar Forero, constituye la proyección más sólida del cine peruano del futuro.
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