martes, 31 de mayo de 2011

Gángster americano (American Gangster, 2007) de Ridley Scott


No suele ser fácil salir airoso del encuentro con los géneros clásicos. Hay que ser un verdadero artista para recrear tópicos tan arraigados en Hollywood y la cultura de los EEUU. Pero quizá se trata, también, de tener la maestría de Ridley Scott para realizar un filme como Gángster americano, que creemos ocupará sin problemas un lugar bien ganado en la historia del cine de gángsters y en la propia filmografía del director.

El guión de Steven Zaillian (La lista de Schindler, Pandillas de Nueva York)  recrea la historia real de Frank Lucas (Denzel Washington), líder de color del hampa  que, por su visión empresarial de vanguardia, convirtió, en los setentas, el crimen organizado y el comercio de drogas de Nueva York en un imperio que llegó a ensombrecer a la mafia italoamericana.

La película presenta el nacimiento, esplendor, y decadencia de la era Lucas, de acuerdo al planteamiento usual en este tipo de filmes. Una puntillosa recreación de época; la tensión contenida en cada diálogo; una violencia explosiva seca y cortante; más el delineamiento empático y mitificante del antihéroe discreto, ambicioso y orgulloso, hacen recordar más a El Padrino (1972) que a Buenos muchachos (1990) o  la Caracortada (1983) de Brian de Palma

Sin embargo, si esta es una cinta muy personal se debe a que es otra variación del tema del duelo, ese motivo que obsesiona a Scott desde su primer largo, y del que se pueden sacar insospechadas profundidades. Y por eso es que en este caso, como en ninguna otra película de gángsters, el montaje alterna la historia de Lucas con la del detective Richie Roberts (Russell Crowe).

Así como la teniente Ripley lo era en relación al extraterrestre de Alien (1979), el detective Roberts representa un estado ontológico opuesto al de Lucas, pero, a la vez, tan excepcional como él. Y, como sucede con la Clarice Starling y el serial killer de Hannibal (2001), o el Dick Deckard y el androide de Blade Runner (1982), el duelo, en el cine de Scott, abre una dimensión existencial donde los roles de cazador y presa se hacen intercambiables, y que llega a compenetrar al uno con el otro en una dependencia aislante, y, a la vez, indispensable para dotar de sentido a sus propias vidas.

En efecto, Roberts es un ciudadano desaliñado, infiel con su esposa, un desastre como padre de familia, vive  en medio del hampa, pero tiene la inteligencia y la determinación que solo tiene Lucas, su contrincante, un capo de la mafia enriquecido, pulcro, modélico hijo y esposo. Los dos, infiltrados en la sociedad, prefieren pasar inadvertidos y se enfrentan en secreto; al final, se identificarán en torno a un enemigo común, que proviene de los dos bandos: la mafia italiana y el corrupto cuerpo de policías. 

Gángster americano recoge el legado de modernos clásicos del género: el tratamiento  callejero de los códigos del hampa; un aire operático con reminiscencias de Coppola; un montaje acelerado que viene de Scorsese. Sin embargo, lo esencial del filme es casi invisible, y está presente de principio a fin a través de dos caminos opuestos (los de Washington y Crowe) que están destinados a encontrarse frente a frente. Pero también a través de esas atmósferas lluviosas, ominosas y recargadas de gente -tan propias de R.Scott- que enmarcan las cruzadas solitarias de los duelistas.(versión modificada del texto publicado en Somos, 02/02/2008)

Al otro lado del mundo (The Painted Veil, 2006) de John Curran


Estamos en la Gran Bretaña de los años veinte, donde Kitty (Naomi Watts), una joven dama inglesa, acepta casarse, como una forma de librarse de su familia, con el conspicuo doctor Walter Fane (Edward Norton). Kitty no tarda en serle infiel a su marido. Pero el verdadero conflicto llega cuando ella descubre la inconsistencia de los sentimientos de su amante (Liev Schreiber), y se ve obligada a seguir a su esposo en una aventura casi suicida: la de establecerse en un alejado pueblo de China azotado por una epidemia de cólera.

Se supone que una película como ésta -una producción con  gran atención al detalle, una adaptación literaria (de la novela The Painted Veil de Somerset Maugham), una recreación de época, una historia de amor enmarcada en escenarios naturales- propone una concepción de la belleza que podría considerarse como “clásica”. Pero, ¿qué hace que el filme no caiga en la ostentación ornamental, en la complacencia de las imágenes de postal, o en el preciosismo epidérmico?

En realidad, Al otro lado del mundo tiende al minimalismo más que al barroco, a la  sombra más que a la luz. Pero, a la vez, como querían los románticos del siglo XIX, es un filme sobre el aprendizaje y el acceso a una verdad que no se consigue con la razón, que solo es posible a través del dolor y la experiencia emocional o afectiva. En efecto, lo extraordinario es que Curran sabe filmar no tanto para contar una historia -cosa que hace con una gran economía y efectividad-, sino para lograr que las diferentes formas que tiene Kitty de concebir el amor, o la felicidad, se derrumben una tras otra, siempre hacia una experiencia superior y más plena.

