miércoles, 31 de mayo de 2017

The Host: Monstruo depredador (2006) de Bong Joon-Ho



Junto a Kim Ki Duk (Primavera, verano…) y Chan Wook Park (Oldboy), Bong Joon-Hoo convirtió a Corea del Sur en la tierra prometida del cine del nuevo milenio. Títulos como Perro que ladra no muerde y, sobre todo, Memories of Murder -siendo este, con seguridad, uno de los mejores thrillers de la década- no solo fueron sonados éxitos de crítica, sino también claros exponentes de un cine popular donde los géneros clásicos -como el policial- se redefinían y ensanchaban sus límites de acuerdo a un propio horizonte cultural.

Esta vez Joon-Hoo opta por el relato fantástico, al presentar una extraña y gigantesca criatura salida del río Han, en Seúl, que aterroriza a los ciudadanos y humildes vendedores ambulantes que suelen dar paseos por la ribera. Precisamente, uno de los carretilleros es Gang Du (Kang-ho Song, también protagonista de Memories of Murder), un tipo torpe y de aspecto poco listo que merodea por los alrededores, trabaja para el negocio de su padre y cuida a su pequeña hija.  

Las novedades en cuanto a la relectura del género son varias. Como ya han notado algunos comentaristas, a diferencia de modelos reconocibles como Tiburón o Alien, esta bestia anfibia sale del agua a poco de empezar el filme, sin mucho preámbulo ni dosificación. Espectacular y surrealista, lo vemos correr por la ribera en una especie de secuencia celebratoria donde el pánico de las multitudes se aúna a este antihéroe que tiene mucho de comediante vagabundo y despistado -que muchos creen idiota o que es tomado como tal.

Estamos lejos de la solemnidad y el terror “serio” al estilo de Hollywood (como prueba véase la soporífera El día que la tierra se detuvo). Por el contrario, Joon-Hoo es uno de esos cineastas muy sensibles a la observación cálida e irrisoria de personajes del pueblo, a la idiosincrasia de la clase trabajadora, y tiene esa capacidad para reírse o empatizar con ellos sin caer en el costumbrismo, la idealización o la mirada paternalista.

No es casualidad que los héroes sean una familia de perdedores, constituida por el tonto Gang Du, su padre -un vendedor de calamares a la parrilla-, y dos excéntricos hermanos -una joven deportista casi autista, y un bachiller desempleado que exclama: “y pensar que he sacrificado mi juventud para que ni siquiera me den un empleo”-. En efecto, la asombrosa presencia del monstruo podría desviar nuestra atención de lo que sin dudas es una película que, en medio de su pedigrí fantástico y terrorífico, contrabandea una filosa mirada a su país, por no decir una sugerente crítica socio-política.


Para los escépticos, hay algunos personajes que corroboran la afirmación anterior, como un oficinista corporativo que confiesa que trabaja todo el día y solo tiene  deudas, o como esas fuerzas del orden coreanas que han cercado el río, han secuestrado a los ribereños, y parecen hipotecar sus decisiones a la voluntad de los científicos y militares norteamericanos instalados en Seúl. En fin, The Host no solo es una gran producción y un refinado espectáculo que arranca risas y suspenso, también es una mirada corrosiva y apocalíptica que se funde con su pueblo -algo que, hoy en día, y no es vano decirlo, muy, pero muy pocos filmes pueden hacer-. (En: Revista Somos Nro. 1153, 10/01/09)  

miércoles, 14 de mayo de 2014

La felicidad de vivir (Departures/Okuribito, 2008) de Yojiro Takita

 

Premiada con el Oscar a mejor película extranjera en 2009, La felicidad de vivir es la cinta consagratoria del japonés Yojiro Takita, quien ya había probado un amplio espectro de géneros (desde comedias románticas hasta fantasías épicas). Sin embargo, el título que le conseguiría el éxito mundial sería esta historia sobre un joven desempleado que se ve envuelto en un trabajo  “deshonroso”.

Luego de perder su trabajo como cellista en una orquesta sinfónica, Daigo Kobayashi (Masahiro Motoki) consigue la complicidad de su esposa para viajar a su pueblo natal --la provincia rural de Yamagata-- y buscar empleo. Allí se encontrará con un anuncio de lo que parece ser una agencia de viajes. Ya entrevistado por el Sr. Sasaki, dueño de la empresa (Tsutomu Yamazaki), Daigo se dará cuenta de se enfrenta a una labor que tiene que ver con otro tipo de “partidas”: el amortajamiento de cadáveres en vistas a las ceremonias fúnebres tradicionales de Japón.

El iniciado en estas peculiares labores tiene que enfrentar un doble aprendizaje. Por un lado, debe encarar la burla pública por su nuevo oficio, mientras --gracias a la figura de Sasaki-- aprecia la mística de amortajar muertos. Por otro lado, la reconciliación del protagonista consigo mismo debe pasar por lo más difícil: perdonar a su padre --quien abandonó la familia cuando Daigo aún era muy niño, y desapareció para siempre--.

