miércoles, 13 de octubre de 2010

Memories of Murder (2003) de Bong Joon-Ho

Esta es una versión ampliada del texto publicado en la revista Godard! Nº 24.


Año 1986. Provincia de Gyunggi, Corea del Sur. Una joven es encontrada asesinada, violada y amordazada con su ropa interior. El país estaba bajo la égida de un régimen despótico; y si no había accedido, todavía, a la modernidad que vendría luego, más lejos aún estaba este paisaje rural donde el calor y las viejas máquinas de escribir hacen las horas de la aburrida dependencia policial, por fin zarandeada por un crimen misterioso.

Lo que asombra de Memories of murder es la facilidad con que integra el apunte cómico, la observación de costumbres, la pesquisa detectivesca,  el nervio dramático, la impotencia ante el horror. La cotidianidad está del lado de Park-Doo-man (Kang-ho Song), policía acostumbrado a creer en su intuición (“mírame a los ojos”, le dice a cada sospechoso de poca monta que cae en su oficina) y su diminuto compañero Jo (Kim Roi-ha), quien cree que sus escándalos y gritos arrancarán confesiones sinceras. Y es precisamente ese lado cómico, cálido y “humano” de la pareja de detectives el que permite, a Bong Joon Ho, modelar lo siniestro de una forma que roza lo irreal, y que a la vez resulta tan triste y punzante. Si Park-Doo-man y Jo encarnan lo que la región tiene de más inmediato y cotidiano, esa naturaleza rústica y frugal de la provincia, ¿cómo se explica el nacimiento del Mal radical?

Para resolver todas las preguntas llega, desde Seúl, el detective Seo (Kim Sang-gyeong), quien estudiará los crímenes de forma fría y cerebral. Mientras que Park-Doo-man habla sin parar, Seo es silencioso y concentrado. Mucha de la magia del filme tiene que ver con la rivalidad que se establece entre el hombre de pueblo y el de la ciudad. Ambos luchan por resolver el caso, pero sus protagonismos se eclipsan por la figura ausente que domina el filme cada vez más, figura sin nombre ni rostro que deja huellas y señales tan equívocas como poéticas (recordar la balada que, en las noches lluviosas, un habitante anónimo del pueblo pide en un programa de radio, y que parece indicar un nuevo asesinato).


A veces, los más modernos son los más clásicos. Recordando cierto humanismo de las mejores películas de Hawks, Bong Joon-Ho hace reír y conmueve no solo con las patadas voladoras de Park Doo-man, sino con cada gesto del niño retardado y falsamente acusado, personaje desesperado que guarda un secreto sin saberlo, y que pasa de ser el más despreciado al más buscado por los detectives. En este punto, la rivalidad de los investigadores se ha trastocado por una agónica amistad hecha de cansancio, de desgaste, de la impotencia más dura.

Nada es lo que parece en Memories of murder. Las conjeturas cambian tanto como se descubre la falsedad de las certezas. Lo verdadero se escurre por los dedos, como la lluvia que baña al pueblo sin poder limpiarlo. Así como las apariencias de los sospechosos se desechan en un juego de elucubraciones que lleva a lo contradictorio, los espacios que esconden al asesino (la refinería gigantesca poblada de obreros, la escuela, las cabañas aisladas en medio de las praderas) se multiplican como puertas a otras dimensiones. Dimensiones y apariencias engañosas. El tiempo pasa, y esa duración es cada vez más luctuosa, más penosa: la figura sin cuerpo y sin nombre, que ha estado a punto de atraparse tantas veces, no deja de lanzar esa pregunta por la Corea profunda, tan explorada por el filme, pero tan desconocida al fin y al cabo.