Lejos de idealizar a su heroína, el filme la presenta, al principio, algo autosuficiente, frívola o superficial. Sin embargo, la cámara explora sus posteriores decepciones,  humillaciones, y descubrimientos, con tal sutileza, que terminamos ante una mujer desesperada y enamorada, ante un aprendizaje conmovedor. Es un conocimiento que progresa en forma recíproca: el doctor Fane, quien al principio aparecía como un hombre gris y predecible, revela sus lados oscuros y complejos, y se convierte en una figura tan fascinante como la misma realidad extranjera y miserable que lo rodea.

Al otro lado del mundo es la historia de una venganza. Pero, paradójicamente, también es la de un amor sublime y breve, que se consigue al final de un largo y extraño camino. Las actuaciones de Watts y Norton (quienes también figuran como productores de la cinta) pueden contarse entre lo mejor que han hecho. La fotografía y la composición privilegian los espacios vacíos, luces tenues, atmósferas apagadas y mórbidas, en consonancia con la muerte que amenaza y está en todas partes. Los protagonistas entablan un duelo apasionante, y se juegan algo más que la vida en este filme elegante y discreto, cuya belleza es mucho más interior que exterior. (versión modificada del texto publicado en Somos 12/01/2008)

La mirada invisible (2010) de Diego Lerman


Buenos Aires, 1982. Mientras una de las dictaduras más sangrientas de Latinoamérica da sus últimos suspiros, Marita (Julieta Zylberberg), joven preceptora, se encarga de oficiar los rituales y marchas en una de las grandes escuelas de Argentina. Con la complicidad de su jefe, el profesor Biasutto (Osmar Núñez), Marita se convierte en una espía estricta, y, a la vez, en pieza clave de un engranaje de poder que adquirirá proporciones y derroteros insospechados.

El relato se concentra, casi exclusivamente, en los pasillos y claustros antiguos del colegio. Espacio que puede verse como un dominio corroído por el tiempo y de espaldas al futuro –aludido por manifestaciones callejeras que solo podemos escuchar, y que el director pone “en off”. Lerman no deja de filmar, con tomas panorámicas y travellings dilatados, ese mundo cerrado que reproduce el espíritu de represión y control casi omnisciente de los gobiernos totalitarios. Pero más allá de la metáfora social e histórica inmanente al centro educativo -que nos remite al gran panóptico disciplinario de Foucault-, lo que da fuerza al filme es el retrato de su protagonista, muchacha avejentada y tímida que reprime su sexualidad, y que mezcla la sanción y el goce secreto en su vigilia entendida, también, como voyeurismo culposo. A pesar de que el filme acusa demasiado sus intenciones de equiparar el conflicto sexual con el contexto político, no deja de ser una película de momentos intensos y dueña de un propio dominio estético. (en: Somos 28/05/2011

lunes, 30 de mayo de 2011

Thirst (2009) de Chan-Wook Park


El sacerdote Sang-hyeon (Kang-ho Song) se ha ofrecido como voluntario para una prueba experimental -que debe acabar con un virus mortal. Lejos de redimir su alma, el sacrificio lo ha condenado a una vida de ansias sexuales e ingestas de sangre que condicionan su sobrevivencia.

En Thirst, el vampirismo aterroriza la consciencia del portador. Sin embargo, no hay que esperar ningún asomo de sentimentalismo. Este es un héroe que quiere sobrevivir de la manera más digna posible. Sang-hyeo no es un fantasma operático, y está en las antípodas de los vampiros teatralizantes y soberbios. El sacerdote de Chan-wook Park está tan confundido como cualquier ciudadano de nuestros tiempos, y, sobre todo, se enfrenta con estoicismo y valentía a su propia enfermedad -una que, quiéralo o no, lo saca de su retiro, y lo devuelve al mundo.

Aquí no hay profusión de sangre que no perturbe y duela. El héroe no abandona sus convicciones, está hecho de una tenaz lucha interior. Lucha que se redoblará cuando se enamore de una mujer santa que terminará convirtiéndose en la femme fatale más perturbadora de los últimos años. A diferencia de él, ella optará por el mal. Sin ningún escenario gótico, con una puesta en escena vertiginosa y asfixiante a su manera -inspirada en Kubrick, siempre Kubrick-, Chan-Wook Park (Oldboy) hace una película deslumbrante y moral en cada fotograma, mezcla el vampirismo y el amor fou, y los lleva hacia a una metafísica de la culpa más extrema -una radicalmente católica en tanto aferrada a lo carnal, lo terrenal. (En Godard! Nº 25, setiembre  de 2010)

Respuesta a la vieja crítica


Esta es un texto que he preparado como respuesta a los infundios agraviantes -pueriles y muy de color local- que desde hace tiempo difunden dos añejos e intolerantes críticos de cine peruanos en contra de la revista de cine Godard! Será la primera y única vez que utilice este blog para este tipo de temas.