A través de una fotografía entre gris y otoñal, de fuerte carga evocativa y nostálgica, así como de una narración transparente y cadenciosa, vemos a Daigo entablar una relación casi filial con Sasaki, caballero de pocas palabras y aire cínico en apariencia, cuya sabiduría es captada por el joven a través de una observación entre fascinada y curiosa. Aquí se hace evidente que el director Takita no se ha dejado entrampar por ese cine de arrastre verbal --tantas veces impulsado por Hollywood, y ciego a actuaciones sutiles como las de Yamazaki, de una expresión gestual elegante y casi al desgaire--.

La felicidad de vivir tiene una unidad de sentido muy compacta. En el fondo, se trata de una película sobre el perdón y la tolerancia --ilustrada, con mucho de humor negro, por la familia, que acepta al hijo transexual póstumamente, en medio del ritual fúnebre--. Pero también es un filme que se debate entre la tentación de ceder a la fórmula sentimental más plana, y la exploración de un aprendizaje complejo. Por ejemplo, ver a Daigo ejecutando una sonata triste en la noche de Navidad, o, peor aún, ejecutándola en una montaña de Yamagata, son estrategias que sobran. Sin embargo, la apuesta por la modulación fina de detalles y asociaciones, y el perfil original de algunos personajes es, felizmente, la tendencia mayor.

Imposible no recordar al ya citado Sasaki (Yamazaki fue también actor de Kagemusha, Barbarroja y El infierno del odio, todas de Kurosawa) o a la secretaria y única empleada de la Funeraria, mujer sensible y atractiva, pero de una alegría quebrada que esconde un secreto del pasado --secreto que Daigo, en un inicio, no puede perdonar--. Con ellos se forma una especie de “familia alternativa” de solitarios que han perdido sus parientes, probablemente lo más interesante del filme, junto con la secuencia final, hecha a partir de la memoria, símbolos visuales, y un clímax mudo. Es en ese momento que el filme --serenamente melancólico, a pesar de sus desbordes sentimentales-- adquiere una coherencia nada simplista ni complaciente, y conquista su peldaño cinematográfico definitivo. (Versión modificada del texto publicado en Somos, 21/08/10) 

miércoles, 19 de marzo de 2014

Alain Resnais (1922 - 2014)


Balada de un hombre común (Inside Llewyn Davis, 2013) de Joel y Ethan Coen




Parcialmente basada en las memorias del desaparecido Dave Van Rock, Balada de un hombre común presenta a Llewyn Davis (Oscar Isaac), cantautor de música folk que trata de labrar una carrera en los barrios bohemios de Nueva York. Este punto de partida  es, también, una excusa para que los hermanos Coen nos sumerjan en una crónica llena de desconcierto, rabia, ternura y frustración.

Ya es conocida la facilidad con la que los Coen pueden crear atmósferas sugestivas. El humor, y el absurdo, conviven armónicamente en el camino de personajes frágiles, hasta algo inocentes, determinados a sobrevivir en un mundo kafkiano y algo siniestro. Es el caso de este joven artista que, ante el constante rechazo de los agentes y empresarios de la música, va perdiendo la esperanza. A esto se suma su también complicada relación con sus eventuales parejas y su propia familia. Con estos elementos, los Coen enhebran una narración pausada y elusiva, siembran el camino de su héroe con situaciones que parecen repetirse –y logran transmitir esa amenaza de de no escapatoria ante el fracaso–. Lejos de remarcar el dramatismo, este se destila como un perfume misterioso entre sus imágenes. El resultado es un filme sentido, contenido, lleno de personajes enigmáticos y fugaces –como el excéntrico y autodestructivo músico de jazz que interpreta John Goodman–. En fin, a esta Balada… le sobran méritos para ser una de las películas más bellas y trascendentes de los hermanos Coen, junto con Barton Fink, o Sin lugar para los débiles. (En: Somos, 15/03/14)

viernes, 7 de febrero de 2014

Eduardo Coutihno (1933 - 2014)


El lobo de Wall Street (The Wolf of Wall Street, 2013) de Martin Scorsese



Luego del homenaje a la infancia que fue La invención de Hugo Cabret (2011), Scorsese decidió retornar a otro fuero que conoce bien: el de un mundo adulto, violento y corrompido. Ese que también es el de Estados Unidos de América hoy en día. A fin de cuentas, cuando Scorsese decide contar la historia de un hombre –como lo hizo en Casino o Pandillas de Nueva York– también captura, a escala épica, el espíritu de una cultura y de una época.


En el marco de su filmografía, esta vez las miras deberían estar puestas en Casino (1995), obra maestra de estilo frenético que, como EL lobo… gravita sobre la construcción de un Imperio basado en el pecado, el engaño y el crimen. Y, detrás, el antihéroe, que conoce una caída tan vertiginosa como su estadía en la cima del poder, el sexo, y las drogas.  Es el caso del magnate de Wall Street Jordan Belfort, personaje muy logrado gracias a la actuación de Di Caprio, pero también a la dirección obsesiva de Scorsese, cuya cámara puede observarlo arrastrándose en medio de una sobredosis mortal durante varios minutos, y afrontando una tempestad bíblica en pos del dinero que puede escapársele de las manos. Y, aunque no es una cinta particularmente novedosa para el director de Toro salvaje, no se puede dejar de admirar su coherencia e intensidad: incapaz de deshumanizar a su protagonista, el filme se atreve a mostrar, con el humor y voluptuosidad que amerita un universo absurdo y casi surreal, los fastos más cínicos y decadentes de su sociedad. (En: Somos, 01/02/2014)