Luego de la magnífica Caballo de guerra (2011), Spielberg afrontó
uno de sus proyectos más ambiciosos. Su Lincoln
se centra en los años crepusculares del presidente norteamericano, cuando trata
de lograr el fin de la Guerra
de Secesión, y, a la vez, lucha para que el Congreso apruebe la enmienda
constitucional que abolía la esclavitud para siempre.
A diferencia de otras cintas históricas
de Spielberg (Amistad –1997–, El color púrpura –1985–), este Lincoln se muestra sobrio, contenido.
Si bien estamos ante otro avatar del héroe spielberguiano, un melancólico
caballero ajeno a los bandos enfrentados y cuya nobleza choca con las
coyunturas degradantes –piénsese en el héroe de La lista de Schindler (1993)–, aquí predomina una corriente dramática
subterránea. En esa línea, un gran actor –Daniel Day Lewis– vuelve a sorprender
con un registro mucho más apocado que el que suele ofrecer, mientras una
concentración o crispación constante remece su cuerpo alargado. Esta es la
vejez de un líder en retirada, pero enfrentado ante la curva más abismal de su
vida, ya que en sus manos está la tragedia y salvación de su pueblo. Y podemos
decir que un doble filón, el que rodea a su vida privada, y el que tiene que
ver con la política, están cuidadosamente zurcidos por la cámara serena e
hipnótica de Spielberg. Pese a algún exceso retórico de los minutos finales,
estamos ante la espléndida madurez de un estilo que homenajea al clasicismo, y,
a la vez, humaniza con éxito un mito fundacional de Estados Unidos.(Somos 09/02/13)
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