Paso a responder, por única vez, a las seniles reprimendas que  Ricardo Bedoya e Isaac León, fieles a su estilo patanesco y fantasioso, están difundiendo en contra de la revista Godard! y sus codirectores.

Para empezar, hablaré del triste papel que hace tiempo está jugando el señor Bedoya, quien, a su edad, al parecer se cree un gran teórico, y no es más que un aburrido escribano de diccionarios de cine peruano, un manual de colegio sobre apreciación de cine, una burocrática historia de cine nacional, y un único libro -este sí, escrito con algo de entusiasmo- sobre Francisco Lombardi. ¿Qué ensayo con algo de profundidad ha escrito este señor a lo largo de su vida? ¿Qué libro sobre algún cineasta que no sea Lombardi ha publicado? ¿Dónde están sus libros sobre teoría del cine, sobre Metz, sobre Bordwell, sobre Robin Wood, sobre Deleuze? Simplemente: no hay nada. Solo retórica barata, juegos de luces, recursos teatrales que Bedoya conoce al dedillo.

Pero no solo eso, el señor Bedoya se esfuerza por ser el gran histrión o diva, el gran figuretti de un grupo que lo sigue como si tuviera una obra o escribiera algo como para considerarse maestro. Y es cierto, he tenido la oportunidad de toparme con Bedoya en pocas oportunidades, pero que no solo son las tres que menciona.

En la primera oportunidad, me tocó hablar en un encuentro de cine en la Universidad de Lima, en su auditorio principal. A mi lado estaban León, que hacía de moderador (y que cumpliendo con su papel imparcial, solo atinó a proferir, alarmado: “ustedes lo ven ahora tranquilo a Pimentel, pero él no es así!!!”), René Weber, Joel Calero, y Ricardo Bedoya, quien con ánimo paternal aún me llamaba por mi nombre y trataba de convencerme de que el cine peruano no era tan malo, mientras trataba de fraguar una teoría freudiana -a falta de una sola idea- para decir que solo estábamos “buscando a un padre”.

La segunda vez, fue un gracioso encuentro con Bedoya en el Centro Cultural de la Universidad Católica. Como yo había escrito en la revista Somos que felizmente se había incorporado un  jurado de la crítica extranjera en el Festival -ya que el premio a mejor película otorgado a “El bien esquivo” y “Bala perdida” había causado “suspicacias” (me refería a las sospechas de chauvinismo que son ineludibles en este tipo de premios y con un jurado exclusivamente nacional)-, Bedoya se me acercó a decirme, entre alterado y nervioso, que no iba a permitir que yo diga que él había recibido “sobornos bajo la mesa”, y luego: “…y ahí está Chobi (Enrique Silva) que ya me dijo que te quiere sacar la mierda”-. A lo que yo le dije que por qué no me “sacaba la mierda” él mismo. Y el señor Bedoya, bajando la mirada con nerviosismo y dando vueltas en círculo, solo atinó a decir: “..sí, sí, pero para qué…”. Finalmente, monsieur Bedoya, contrariado, se perdió entre la muchedumbre luego de no saber qué más decirme.

Y si cuento este episodio no es con el ánimo de contar anécdotas penosas de una persona mayor sin clase ni altura para nada que no sea su propio exhibicionismo de “prima donna”, sino para quitarle esa careta de intelectual valiente que, a fuerza de mentiras, más distorsiones de su esforzado inconsciente, y efectos retóricos, quiere construir para atacar a la única revista de cine que le quita el sueño.

Y este último encuentro citado viene a colación porque en el siguiente encuentro que tuvimos y él menciona, en la Universidad de San Marcos, Ricardo Bedoya cayó aún más bajo. Al citar yo, frente a los asistentes al evento, el ridículo incidente en el que me amenazaba con enviar a Enrique Silva (a quien, luego de preguntarle si era verdad que me quería “sacar la mierda”, me respondió que de ninguna manera y que nunca había dicho eso), el señor Bedoya se alarmó con una sonrisa quebrada y empezó a decir que lo que yo decía era falso, que él “antes era mi amigo” y solo quería “advertirme” de las intenciones de Silva. Sin comentarios. Y, francamente, comprendo las risas de las personas que estén leyendo, en este momento, esta necesaria respuesta a la cantinflesca arremetida bloggera de León y Bedoya.

