jueves, 25 de noviembre de 2010

Los indestructibles (2010) de Sylvester Stallone


Los inicios de Stallone no fueron desdeñables. Muchos no creerían que una de las películas americanas más interesantes de los setenta fue Rocky (John Avildsen, 1976), buen drama que aprovechaba magníficamente la calles de Philadelphia, y que expresaba, sin conmiseraciones, un pedazo de la vida de esos perdedores y excluidos que pocos quieren ver -en un periodo de crisis económica y social como fue esa década en Norteamérica. 

Si mencionamos esta película, es porque el sustrato de la primera Rocky ha sido retomado por Stallone en su reinvención cinematográfica, ya en el nuevo milenio, y pasado su penoso declive en los noventa. Rocky Balboa (2006) significó un retorno digno a su personaje favorito -ya viejo y víctima de las burlas de su comunidad-. Como en la película del 76, "Sly" dejaba espíritu e inteligencia en la pantalla -ahora también  como director-, y le sacaba la vuelta a su condición de figura “acabada”. Se trataba, de nuevo, de una crónica de las clases trabajadoras, más que un espectáculo manipulador (desechando la glorificación narcisista de su físico, o la burda propaganda política de Rocky IV).

Los indestructibles es otra variante, más ligera y esquemática, de ese tono crepuscular. En clara evocación del cine de acción en versión “serie B” de los ochentas, el también artífice de Rambo reúne antiguas glorias del género, mitos vivientes que tocan la puerta de la vejez y se vuelven desconocidos para las nuevas generaciones. Rolph Lundgren (el ruso de Rocky IV), Mickey Rourke (quien hace alusión a su “chico de la motocicleta” de la Ley de la calle de Coppola), el mismo Stallone y, con breves apariciones, Arnold Schwarzenegger y Bruce Willis, hablan de una película que funciona bien, sobre todo, en esta línea de complicidad y nostalgia, de amistad y persistencia frente a los nuevos tiempos -estos últimos caracterizados por un modelo masculino opuesto: el ambiguo y sufriente de la saga de Crepúsculo.

La anécdota es elemental: los antihéroes son mercenarios contratados para liberar una República bananera latinoamericana de un dictador sanguinario y abusivo. Esto deja el paso libre a lo más rutinario -el despliegue atlético y el estallido de bombas y metrallas, que luego se convertirán en un rescate imposible en las entrañas del Mal-, lo que puede verse como una deslucida actualización de las misiones que caracterizaron las películas de Chuck Norris y Cia.


Lo que desmarca a Los indestructibles de la serie B más olvidable está en otra parte: las conversaciones entre amigos solitarios y “acabados” (el título original, The Expendables, se traduce como “Los prescindibles”); el monólogo de Rourke recordando una oportunidad de redención perdida; las reuniones en el bar; los chistes en clave (en especial el relacionado a las ambiciones presidenciales de Schwarzenegger, o a su mítica rivalidad con Stallone); algunos roces entre los miembros de la banda (sobre todo con Lundgren, camarada de lados oscuros que pudo aprovecharse más).

No hay trampas en Los indestructibles. Tampoco una película que quite el aliento, ni mucho menos “perfecta” o equilibrada. Su ADN -hecho de entretenimiento para las masas, de excesos y villanos hiperbólicos, de sobredosis de acción- no se lo permite. Sin embargo, esto no debería importarnos mucho, porque si Stallone se vuelca sobre el pasado, lo hace sin cinismo, con una melancólica consciencia del homenaje genérico, y, sobre todo, un espíritu de relajo que no se riñe con la complicidad moral de unos personajes-actores puramente cinematográficos. En Los indestructibles la autorreferencialidad no es un lastre. Es festejo distendido y lírico. (Versión modificada del texto publicado en Somos, 18/10/2010)

martes, 9 de noviembre de 2010

Octubre (2010) de Daniel y Diego Vega

Publicado originalmente en la revista Somos (16/10/2010)


Clemente (Bruno Odar) es un prestamista que vive casi aislado de todo contacto humano, de no ser por las prostitutas que frecuenta. Todos los días recibe, parcamente, a sus clientes, y engulle los panes con huevo que, religiosamente, prepara cada mañana. Hasta que la rutina se quiebra cuando aparece, en su casa, una bolsa de mimbre con un contenido especial: un recién nacido que, quizás, tendrá más que ver con Clemente de lo que él piensa.

Se trata de una historia triste, es cierto, pero los Vega no apuntan al melodrama, ni pretenden profundizar en la violencia de los afectos, ni en su teatralización. Ellos toman un camino diferente -que no es ni mejor ni peor que otros. Prefieren una construcción metódica de pocas tomas fijas, decorados mínimos, casi vacíos, o estancias herrumbrosas del Cercado de Lima. Planos llenos de cierta cualidad hipnótica, en función de leves gestos corporales y sutiles percepciones visuales o sonoras.  

Esta escritura audiovisual -aprendida de Robert Bresson y Aki Kaurismaki-, cobra intensidad gracias a un montaje de pocos elementos y la capacidad de presentar antihéroes que, en consonancia con su propio aislamiento o marginalidad, son despojados, por la cámara, de toda máscara, de toda “actuación” social. Aquí, esta poética es renovada con brío por Daniel y Diego Vega, y podríamos decir que también tiene, como objetivo, captar un proceso interior que parte de un bloqueo y lleva -o debería llevar- a una liberación, a una redención.