Pero lo de San Marcos no quedó ahí. Luego, en el colmo de su exasperación, Bedoya empezó a esgrimir alusiones desdeñosas, impertinentes y totalmente gratuitas, acerca de mi padre Jorge Pimentel. Otra bajeza de este señor, siempre empeñado no en exponer sus grandes ideas sobre la teoría del cine, porque no tiene ninguna, sino en el acto histriónico efectista, en el golpe desesperado, en la amenaza de payaso malévolo. Lo de payaso malévolo no es un epíteto gratuito. Basta recordar que, finalizado abruptamente el evento en San Marcos, ya que los organizadores estaban consternados ante la burda actuación del crítico de “El placer de los ojos”, Bedoya, en medio de su salida de la mesa de conferencias, se despidió de nosotros volteándose y agachándose para  enviarnos una literal sacada de lengua y una morisqueta con la intención de “sacarnos cachita”. ¿Ese es el gran intelectual del cine, el caballero pensador y teórico, el André Bazin o el Robin Wood del Perú, que no tiene nadie con quien discutir en este país donde ha llegado a parar? ¿Un sujeto que solo atina a sacar la lengua y mover los dedos en las orejas, después de aludir con desprecio y alevosía, con una bajeza que lo pinta de cuerpo entero, a los padres de uno de sus contrincantes intelectuales?

Por último, me referiré a los últimos encuentros en el CCPUCP y en el auditorio de Ventana Indiscreta de la Universidad de Lima. En el primero, nosotros fuimos convocados a hablar de las propuestas conceptuales de cada revista de cine. Pero, ¿qué fue lo que pasó? Nada de eso. Isaac León, que ahora nos ataca como un talibán, pidió perdón por lo que había dicho sobre nosotros, para luego tener una participación casi nula o irrelevante. Pero claro, Bedoya vio la oportunidad no de brillar por alguna idea, o de articular un discurso interesante sobre la crítica, sino de echar lodo a Godard! y, de nuevo, llenar de insolencias teatreras al auditorio, y responderle irrespetuosamente a los asistentes (más precisamente a los críticos y cineastas César Miranda y Mario Castro Cobos). ¿Ese es el crítico que alude a mi padre y que pone un tarro de mermelada en su blog para sugerir que Godard! ha sido comprada por las majors, ese que no tiene ningún libro de valor conceptual o exegético sobre el cine, sobre la crítica, o sobre la historia de la crítica o la filosofía del cine, ese es el que ahora dice que no puede debatir conmigo y con  Claudio?

Por último, me referiré al encuentro en la Universidad de Lima, donde fui invitado por quien dice que soy un ignorante del que no se puede esperar nada: Isaac León. Resulta que luego de mi exposición, acerca del nivel expresivo del cine peruano, el señor Bedoya, extremando el tono en la defensa de su querido Francisco Lombardi, pidió, para variar, haciendo una pataleta, que yo repitiera una parte de mi discurso en el que me refería al último cine de este director. Cito el texto aludido: “Todas sus películas posteriores [de Francisco Lombardi] son olvidables (No se lo digas a nadie, Pantaleón y las visitadoras, Tinta Roja, Ojos que no ven, Mariposa negra, Un cuerpo desnudo) y mezclan sin fortuna ni vuelo cinematográfico algún discurso demasiado explícito sobre el país, el miserabilismo, el costumbrismo, la intriga policial, el drama sórdido, y el erotismo de explotación.”

Ahora le pregunto yo, señor Bedoya: ¿en qué parte digo que Lombardi hace “policiales”? No don Ricardo, no dice eso en ningún lado. Lea bien antes de escribir, escuche antes de hablar. El que parece un calichín de la de Lima es usted, que no sabe atender a un discurso que no sea el de sus propios prejuicios y sordinas, sus propios temores que lo hacen ver todo en blanco y negro. Yo he señalado que uno de los elementos que se pueden identificar en el cine de Lombardi es la intriga policial (en otras oportunidades he dicho, también, “intriga criminal”), no que Lombardi haga policiales. Pero parece que Bedoya eso no lo puede tolerar, y lo distorsiona todo como siempre, lo que le permite debatir no sobre la consideración que he citado sobre el cine de Lombardi, sino rechazarla de plano.

Por último, me referiré al papel del “moderador” Oscar Contreras. Pues resulta que Contreras no me dejaba hablar en el auditorio, solo atinaba a repetir que lea el texto referido por Bedoya, en una especie de defensoría desesperada de este señor. El espectáculo fue tan parcializado, daba tanta vergüenza ajena, y me resultó tan ridículo, que en un momento me reí y llamé, de forma irónica y como burla explícita frente a lo que estaba sucediendo, a “Chacho” -quien me había invitado y con quien entonces mantenía una relación cordial- para después tener que soportar, una y otra vez, los recortes de tiempo que me hacía el supuesto “moderador” a favor de Emilio Bustamante -otro crítico de las revistas de León y Bedoya-. La cereza de la torta: a la salida, Contreras se me acerca con actitud arrepentida a pedirme disculpas y a jurarme que no quiso favorecer a nadie.¡!

Finalmente, otra contradicción de León: si soy tan despreciable, tan tonto, si solo hablo del cine comercial de Hollywood porque soy un vendido, si soy un sujeto tan ruin como dice en sus melodramáticas cartas, ¿entonces por qué me invita  a su universidad  para hablar de cine peruano? ¿Por qué quiso debatir con nosotros en el Centro Cultural de la Católica? ¿Por qué sigue escribiendo de nosotros año tras año, en navidad y en las elecciones presidenciales???

Repito: si he tenido que extenderme en esta historia personal con estos personajes, se debe a que me he visto obligado ante su desfachatez y reiterados infundios. Pero no me voy a despedir sin antes aclarar algunas cosas que obsesionan  a estos preocupados comisarios de la crítica:

1.- En primer lugar, León nos recrimina por no haber hecho cobertura de los procesos de distribución y exhibición en el país, por no haber cubierto exhaustiva y reiteradamente los estrenos en provincias y los realizadores de cine regional (premisa falsa, ya que en Godard! publicamos no una, sino dos coberturas escritas por Diego Cabrera, en los números 12 y 14, sobre el cine hecho en provincias). Y, lo más gracioso de todo, los conocidos defensores de Conacine León y Bedoya me reclaman, a mí, por haber participado en un video donde criticamos, con otros especialistas y cineastas de la Asociación de Cineastas Independientes y Regionales del Perú (ACRIP), la gestión de Conacine y Rosa María Oliart. Primero, quiero informarles a estos señores que nadie tiene la obligación de dedicar su revista a la cobertura de la exhibición, la distribución, o la realización del cine regional, y menos para participar en este gremio de cineastas. No hay cuota de páginas, señores, para ser miembro de la ACRIP. ¿Por qué suponen condiciones de pertenencia que no existen? Y, ¿por qué suponen ilegitimidades o incoherencias que solo existen en sus cabezas? ¿Por qué solo quienes simpatizan con ellos pueden pertenecer a cualquier gremio? ¿Por qué les causa resquemor que yo o Claudio seamos parte de una asociación de cineastas? Entiéndanlo bien señores: nadie está obligado a escribir sobre cine de provincias, nosotros lo hemos hecho (y yo me he explayado con gran entusiasmo sobre “Los actores” del trujillano Omar Forero, repetidamente, en mi revista y en la Universidad de Lima frente a los mismos León y Bedoya), pero ese no es requisito para ser miembro de la ACRIP. Pueden llamar a mi amiga, la cineasta y exhibidora cinematográfica Inés Agressot (para que les informe del tema y duerman tranquilos.

2.- Por lo que dicen en sus cartas, parece que León y Bedoya aún no soportan que hayamos reivindicado a Armando Robles, y también se esfuerzan porque tengamos una posición de rechazo a toda la obra de Lombardi. No señores, no lo van a conseguir. No vamos a defenestrar las primeras películas de Lombardi, aunque lo deseen con todas sus fuerzas. Tampoco las vamos a glorificar. Ya hemos reiterado, una y otra vez, que las que siempre nos parecieron “aberrantes” (y lo dijimos con esa palabra) fueron 'No se lo digas a nadie', 'Pantaleón y las visitadoras' y 'Tinta roja'. Claro que luego esta lista se quedó chica: hoy podemos sumarle 'Ojos que no ven', 'Mariposa negra', 'Un cuerpo desnudo' y 'Ella'. Y respecto a Robles Godoy, es risible el grado de cinismo cuando estos señores afirman que Robles es el director más celebrado del cine peruano, aludiendo a críticas de Alfonso Latorre y Geu Rivera.

Vale la pena detenerse en este punto. Cito a Isaac León en su prólogo ditirámbico al libro de su maestro Desiderio Blanco, clamando por la labor fundadora de la crítica, en el Perú, de su revista Hablemos de cine y de Blanco (¿de quiénes son los autoelogios?):

"Sin embargo, más ruido que nueces. Sería incorrecto afirmar que en estos años [a comienzos de los sesenta, en el contexto de la aparición de Hablemos de cine en 1965] se constituye una crítica propiamente dicha, si exceptuamos los textos de Latorre en los que sí puede vislumbrarse la vertebración de un ejercicio analítico-interpretativo. Por lo demás, prima el comentario generalista que mezcla las referencias anecdóticas con las consideraciones sociológicas del tema y por ahí una alusión a la belleza fotográfica y a la calidad de las tomas, (...). (...) lo que prevaleció por mucho tiempo fue la elección del comentarista, entre quienes, dentro del personal del diario, tenían supuestamente mayor interés por el cine o disponían de tiempo para acometer una tarea que a menudo confundían con la crónica farandulera (...).” (Isaac León Frías, en prólogo al libro "Imagen por Imagen" de Desiderio blanco. Lima, Universidad de Lima, 1987)