Como parte de ese proceso, en el camino de Clemente comenzarán a plegarse otros personajes. Entre ellos, un frágil anciano (Carlos Gassols), quien, a partir de pequeños hurtos y trabajos callejeros, quiere ahorrar lo suficiente para sacar a su mujer del hospital y mudarse fuera de Lima. Pero el más significativo es la vecina Sofía (extraordinaria Gabriela Velásquez), quien, prácticamente, obliga a Clemente a dejarla vivir en su casa para cuidar del bebé.


Como en Bresson o Kaurismaki, el tiempo se suspende en el cine de los Vega. Se concentra en un ritmo monocorde de planos fijos que transmiten lo inmutable del entorno (decadente y desgastado), pero, sobre todo, del estado anímico de Clemente. Sin embargo, quienes confluyen alrededor, esa familia alternativa que se forma “a pesar” del protagonista, está decidida a seguir su propio su camino.

A Clemente, por su parte, le cuesta romper su encierro. Y en un punto crucial de la cinta, tendrá que considerar una decisión definitiva -que pondría en cuestión la forma de ver que lo define: cínica y desesperanzada, racional y desconfiada-, y parecerá moverse -también en un sentido cualitativo, en el sentido de una transformación interior- en busca de esa persona que podría ser una última oportunidad para encontrar un lazo, un vínculo, el amor, la vida.

En Octubre, lo importante fluye a través de los gestos apenas insinuados, los silencios y los ruidos. No se subraya con palabras inútiles. El humor se mezcla con la ternura, y el dramatismo se deja entrever en medio del vacío que amenaza con no dejar espacio para las relaciones humanas. Octubre es, nada menos, una lograda película sobre el desencanto y la fe, un verdadero triunfo artístico. Con Chicha tu madre, La teta asustada, y Los actores de Omar Forero, constituye la proyección más sólida del cine peruano del futuro.

lunes, 8 de noviembre de 2010

Una mujer dulce (1969) de Robert Bresson

Publicado originalmente en la revista Godard! Nº 23.


Después de Mouchette, Bresson abandonaría el blanco y negro para siempre. Pero no solo el blanco y negro. También se abandonaría una visión del mundo -una que había acabado con mayo del 68- para virar la mirada hacia un diagnóstico del  porvenir -más cerca del desencanto ante el materialismo y el consumismo de los años ochenta, que del humanismo existencial de la posguerra. Antes de Una mujer dulce, los de Bresson eran personajes llenos de heroísmo y fe, y estaban marcados por un destino que llevaba hacia la "gracia" o la libertad (que podía llegar con la muerte -Diario de un cura rural, Mouchette, El proceso  de Juana de Arco-, con la prisión -Pickpocket-, o la fuga de la prisión -Un condenado a muerte se escapa-). 

Paradójicamente, al dar paso al color -en el umbral de la entrada a los setentas- su obra se hizo más negra, más oscura, menos heróica -salvo el caso, quizás, de Lancelot du Lac, que, no por casualidad, es una película de época-, y directamente enfrentada con la desesperanza y la desorientación de los jóvenes en una época donde ya se ha perdido todo rezago de "fe" que permita alguna redención, o de creencia en vínculos mínimos que vayan más allá del vacío que impone la modernidad y el capital (El dinero).


Una mujer dulce se basa en un relato de Dostoievski -quien inspiraría al cineasta francés más de una película-, y cuenta la historia de una bella y sensible muchacha (Dominique Sanda) a partir de su suicidio, a la manera de una indagación en el misterio que la llevó a morir. Quien comenta el caso, a la manera de un testigo privilegiado, es el esposo -joven burgués enrolado en el negocio de antigüedades y joyas-, ya viudo y absorto ante los hechos. La película se estructura a partir de continuas evocaciones, con el propósito de auscultar un enigma que nunca se resolverá del todo. Sin embargo, como en toda película de Bresson, lo importante no es la intriga, sino el proceso interior de la joven, a quien vemos indirectamente, a través de la mirada de su esposo. ¿Qué busca esta mujer?, ¿por qué es infeliz?, ¿qué es lo que no puede colmar? 

Ella parece encontrar la felicidad cuando se casa, aunque sabemos que sigue sin encontrar su lugar, sigue en un estado “evanescente”, en la medida en que no puede asumir un papel de trabajadora, ni de esposa, ni siquiera de la amante que finge ser en un momento. Hay algo en el mundo, en el vacío del mundo, en sus reglas sociales, en su hipocresía, hay algo que falta. Ella no puede ser una mujer “normal”. Quizás haya un exceso de dulzura detrás de su desorientación. Quizás esa sea una cualidad que no está permitida en estos tiempos, y, para poder sobrevivir, sea necesario dejar de ser “dulce”. Y hay algo de crueldad en este relato negro, exento de cualquier impulso lírico, y más cerca de un duro y puro “atestado”, que ninguna otra película de Bresson.