De la crítica cinematográfica seria, León solo rescata a Alfonso Latorre como auténtico “crítico de cine” y no “periodista cinematográfico”. Lo que siguió en la crítica, en el Perú -de acuerdo a León y citando sus propias palabras-, fueron los miembros de la revista Hablemos de cine y su padre espiritual Desiderio Blanco, quienes por supuesto no se dedicaron a otra cosa, durante toda su trayectoria, que a dedicarles críticas furiosas a todas las películas de Robles. Por otro lado, hay que mencionar que si nadie se acuerda de las críticas de Geu y Latorre se debe a que Bedoya, León y todos sus compañeros de 'Hablemos de cine' se encargaron de pontificar su muy particular historia del cine peruano. Y por supuesto que estaban en todo su derecho de preferir a Francisco Lombardi muy por encima de Armando Robles. 

3.- Para terminar, me referiré a “la teoría”, esa pasión, tan querida por Bedoya y León, que nunca la ejercieron salvo en forma de manual o diccionario. Ahora se rasgan las vestiduras porque dicen que ¡Oh! ¡con qué derecho hablan de Metz, de la semiótica, de la teoría del cine! Pues con el mismo derecho con el que estos señores podrían hablar de Metz, sin necesidad de que tengamos que caerles encima y decir que son unos ignorantes. Lo primero que habría que decirles a León y Bedoya es que para hacer una revista de crítica de cine no hay que pedir una licencia ni a ellos ni a nadie, y que la práctica misma de la crítica implica ciertos presupuestos teóricos y metodológicos, aunque sea inconscientes. Lo que no significa que el crítico haga teoría, por supuesto. Y, por consiguiente, si es cierto que el único crítico voluntariamente estructuralista y metziano de “La gran ilusión” y “Hablemos de cine” fue Desiderio Blanco, es verdad también que Blanco es el padre intelectual de León, Bedoya, y la mayoría de críticos que luego de “Hablemos de cine” pasaron a “La gran ilusión” en la década de los noventa -como De Cárdenas- y luego a “Ventana indiscreta”. Para quien escribe, esa influencia de un modo de abordar la crítica, un tono acartonado y académico, obsesionado por el análisis de las formas, y la evaluación que se distancia de la subjetividad como herramienta de exégesis, es una herencia de la crítica practicada por Blanco, para bien o para mal.

Entonces, una aclaración para León. Le tendría que decir que el que se equivoca de nuevo es él. Yo sí he leído a Huayhuaca, que me parece el mejor ensayista  y pensador de cine que tiene y ha tenido el Perú, de lejos. Estoy seguro que su libro “Una grieta a lo sublime: Viaje a Italia de Roberto Rossellini” es una obra maestra del ensayo -que León y Bedoya deberían de leer bien para tratar de no ser tan superficiales y flojos en sus escritos-. También he leído a Constantino Carvallo, con quien me unió siempre un mutuo respeto y admiración, tanto así que iba a ser el presentador principal de mi libro en el Festival de Cine de la PUCP en 2008, presentación a la que lamentablemente no pudo asistir por su estado de salud. Ese mismo año, José Carlos Huayhuaca presentó, conmigo, la publicación referida en la Feria del Libro de Lima. Entonces señores León y Bedoya, gracias por permitirme esta aclaración: cuando en Caretas me refiero a “la crítica de la vieja generación”, más que aludir a “Hablemos de cine”, me refiero al núcleo de críticos que pasó de “Hablemos” a “La gran ilusión”, liderado por Bedoya, León y De Cárdenas en toda la década del noventa. Es más, podría decir que me parece completamente lógico y natural que Huayhuaca y Carvallo hayan preferido un camino propio. Ese alejamiento de lo mejor de “Hablemos de cine” (junto con la trágica desaparición de Juan Bullita), y lo aburrida y conservadora que fue “La gran ilusión”, en parte nos decidió, a mí y a Claudio, a sacar nuestra revista. Definitivamente, y a la luz del tormento que significa Godard! para estos señorones, tomamos la decisión correcta.

Sebastián Pimentel - Lima, 30 de mayo del 2011

lunes, 23 de mayo de 2011

La revelación (Stone, 2010) de John Curran

 
Jack Mabry (De Niro) es un  burócrata puritano que se dedica a estudiar los expedientes de los presos que están a punto de salir de la cárcel. De él depende la libertad de los reclusos, incluida la de Gerard “Stone” Creeson (Norton). El duelo entre estos dos hombres, tercos y soberbios, se completa con la participación de la promiscua pareja de Gerard, Lucetta (Jovovich), quien tratará de seducir a Mabry. 

En La revelación, todos entablan un juego de poderes, donde la manipulación y la seducción dan cabida a otra cosa, a una transformación. Y no en un sentido “edificante”, ni como modo de ilustrar una “lección moralista”. Creeson no se convertirá en un iluminado, ni Mabry  accederá a la felicidad. Nadie se redime, pero todos atraviesan un recorrido que los cuestiona, que cambia sus formas de percepción. Los eventos ponen en crisis las protecciones racionales de los personajes de Curran, quienes hacen de “la experiencia”, la verdadera fuente de conocimiento, como querían los románticos. 

Pese a su indeciso desenlace, no deja de fascinar un drama que explora la psique con atrevimiento, respetando esos momentos de confusión que dejan un resquicio de misterio a lo que pueda venir. Con por lo menos una obra maestra en su haber (The Painted Veil, 2006), el director norteamericano confirma su especial habilidad para desmantelar el tópico amoroso, y darle una veta reflexiva de acuerdo al imprevisible -y paradójico- tejido de relaciones que su cámara confecciona. (versión modificada del texto publicado en Somos, 21/05/2011)

miércoles, 18 de mayo de 2011

Agua para elefantes (Water for Elephants, 2011) de Francis Lawrence


Tras perderlo todo en la Gran Depresión, un muchacho (Pattinson) encuentra refugio en uno de los tantos circos que ofrecen algo de distracción. Estamos frente a un relato de “pérdida de la inocencia” de quien cae, desde una situación acomodada, a las garras de un universo adulto que, poco a poco, va cobrando la forma de una prisión. En ese sentido, uno de los puntos fuertes es Christoph Waltz, especie de padre mefistofélico que se convierte en el centro de gravedad del filme -a pesar de su evidente  parecido con el villano que lo hizo famoso en Bastardos sin gloria (2009). Un elefante, y una bella trapecista (Witherspoon), serán los otros enclaves de una aventura a la que agradecemos sus inflexiones amenazantes, su violencia latente, y cierta ambigüedad, que el director de Soy leyenda (2007) reviste de texturas nostálgicas –aportadas, desde el inicio, por un viejo personaje que rememora la historia.

Es cierto que la cinta termina prefiriendo derroteros convencionales, y que su héroe carece de las zonas oscuras que pueblan su entorno. Pero también habría que decir que si bien Agua para elefantes remeda, conscientemente, el glamour cinematográfico del pasado, lo hace sin ser un filme innecesariamente estilizado, intelectual, o “reflexivo” respecto al género. Si este es un digno homenaje al cine clásico de Hollywood, lo es menos por su producción artística o el brillo de su fotografía, que por constituir una buena demostración de que un cine sin excesiva truculencia, y preocupado por los afectos de sus personajes, puede resucitar en cualquier momento. (versión modificada del texto publicado en Somos, 14/05/2011)

lunes, 16 de mayo de 2011

Lejos de ella (Away from Her, 2006) de Sarah Polley


Lejos de ella es el primer largo de Sarah Polley, actriz canadiense que ha participado en películas de autores consagrados de su país como Atom Egoyan (The Sweet Hereafter, 1997) y David Cronenberg (Existenz, 1999), así como en proyectos independientes de directores como Isabel Coixet (Mi vida sin mí, 2003). Para este, su primer trabajo detrás de cámaras, Polley adaptó la novela de Alice Munro que cuenta la historia  de Grant Anderson (Gordon Pinsent), hombre que en el otoño de su vida debe afrontar el hecho de que su esposa Fiona (Julie Christie) padece del mal de Alzheimer y está perdiendo la memoria.

Tratándose de un material eminentemente dramático, propenso a la exacerbación, lo que distingue a Lejos de ella es su registro susurrante y contenido. Un estilo que no vale por sí mismo, sino por la coherencia con los sentimientos a explorar: la impotencia muda, la frustración, la aceptación de una pérdida. Y, por eso, acá el cine se hace con los silencios y miradas absortas de Grant, personaje cuyo rostro está lleno de un asombro o una conmoción serena que, a pesar de todo, nunca llegan a doblegarlo.

Por eso, el mérito de la cinta no recae solo en Christie -quien vuelve a confirmar que es "la más poética de todas las actrices", como solía decir Al Pacino-. Pinsent -uno de los más respetados actores de Canadá- hace una interpretación decisiva para que el filme alcance la profundidad que tiene. En su trabajo no solo vemos el dolor y el estremecimiento, sino también la temerosa lectura, a tientas, de los misteriosos gestos que su esposa hace en medio de su extravío. Se trata de un nuevo comportamiento, que Grant debe descifrar en su esfuerzo por permanecer con una mujer a la que conoció por más de cuarenta años, pero que ya no puede entender bien, y se aleja sin remedio.

Lejos de ella hace una pregunta: ¿qué afectos nuevos, que necesidades inéditas son las que hay que descifrar en Fiona? Porque este es un filme sobre el misterio del rostro, sobre lo que oculta. En ese sentido, se insertan imágenes del recuerdo, grandes primeros planos de una joven Fiona que mira de frente a la cámara. Pero Grant no se rinde, y pregunta sobre el tema a las enfermeras de la clínica. Sin embargo, ninguna actitud es predecible. La realidad se convierte en una especie de ensueño cruel, de pesadilla dulce, conjurada por una luz blanca y vaporosa -que corresponde al invierno, pero también a la residencia de los enfermos-,  colores suaves, movimientos imperceptibles de cámara, así como una música de fondo tan sutil y embelesante como las imágenes.

En fin, el estilo de Polley provee de unas sensaciones que no son gratuitas: muy pronto nos damos cuenta de que Grant es el espectador privilegiado de ese estado incierto, ido, soñoliento, en que ha caído Fiona al entrar en lagunas mentales, caminos sin destino, miradas perdidas, amnesias, recuerdos flotantes. Por todo esto, podríamos decir que Lejos de ella es tan cinematográfica y moderna como toda película donde la mirada y el tiempo ejercen un papel central. A esto solo había que sumar una relación, imperfecta y sentida, como la de esta pareja, para que no falte ese poder de conmoción al que no ha dejado de aspirar el cine, sea cual sea su época o proveniencia. (versión modificada del texto publicado en Somos 15/03/2008)

viernes, 13 de mayo de 2011

La chica de la capa roja (Red Riding Hood, 2011) de Catherine Hardwicke


Catherine Hardwicke (Crepúsculo) es más conocida por su habilidad para llenar las salas con un público adolescente, que por su talento cinematográfico. Si A los trece (2003), supuesto diagnóstico de la pubertad en los años del piercing, probaba el efectismo del reportaje directo con una cámara que no paraba de moverse, esta revisión del cuento de Perrault no ha pasado por alto ningún ingrediente taquillero: erotismo, indagación detectivesca, suspenso, acción, y horror, todo envuelto en esa suntuosidad entre preciosista y gótica que inició Crespúsculo.

Ahora, la bella muchacha (Amanda Seyfried) debe descubrir la identidad de la bestia que azota el pueblo, y puede ser cualquiera de sus habitantes. Además, la heroína recuerda un momento de la infancia en el que fue cruel -lo que la vincularía con el monstruo, que conoce su secreto. Pero Hardwicke no parece creerse su propio cuento: Seyfried es más fetiche que mujer, las falsas pistas redundan, las adivinanzas se banalizan, y, lo peor: los asedios de los pretendientes -que se ponen en paralelo con la caza del monstruo- nunca dejan un romanticismo acartonado, más parecido al de Crepúsculo que al de cualquier pasión o erotismo con algún poder perturbador. Sin llegar a delinear un personaje complejo (Gary Oldman y Julie Christie son un desperdicio de lujo), La chica de la capa roja se pierde en sus juegos de puntos de vista, sus trucos de cámara y sus derroches de producción, más inofensivos que interesantes o misteriosos. (versión modifricada del texto publicado en Somos 07/05/2011)

lunes, 2 de mayo de 2011

Río (2011) de Carlos Saldanha


Blu, un guacamayo bebé, es raptado por contrabandistas de Brasil y vendido en EEUU. Luego de ser adoptado por una muchacha de la invernal Minessota, ambos viajan a Río de Janeiro a instancias de un científico que ha reconocido, en el ave, al último macho de su especie. Así empieza una  aventura donde el realizador Carlos Saldanha (La era del hielo 2 y 3), nacido en Brasil, ha tenido el talento para dar vida a un universo barroco y elegante, un espectáculo plástico refinado y que recupera cierta frescura e inocencia “retro” en sus personajes. 

Lejos de una visión turística extranjerizante y rígida, Saldanha ha sido capaz de recrear una ciudad típica que se siente como propia, con el poder fabulador y el espíritu de quien la conoce de primera mano, con sus abismos geográficos y sociales, y, sobre todo, con poder de ensoñación. Y es cierto, más que una película que pone el foco en la acción -como puede ser La era del hielo-, Río se propone como un musical -en sus mejores momentos, de evidentes influjos clásicos-, aprovechando una gama enorme de colores, además de la bossa nova, el hip hop, el jazz, y la samba. No falta, tampoco, el romance, y un sutil sentimiento de marginación -a partir de la incapacidad de volar del joven papagayo. Sin tener la hondura filosófica y dramática de las películas de los estudios Pixar, Blue Sky Studios consolida una animación más rocambolesca y humorística: Río puede ser uno de sus títulos más afortunados.(versión modificada del texto publicado en Somos 30/04/2011)